LOS COMPLEJOS Y EL INCONSCIENTE

C.G. JUNG


Indice

Libro primero: Exposición

1. Facetas del alma contemporánea

2. Reconquista de la conciencia

Libro segundo: Los complejos

3. Funciones y estructuras del consciente y del inconsciente

4. La experiencia de las asociaciones

5. Teoría de los complejos

Libro tercero: Los sueños

6. Las enseñanzas del sueño

7. Significación individual del sueño

8. Del sueño al mito

Epílogo


Libro primero: Exposición


1. Facetas del alma contemporánea 1


Mientras que la Edad Media, la Antigüedad e incluso la humanidad entera desde sus primeros balbuceos vivieron en la convicción de un alma sustancial, en la segunda mitad del siglo xix se asiste al nacimiento de una psicología «sin alma». Bajo la influencia del materialismo científico, todo lo que no puede verse con los ojos ni aprehenderse con las manos se pone en duda y hasta sospechoso de metafísico, se vuelve comprometedor. Desde ese momento sólo es «científico» y, por consiguien­te, admisible, lo que es manifiestamente material o lo que puede ser deducido de causas accesibles para los sentidos. Tal trastrocamiento se había ini­ciado mucho antes, en una lenta gestación, muy anterior al materialismo. Cuando la era gótica, que se había alzado con un impulso unánime hacia el cielo aunque apoyándose en una base geográfica y en una concepción del mundo estrechamente cir­cunscritas, se derrumbó, quebrantada por la catás­trofe espiritual de la Reforma, la ascensión verti­cal del espíritu europeo se vio frenada por la ex­pansión horizontal de la conciencia moderna. La conciencia no se desarrolló ya en altura, sino que ganó en extensión geográfica e intelectualmente. Fue la época de los grandes descubrimientos y del ensanchamiento empírico de nuestras nociones del mundo. La creencia en la sustancialidad del espí­ritu cedió, poco a poco, ante una afirmación cada vez más intransigente de la sustancialidad del mundo físico, hasta que, al fin—tras una agonía de casi cuatro siglos—, los representantes más avanzados de la conciencia europea, los pensado­res y los sabios, consideraron al espíritu como to­talmente dependiente de la materia y de las cau­sas materiales .

Sería un error, sin duda, imputar a la filosofía y a las ciencias naturales una inversión tan total. Siempre hubo numerosos filósofos y hombres de ciencia inteligentes que no dejaron de protestar, gracias a una suprema intuición y con toda la pro­fundidad de su pensamiento, contra esta inversión irracional de las concepciones; pero les era difícil imponerse, perdían popularidad y su resistencia resultaba impotente para vencer la preferencia sentimental y universal que—como una marea de fondo—llevó al orden físico hasta el pináculo. No se crea que transformaciones tan considerables en el seno de la concepción de las cosas pueden ser el fruto de reflexiones racionales; pues ¿existen aca­so especulaciones racionales capaces de probar o de negar alternativamente el espíritu o la ma­teria? Estos dos conceptos (cuyo conocimiento ca­be esperar de todo contemporáneo culto) no son sino símbolos notables de factores desconocidos, cuya existencia es proclamada o abolida según los humores, los temperamentos individuales y los altibajos del espíritu de la época. Nada impide a 'la especulación intelectual ver en la psique un fe­nómeno bioquímico complejo, reduciéndola así, en último término, a un juego de electrones, o, por el contrario, decretar que es vida espiritual la apa­rente ausencia de toda norma que reina en el cen­tro del átomo .

La metafísica del espíritu, a lo largo del si­glo xix, tuvo que ceder el puesto a una metafísica de la materia; intelectualmente hablando, esto no es más que un giro caprichoso, pero desde el punto de vista psicológico significa una revolución inau­dita en la visión del mundo: el más allá toma asiento en este mundo; el fundamento de las cosas, la asignación de los fines, las significaciones úl­timas, no deben salir de las fronteras empíricas; si damos crédito a la razón ingenua, parece que toda la interioridad oscura se convierte en exterio­ridad visible, y el valor no obedece ya sino al cri­terio del supuesto acontecimiento .

Tratar de abordar este trastocamiento irracio­nal por la vía de la filosofía es ir a un fracaso se­guro. Es preferible abstenerse, pues si en nuestros días a alguien se le ocurre deducir la fenomenolo­gía intelectual o espiritual de la actividad glandu­lar, puede estar seguro a priori, de la estima y de la receptividad de su público; si, por el contrario, alguien quisiera ver en la descomposición atómica de la materia estelar una emanación del espíritu creador del mundo, ese mismo público no haría sino deplorar la anomalía mental del autor. Y, sin embargo, estas dos explicaciones son igualmente lógicas, igualmente metafísicas, igualmente arbi­trarias e igualmente simbólicas. Desde el punto de vista de la teoría del conocimiento, tan lícito es ha­cer descender al hombre de la línea animal como a la línea animal del hombre. Pero, como es sa­bido, este pecado contra el espíritu de la época tuvo para Dacqué penosas consecuencias acadé­micas. No se puede jugar con el espíritu de la época, pues constituye una religión, más aún, una confesión o un credo, cuya irracionalidad no deja nada que desear; tiene, además, la molesta cuali­dad de querer pasar por el criterio supremo de toda verdad y la pretensión de detentar el privilegio del sentido común .

El espíritu de la época escapa a las categorías de la razón humana. Es un penchant, una inclinación sentimental que, por motivos inconscientes, actúa con una soberana fuerza de sugestión sobre todos los espíritus débiles y los arrastra. Pensar de una manera diferente a como se piensa hoy en general tiene siempre un aire de ilegitimidad intempes­tiva, de aguafiestas; es, incluso, algo casi incorrec­to, enfermizo y blasfematorio, que no deja de im­plicar graves peligros sociales para quien nada de forma tan absurda contra corriente. En el pasado era un presupuesto evidente que todo lo que exis­tía debía la vida a la voluntad creadora de un Dios espiritual; el siglo xix, por su parte, ha dado a luz la verdad, no menos evidente, de la universali­dad de las causas materiales. Hoy, no es la fuerza del alma la que se edifica un cuerpo, sino que, al contrario, es la materia la que, por su quimismo, engendra un alma. Este cambio radical haría sonreír si no fuera una de las verdades cardinales del espíritu de la época. Pensar así es popular; y, por tanto, decente, razonable, científico y normal. El espíritu debe ser concebido como un epifenó­meno de la materia. Todo contribuye a esta con­cepción, incluso cuando en lugar de hablar de «es­píritu» se dice «psique», y en vez de «materia» «el cerebro», «las hormonas», «los instintos», «las pul­saciones». El espíritu de la época se niega a con­ceder una sustancialidad propia al alma, ya que, a sus ojos, ello sería una herejía .

Hemos descubierto hoy que nuestros antepasa­dos se abandonaban a una presunción intelectual arbitraria: suponían que el hombre posee un alma sustancial, de naturaleza divina y, por consiguien­te, inmortal; que una fuerza propia del alma edi­fica el cuerpo, mantiene su vida, cura sus males, haciendo el alma capaz de una existencia extra-corporal; que existen espíritus incorpóreos, con los que el alma tiene relaciones, y un mundo espi­ritual más allá de nuestro mundo empírico, que confiere al alma una ciencia de las cosas espiritua­les, cuyos orígenes no se podría encontrar en el mundo visible .

Pero nuestra conciencia contemporánea no ha descubierto todavía que es igualmente presuntuo­so y fantástico admitir que la materia es, de un modo natural, generadora del alma; que los hom­bres descienden del mono; que la Crítica de la razón pura de Kant ha surgido de una mezcla ar­moniosa de hambre, amor y voluntad de poder; que las células cerebrales engendran los pensa­mientos; admitir, en fin, que todo esto obedece a la necesidad de las cosas últimas, y que no podría ser de otro modo .

Pues, ¿qué es en el fondo esta materia todopo­derosa? Es, todavía, un Dios creador, pero despo­jado de su antropomorfismo y vertido, a cambio, en el molde de un concepto universal cuya signi­ficación cada cual cree penetrar. Cierto es que la conciencia general ha adquirido una extensión inmensa, pero por desgracia sólo desde el punto de vista del espacio y no del de la duración; si no fuera así, nuestro sentimiento histórico sería mu­cho más vivaz. Si nuestra conciencia general no fuera puramente efímera, y tuviese al menos un poco de sentido histórico, sabríamos que en la época de la filosofía griega hubo transformaciones análogas de la divinidad, transformaciones que po­drían suscitar algunas críticas a propósito de nuestra filosofía contemporánea. Pero el espíritu de la época se opone con violencia a estas reflexio­nes. La historia, para él, no es más que un arsenal de argumentos utilizables, que permiten, por ejemplo, decir: ya el viejo Aristóteles sabía que..., etcétera .

Semejante situación obliga a que nos pregunte­mos sinceramente de dónde proviene la inquietan­te potencia del espíritu de la época. Sin duda al­guna, constituye un fenómeno psíquico de impor­tancia primordial, un prejuicio; por tanto, un per­juicio tan esencial en todos los casos, que no po­dremos llegar al problema del alma sin haber pasa­do por sus horcas caudinas .

Como decía más arriba, la propensión incoerci­ble a extraer preferentemente principios explica­tivos en el orden físico corresponde a la extensión horizontal de la conciencia a lo largo de los cuatro últimos siglos. Esta tendencia horizontal es una reacción frente a la verticalidad exclusiva de la era gótica. Es una manifestación de la psicología de los pueblos que, como tal, se desarrolla siempre al margen de la conciencia individual. Exactamen­te igual que los primitivos, actuamos primero de forma totalmente inconsciente, no descubriendo el porqué de nuestro acto hasta mucho después de haberlo realizado. Entre tanto, nos contentamos con una multitud de racionalizaciones aproximativas. Si tuviéramos conciencia del espíritu de nues­tro tiempo y un mayor sentido histórico, compren­deríamos que si damos preferencia a las explica­ciones basadas en el orden físico es porque en el pasado se recurrió de un modo abusivo al espíritu .

Esta toma de conciencia despertaría nuestro sen­tido crítico. Nos diríamos: es probable que este­mos cometiendo ahora el error inverso, que viene a ser, en el fondo, el mismo. Sobrestimamos las causas materiales creyendo haber encontrado así la clave del enigma, mecidos como estamos por la ilusión de conocer mejor la materia que el espíritu «metafísico». Ahora bien, la materia nos es tan desconocida como el espíritu. Nada sabemos de las cosas últimas. Sólo esta confesión nos de­vuelve el equilibrio .

No negamos por ello la estrecha intrincación del alma y de la psicología del cerebro, de las glándulas y el cuerpo entero; nos asiste siempre la profunda convicción de que los datos de la con­ciencia están profundamente determinados por nuestras percepciones sensoriales; no dudamos en absoluto de que la herencia inconsciente nos imprime rasgos de carácter inmutables, tanto fí­sicos como psíquicos; estamos indeleblemente marcados por la potencia de los instintos, que obstaculizan, favorecen o influyen de múltiples formas el devenir espiritual. Tenemos que confe­sar, incluso, que el alma humana, en principio, y cualquiera que sea el aspecto en que se la consi­dere, se presenta, sobre todo en sus causas, sus fines y su sentido, como una copia fiel de todo lo que llamamos materia, empirismo, mundo. Y, final­mente, como remate de estas concesiones, nos pre­guntamos si el alma no será, a pesar de todo, una creación de segundo orden, una especie de epife­nómeno totalmente dependiente del sustrato físico. Todo lo que en nosotros es razón práctica y participación en las cosas del mundo parece con­firmarlo, y sólo la duda respecto a la omnipoten­cia de la materia nos lleva a considerar con una mirada crítica este esquema científico del alma .

Se le ha reprochado ya a esta concepción que asimile lo psíquico a una secreción glandular; los pensamientos no serían sino una secreción cere­bral; se trata, en efecto, de una psicología sin al­ma. El alma, en esta concepción, no es un ens per se, una entidad que existe por sí misma, sino una simple emanación de los procesos físicos del sus­trato. El que estos procesos tengan la calidad de conciencia es un hecho que, en resumidas cuentas, hay que aceptar tal como es, pues, si no fuera así, no se podría hablar de psique; más aún, no se po­dría hablar de nada, al faltar hasta el propio len­guaje. La conciencia es, pues, la condición sine qua non de lo psíquico, es decir, es el alma misma. Por este motivo todas las «psicologías sin alma» modernas son psicologías de la conciencia, exclu­yendo todo psiquismo inconsciente .

No hay, en efecto, una, sino numerosas psicolo­gías modernas. El hecho es curioso: ¿no existe una matemática, una geología, una zoología, una bo­tánica, etc? Se cataloga un número tan grande de psicologías modernas que una universidad ameri­cana puede publicar cada año un grueso volumen titulado Las psicologías de 1930, etc. Yo creo que hay tantas psicologías como filosofías. Pues existe no una, sino numerosas filosofías. Si hago esta alusión es porque entre la filosofía y la psicología reina una conexión indisoluble, conexión que se debe a la compenetración de sus objetos. En pocas palabras: el objeto de la psicología es el alma; el de la filosofía, el mundo. Hasta hace poco, la psi­cología constituía una de las partes de la filosofía, pero, como previo Nietzsche, se inicia un desarrollo de la psicología que amenaza con engullir a la fi­losofía. La semejanza interior de estas dos discipli­nas se debe a que ambas consisten en una forma­ción sistemática de opiniones sobre temas que es­capan a un dominio total de la experiencia y, por consiguiente, a la trama de la razón empírica. Por ello mismo, ambas estimulan a la razón especula­tiva que empieza a elaborar concepciones; esta elaboración adquiere proporciones y aspectos de tal diversidad que, tanto en filosofía como en psi­cología, se necesitan numerosos volúmenes para resumir la multiplicidad de las opiniones. Ningu­na de estas dos disciplinas podría subsistir sin la otra; cada una proporciona a la otra, en un inter­cambio mutuo, tácito y, en general, inconsciente, el principio mismo del que procede .

La convicción moderna de la primacía de lo físico conduce, en último término, a una psicolo­gía sin alma, es decir, a una psicología en la que lo psíquico no podrá ser sino un efecto bioquími­co. No existe, por otra parte, psicología moderna, científica, cuyo sistema explicativo se base única­mente en el espíritu. Nadie se atrevería hoy a fun­dar una psicología cimentada en la hipótesis de un alma autónoma, independiente del cuerpo. La idea de un espíritu en sí, de un cosmos espiritual que formara un sistema cerrado, postulado nece­sario para la existencia de almas individuales y separadas, es, al menos entre nosotros, absoluta­mente impopular. Debo añadir, es cierto, que to­davía en 1914, en el curso de una Joint Session de la «Aristotelian Society», de la «Mind Associa-tion» y de la «British Psychological Society», asis­tí en el Bedford College de Londres a una reunión de estudio cuyo tema era: «Las almas individua­les, ¿están contenidas en Dios o no?» Si alguien, en Inglaterra, dudara del carácter científico de estas sociedades que reúnen a la crème de la intelectualidad inglesa, no sería escu­chado por su auditorio. En realidad, yo era uno de los pocos asistentes que sentía extrañeza ante aquel debate en el que se recurría a argumentos dignos del siglo xiii. Este ejemplo demuestra que la idea de un Espíritu autónomo, cuya existencia se postula naturalmente, no está todavía proscrita del intelecto europeo ni petrificada en el estado de fósil medieval .

Este recuerdo podría alentarnos a considerar la posibilidad de una psicología con alma, es decir, de una teoría del alma basada en el postulado de un espíritu autónomo. La impopularidad de seme­jante empresa no debe asustarnos, dado que la hipótesis del Espíritu no es más fantástica que la de la materia. Ignorando por completo el modo mediante el cual lo psíquico es susceptible de deri­varse de lo físico, y siendo lo psíquico, sin embar­go, un hecho de experiencia innegable, tenemos derecho a invertir, por una vez, las hipótesis y su- poner que el alma proviene de un principio espi­ritual tan inasequible como lo es el origen de la materia en la hipótesis contraria. Cierto es que semejante psicología no podría ser moderna, ya que se opone a lo que es actual. Por ello, mal que nos pese, tendremos que remontarnos a la doctrina del alma tal como la concebían nuestros antepa­sados que se alimentaron de esta hipótesis .

Según la vieja concepción, el alma representaba la vida del cuerpo por excelencia, el soplo de vida, una especie de fuerza vital que, durante la gestación, el nacimiento o la procreación, penetra­ba en el orden físico, espacial, y abandonaba de nuevo el cuerpo moribundo con su último suspi­ro. El alma en sí, entidad que no participaba del espacio pues era anterior y posterior a la realidad corporal, se encontraba situada al margen de la duración y gozaba prácticamente de la inmorta­lidad .

Evidentemente, esta concepción, vista desde el ángulo de la psicología científica moderna, es una pura ilusión. Como no pretendemos hacer aquí «metafísica», ni moderna ni antigua, busquemos sin prejuicios lo que hay de empíricamente justi­ficado en esta concepción pasada de moda .

Los nombres que el hombre da a sus experien­cias son a menudo muy reveladores. ¿De dónde proviene la palabra Seele (alma) ? El alemán Seele (alma) y el inglés soul son en gótico Saiwala, en germánico primitivo saiwalô, emparentado con el griego aiolos, que significa movedizo, abigarra­do, tornasolado. La palabra griega psyché significa también, como es sabido, mariposa. Por otra parte, saiwáló, es un compuesto del viejo eslavo sila = fuerza. Estas relaciones aclaran la signifi­cación original de la palabra Seele (alma): el alma es una fuerza motriz, una fuerza vital .

Los nombres latinos animus = espíritu y ani­ma = alma, son lo mismo que el griego anemos = viento. La otra palabra griega que designa al viento, pneuma, significa también, como se sa­be, espíritu. En gótico, encontramos el mismo tér­mino en la forma de us-anan = ausatmen = ex­pirar, y en latín, an-helare = respirar dificultosa­mente. En el viejo alto alemán spiritus sanctus se expresa con atum, Atem = aliento. En árabe, rih = viento, ruh = alma, espíritu. El griego psyché tiene un parentesco análogo con psycho — soplar, psychos = fresco, psychros = frío y physa = fuelle. Estas relaciones muestran claramen­te que en latín, en griego y en árabe el nombre dado al alma evoca la representación de viento agitado, de «soplo helado de los espíritus» .

Paralelamente, los primitivos tienen una visión del alma que le atribuye un cuerpo formado de soplos invisibles .

Fácilmente se comprende que la respiración, que es un signo de vida, sirve para designarla con el mismo derecho que el movimiento o la fuer­za creadora de movimiento. Otra concepción pri­mitiva ve al alma como un fuego o una llama, siendo el calor también una característica de la vida. Otra representación curiosa, pero frecuente, identifica el alma y el nombre. El nombre de un individuo sería, según esto, su alma, y de aquí la costumbre de reencarnar en los recién nacidos el alma de los antepasados dándoles los nombres de éstos. Esta concepción equivale a identificar la parte con el todo, el yo consciente con el alma que expresa; frecuentemente, el alma es confundida también con las profundidades oscuras, con la sombra del individuo; de aquí que pisar la som­bra de alguien sea una ofensa mortal. Esta es la razón de que el mediodía (la hora de los espíritus en el hemisferio sur) sea la hora peligrosa: la disminución de la sombra equivale a una amena­za contra la vida. La sombra expresa lo que los griegos llamaban el synopados, ese algo que nos sigue detrás, esa sensación imperceptible y vivaz de una presencia: también se ha llamado sombra al alma de los desaparecidos .

Estas alusiones bastan para demostrar de qué manera la intuición original elaboró la experien­cia del alma. Lo psíquico aparecía como una fuen­te de vida, un primum movens, como una presen­cia sobrenatural pero objetiva. Esto explica que él primitivo pudiera conversar con su alma; ésta tiene una voz, que no es exactamente idéntica a él mismo ni a su conciencia. Lo psíquico, para la experiencia originaria, no es, como para nosotros, la quintaesencia de lo subjetivo y de lo arbitrario; es algo objetivo, algo que brota de forma espontá­nea y que tiene en sí mismo su razón de ser .

Esta concepción, desde un punto de vista empí­rico, está perfectamente justificada; no sólo al nivel primitivo, sino también en el hombre civilizado, lo psíquico resulta ser algo objetivo, sustraí­do en gran medida a la arbitrariedad de la con­ciencia: así, somos incapaces, por ejemplo, de re­primir la mayoría de nuestras emociones, de transformar en buen humor un humor detestable, de provocar o impedir sueños. Hasta el hombre más inteligente del mundo puede ser presa en ciertas ocasiones, de ideas de las que no logra desembarazarse, a despecho de los mayores es­fuerzos de voluntad. Nuestra memoria da los sal­tos más increíbles sin que podamos intervenir más que con nuestra admiración pasiva; nos pa­san por la cabeza fantasías que ni hemos buscado ni esperamos. Es cierto que nos halaga ser los dueños en nuestra propia casa. En realidad, de­pendemos, en proporciones angustiosas, de un fun­cionamiento preciso de nuestro psiquismo incons­ciente, de sus sobresaltos y de sus fallos ocasiona­les. Además, después de estudiar la psicología de los neuróticos, resulta ridículo que haya todavía psicólogos que pongan a la conciencia y a la psi­que en el mismo plano. Por otra parte, la psicolo­gía de los neuróticos, no se diferencia, como es sabido, de la de los individuos considerados nor­males más que por rasgos insignificantes. Ade­más, ¿quién, en nuestros tiempos, tiene la perfec­ta seguridad de no ser neurótico? Esta situación de hecho justifica elocuentemen­te de un modo inmediato y peligroso, la vieja con­cepción según la cual el alma era una realidad autónoma no sólo objetiva, sino también arbitraria. La suposición que la acompañaba de que esta entidad misteriosa e inquietante es, al mismo tiempo, la fuente de vida, es perfectamente comprensible desde un punto de vista psicológico, pues la expe­riencia demuestra que el yo, la conciencia, brotan de la vida inconsciente: el niño pequeño presenta una vida psíquica sin conciencia del yo apreciable, y por ello los primeros años de la vida apenas si dejan huellas en la memoria. ¿De dónde surgen todas las ideas buenas y saludables que nos vie­nen de improviso al espíritu? ¿De dónde surgen el entusiasmo, la inspiración y la sensación de la vida en su plenitud? El primitivo siente en las profundidades de su alma la fuente de la vida; se siente impresionado hasta las raíces de su ser por la actividad de su alma, generadora de vida; y, por ello, acepta con credulidad todo lo que actúa sobre el alma, los usos mágicos de todo género. Para el primitivo, el alma es, pues, la vida abso­luta, que no imagina dominar sino de la que se siente dependiente en todas las relaciones .

La idea de la inmortalidad del alma, por inaudi­ta que nos parezca, no tiene nada de sorprendente para el empirismo primitivo. El alma es, sin duda, algo extraño; no está localizada en el espacio, mientras que todo lo que existe ocupa una cierta extensión. Suponemos con certidumbre que nues­tros pensamientos se sitúan en la cabeza; pero si se trata de los sentimientos ya nos mostramos indecisos, pues éstos parecen brotar más de la región del corazón. En cuanto a las sensaciones, están repartidas por el conjunto del cuerpo. Nues­tra teoría pretende que la conciencia se asienta en la cabeza. Los indios pueblos, por su parte, me aseguraron que los americanos estaban locos al pensar que las ideas se hallaban en la cabeza, puesto que todo ser razonable piensa con el co­razón. Ciertas tribus negras no localizan su psiquismo ni en la cabeza ni en el corazón, sino en el vientre .

A esta incertidumbre de la localización espacial se añade el aspecto inextenso de los estados psí­quicos, aspecto inextenso que aumenta a medida que se alejan de la sensación. ¿Qué dimensiones, por ejemplo, se puede atribuir a una idea? ¿Es pequeña, grande, larga, fina, pesada, líquida, rec­ta, circular? Si buscásemos una representación vi­viente de una entidad con cuatro dimensiones y, no obstante, al margen del espacio, el mejor mo­delo sería sin duda el pensamiento .

Sin embargo, ¡sería tan fácil todo, si fuera posi­ble negar sencillamente la psique! Mas para ello chocamos con la experiencia, inmediata en grado sumo, de algo existencial, implantado en el seno de nuestro mundo real de tres dimensiones, men­surable y ponderable, y que, desde todos los pun­tos de vista y en cada uno de sus elementos, es sorprendentemente dispar de esta realidad, no obstante reflejarla. El alma podría ser a la vez un punto matemático y tener la inmensidad de un mundo planetario. ¿Se le puede reprochar algo a la intuición ingenua según la cual una entidad tan paradójica raya en lo divino? Si el alma está al margen del espacio, es incorpórea. Los cuerpos mueren, pero ¿cómo podría aniquilarse lo invisible y lo inextenso? Además, la vida y el alma exis­ten antes que el yo y le sobreviven, como lo ates­tiguan el sueño y la existencia de los demás, cuando el yo, durante el sueño o en un síncope, no vive. ¿Por qué, ante estos hechos, la intuición pri­mitiva iba a negar que el alma existe al margen del cuerpo? Confieso que no advierto en esta pre­tendida superstición más absurdidad que en los resultados de las investigaciones sobre la herencia o en los de la psicología de los instintos .

Si se considera que las culturas antiguas, hasta las más primitivas, utilizaron los sueños y las vi­siones como fuente de conocimiento, se com­prende que la vieja concepción haya imputado al alma un saber superior, incluso divino. De he­cho, el inconsciente dispone de percepciones subliminales cuyas gama y extensión rozan lo ma­ravilloso; en el estadio primitivo, los sueños y las visiones, en un justo reconocimiento de este es­tado de hecho, son mirados como fuentes de infor­maciones importantes; sobre esta base psicológi­ca se han alzado, desde los tiempos más remotos, poderosas culturas, tales como las culturas india y china, que elaboraron filosófica y prácticamente, hasta en sus menores detalles, la vía del conoci­miento interior .

Apreciar la psique inconsciente, valorarla has­ta el punto de juzgarla digna de ser una fuente de conocimiento, no es en absoluto tan ilusorio como pretende nuestro racionalismo occidental. Nos­otros nos inclinamos a suponer que todo conoci­miento viene, en último análisis, del exterior .

pero hoy sabemos con certeza que el inconsciente posee contenidos que, si pudiéramos hacerlos conscientes, representarían un aumento inmenso de conocimientos. El estudio moderno de los ins­tintos en los animales—por ejemplo, en los insec­tos—ha aportado un rico acervo empírico que prueba, cuando menos, que si un ser humano se comportara, llegado el caso, como tal o cual insec­to, tendría una línea de conducta infalible. Natu­ralmente, es imposible probar que los insectos ten­gan una conciencia de su saber, mas para el sano sentido común es indudable que estas pulsiones inconscientes forman otras tantas funciones psí­quicas. También el inconsciente humano encierra todas las formas de vida y de funciones heredadas de la línea ancestral, de suerte que en cada niño preexiste una disposición psíquica funcional, ade­cuada, anterior a la conciencia. En el seno de la vida consciente del adulto, tal función inconscien­te instintiva hace sentir constantemente su pre­sencia y su actividad; en ella están ya preformadas todas las funciones de la psique consciente. El inconsciente percibe, tiene intenciones y pre­sentimientos, sentimientos y pensamientos, al igual que el consciente. Nuestra experiencia de la psicopatología y el estudio de la función onírica lo confirman abundantemente. Sólo hay una di­ferencia esencial entre el funcionamiento cons­ciente y el funcionamiento inconsciente de la psi­que: el consciente, a pesar de su intensidad y su concentración, es puramente efímero, se acomoda sólo al presente inmediato y a su propia circunstancia; no dispone, por naturaleza, sino de mate­riales de la experiencia individual, que se extien­den apenas a unos pocos decenios. Para el resto de las cosas, su memoria es artificial y se apoya esencialmente en el papel impreso. ¡Qué distinto es el inconsciente! Ni concentrado ni intenso, sino crepuscular hasta la oscuridad, abarca una exten­sión inmensa y guarda juntos, de modo paradó­jico, los elementos más heterogéneos, disponiendo, además, de una masa inconmensurable de percep­ciones subliminales, del tesoro prodigioso de las estratificaciones depositadas en el trascurso de la vida de los antepasados, quienes, por su sola exis­tencia, contribuyeron a la diferenciación de la especie. Si el inconsciente pudiera ser personifi­cado, tomaría los rasgos de un ser humano colec­tivo que viviera al margen de la especificación de los sexos, de la juventud y de la vejez, del naci­miento y de la muerte, dueño de la experiencia hu­mana, casi inmortal de uno o dos millones de años. Este ser se haría indiscutiblemente por encima de las vicisitudes de los tiempos. El presente no tendría más significación para él que un año cual­quiera del centesimo milenio antes de Jesucristo; sería un soñador de sueños seculares y, gracias a su experiencia desmesurada, un oráculo de pro­nósticos incomparables. Pues habría vivido un número incalculable de veces la vida del indivi­duo, la de la familia, la de las tribus, y la de los pueblos y conocería—como una sensación viva— el ritmo del devenir, del desarrollo y de la deca­dencia .
Por desgracia, o mejor por fortuna, este ser está soñando; al menos, tal nos parece, como si este in­consciente colectivo no tuviera conciencia propia de sus contenidos; sin embargo, no estamos más seguros de ello que con los insectos. Este ser co­lectivo no parece ya ser una persona sino más bien una especie de marea infinita, un océano de imágenes y de formas que emergen a la concien­cia con ocasión de los sueños o de los estados men­tales anormales .

Sería absurdo pretender que este sistema in­menso de experiencias de la psique inconsciente no es más que una ilusión; nuestro cuerpo visible y tangible es, también, un sistema de experiencias por completo comparable, que guarda todavía las huellas de desarrollo que se remontan a las pri­meras edades; forma indiscutiblemente un con­junto sometido a un fin, la vida, que de otro modo sería imposible. A nadie se le ocurrirá negar todo interés a la anatomía comparada o a la fisio­logía; el estudio del inconsciente colectivo y su utilización como fuente de conocimiento tampo­co puede ser considerado una ilusión .

Desde el punto de vista superficial, el alma nos parece esencialmente el reflejo de procesos exte­riores, que serían, no sólo los promotores ocasio­nales de ella, sino su propio origen primero. Del mismo modo, el inconsciente no parece explicable en principio sino desde el exterior, a partir del consciente. Sabido es que Freud, en su psicología, hizo esta tentativa. Pero sólo hubiera podido tener verdadero éxito si el inconsciente fuera, de hecho, un producto de la existencia individual y del cons­ciente. Sin embargo, el inconsciente preexiste siempre, al ser disposición funcional heredada de época en época. La conciencia es un brote tardío del alma inconsciente. Sería absurdo, sin duda, explicar la vida de los antepasados por los epígo­nos ulteriores; tal es la razón por la que, a mi mo­do de ver, es erróneo situar al inconsciente en de­pendencia causal del consciente. Lo contrario es, sin duda, más cierto .

Precisamente este punto de vista opuesto era el de la forma de ver tradicional, especie de vieja psi­cología que, presciente del inestimable tesoro de experiencias oscuras ocultas bajo el umbral de la conciencia individual y efímera, no consideró el alma del individuo más que en dependencia de un sistema cósmico espiritual. Para ella no se trataba sólo de una hipótesis, sino la evidencia manifiesta de que este sistema era una entidad dotada de vo­luntad y de conciencia, y hasta incluso un ser. Y a este ser se le llamó Dios, que se convirtió así en la quintaesencia de toda realidad. Dios era el ser más real, la prima causa, sólo mediante la cual podía ser explicada el alma. Esta hipótesis tiene su razón de ser psicológica: calificar de divi­no, en relación al hombre, a un ser más o menos inmortal, dotado de una experiencia más o menos eterna, no es totalmente injustificado .

Lo que precede esboza la problemática de una psicología basada, no en el orden físico como prin­cipio explicativo, sino en un sistema espiritual cuyo primum movens no es ni la materia y sus cualidades, ni un estado energético, sino Dios. In­vocando la filosofía moderna de la naturaleza, nos arriesgamos en este punto a la tentación de llamar Dios a la energía o al impulso vital, y de meter así en el mismo saco al espíritu y a la naturaleza. En tanto que semejante empresa quede limitada a las alturas nebulosas de la filosofía especulativa, el peligro no es grande. Pero si queremos operar de igual modo en las esferas inferiores de la ex­periencia científica, no tardaremos en perdernos en confusiones sin salida, al estar nuestras expli­caciones dirigidas a lograr un alcance práctico. En efecto, no pretendemos una psicología de am­biciones únicamente académicas y cuyas explica­ciones se queden en la práctica en letra muerta; necesitamos una psicología práctica, verdadera en su ejercicio, es decir, capaz de proporcionar expli­caciones confirmadas por sus resultados. En la palestra de la psicoterapia práctica, buscamos re­sultados viables, ajenos a la elaboración de teorías sin valor e incluso dañinas para el enfermo. Aquí es, a menudo, cuestión de vida o muerte el saber si la explicación debe recurrir a la materia o al espíritu. No olvidemos que, desde el punto de vista naturalista, todo lo que es espíritu es una ilusión, y que, por otra parte, el espíritu frecuentemente tiene que negar y superar un hecho físico inopor­tuno para afirmar su propia existencia. Si no re­conozco más que valores «naturales», minimizaré, entorpeceré o incluso aniquilaré con mi hipótesis física el desarrollo espiritual de mi enfermo. Si, por el contrario, en último análisis lo traspongo todo a las esferas etéreas, desconoceré y violenta­ré al individuo natural en su legítima existencia física. La mayoría de los suicidios que se producen en el transcurso de un tratamiento psicoterápico provienen de falsas maniobras de esta clase. La energía es Dios o Dios es la energía: esto importa poco, pues el hecho resulta impenetrable en todo conocimiento de causa. En cambio, debo estar al corriente de las posibilidades de explicaciones psi­cológicas .

El psicólogo moderno no está ya entregado a una u otra de estas actitudes; vacila entre las dos en una alternativa peligrosa, expuesto a la fácil tentación de un oportunismo desprovisto de todo carácter. Aquí está, sin duda alguna, el gran peligro de la coincidentia oppositorum, de la libe­ración del dilema de los contrarios por el intelecto que los supera. ¿Cómo de la equivalencia de dos hipótesis opuestas podría nacer otra cosa que una indecisión oscilante y sin fuerza sobre el vacío? Esta situación pone de relieve la ventaja de un principio explicativo único, que permita tomar un partido netamente definido. Tropezamos aquí indudablemente con un problema muy arduo. Ne­cesitamos una realidad, un fundamento explicati­vo real sobre el que podamos apoyarnos; y, sin embargo, al psicólogo moderno le es imposible contentarse con el recurso al orden físico, una vez que ha adquirido claramente conciencia de lo que la interpretación espiritualista tiene de justifica­do. Pero ya no podrá tampoco adoptar totalmente ésta, pues ello sería prescindir de los motivos de la validez relativa del punto de vista físico. En­tonces, ¿a qué carta quedarse? El estudio de este dilema y la búsqueda de su solución me han conducido a las siguientes re­flexiones: el conflicto entre la Naturaleza y el Es­píritu no es sino la traducción de la esencia para­dójica del alma; ésta posee un aspecto físico y otro espiritual que parecen contradecirse solo por­que, en último análisis, no captamos su esencia. Siempre que el entendimiento humano quiere aprender algo que, en último análisis, no com­prende ni puede comprender, para captar algunos aspectos de la cosa debe (si es sincero) someterse a una contradicción y escindir el objeto en sus apariencias opuestas. El conflicto entre el aspec­to físico y el aspecto espiritual no hace sino de­mostrar que lo psíquico es, en el fondo, algo ina­sible; sin duda alguna, es nuestra única y exclusi­va experiencia inmediata. Todo lo que experimen­to es psíquico; hasta en el caso del dolor físico lo que siento es su transcripción psíquica. Todas las percepciones de mis sentidos que me imponen un mundo de objetos espaciales e impenetrables son imágenes psíquicas que representan mi única experiencia inmediata, dado que estas imágenes son los únicos datos inmediatos de mi conciencia. Mi psique transforma y falsifica la realidad en proporciones tales que es preciso recurrir a expe­dientes a fin de constatar lo que las cosas son fue­ra de mí; por ejemplo, que un sonido es una vibra­ción del aire de una cierta frecuencia y que un color es una de las longitudes de onda de la luz .

En el fondo, estamos tan inmersos en nuestras imágenes psíquicas que no podemos penetrar la naturaleza de las cosas que nos son exteriores. Todo lo que llegamos a conocer no está formado más que de materiales psíquicos. La psique es la entidad real en grado sumo, puesto que es la úni­ca inmediata. En esta realidad, en la realidad del psiquismo, es en la que el psicólogo debe apoyarse. Si queremos ahondar más en esta última noción, pronto veremos que ciertas representaciones o imágenes emanan de un mundo reputado físico, del que nuestro cuerpo forma igualmente parte, mientras que otros provienen, sin que por ello sean menos reales, de una fuente llamada espiritual, aparentemente distinta del mundo físico. Imaginar el coche que deseo comprar o el estado en que se encuentra de momento el alma de mi padre falle­cido, irritarme por un obstáculo exterior o por un pensamiento íntimo, forma parte, psíquicamente hablando, de una misma realidad. La única dife­rencia es que en un caso las representaciones o sen­timientos se relacionan con el mundo de las cosas físicas y en el otro con el mundo de las cosas espiri­tuales. Si desplazo mi noción de realidad y la centro en la psique, entonces sólo esta noción está en su puesto y el conflicto entre la Naturaleza y el Espíritu como principios explicativos se re­suelve por sí mismo. Naturaleza y Espíritu no son ya en tal caso sino las designaciones de origen de los contenidos psíquicos que se concentran en mi conciencia. Cuando una llama me quema, no dudo ni un instante de la realidad del fuego. Pero cuando temo la aparición de un fantasma, me refu­gio al abrigo del pensamiento de que no es más que una ilusión. Ahora bien, el fuego es la imagen psíquica de un proceso objetivo cuya naturaleza física, en último análisis, no es desconocida; del mismo modo, mi miedo al fantasma, imagen psí­quica de un proceso mental, es tan real como el fuego, y el temor que siento, tan real como el dolor originado por el fuego. La operación mental a la que se reduce, en último término, el miedo al fan­tasma me es tan desconocida como la naturaleza última de la materia. No se me ocurre explicar la naturaleza del fuego de otro modo que por nocio­nes químicas y físicas; tampoco se me pasa por la cabeza explicar mi miedo al fantasma de otro modo que por factores psíquicos .

El hecho de que sólo la experiencia psíquica sea inmediata y de que, en consecuencia, la única rea­lidad inmediata no pueda ser sino de orden psí­quico, explica por qué el hombre primitivo siente los espíritus y las influencias mágicas con la misma concreción que los acontecimientos exte­riores. El primitivo no ha dividido todavía su ex­periencia original en contrastes irreductibles. En su universo, el espíritu y la materia se compene­tran y los dioses pueblan los bosques y los cam­pos. Es semejante todavía a un niño recién nacido, envuelto, como la crisálida por su capullo, por los sueños de su alma y por el mundo tal como es real­mente, anterior a la desfiguración que le infligen las dificultades de conocimiento de un entendi­miento incipiente. De la disgregación del mundo original en Espíritu y Naturaleza, el mundo occi­dental ha salvado la Naturaleza, en la que cree por temperamento y en la que se ve cada vez más en­redado, a través de todas sus tentativas dolorosas y desesperadas de espiritualización .

El mundo oriental, por su parte, ha elegido el es­píritu, decretando que la materia no es sino Maya, y se ha entumecido en su sueño en medio de la miseria y de la suciedad asiáticas .

La tierra, sin embargo, es una, y así como Orien­te y Occidente no han logrado desgarrar a la huma­nidad una en dos mitades adversas, así también la realidad psíquica persiste en su unidad originaria; espera a que la conciencia humana progrese desde la creencia en una mitad y la negación de la otra hacia el reconocimiento de las dos en tanto que elementos constitutivos del alma única .

La idea de la realidad psíquica, si se le prestara la atención que merece, constituiría, sin duda, la conquista más importante de la psicología mo­derna. Creo que la difusión de esta idea no es más que una cuestión de tiempo. Esta fórmula se im­pondrá, pues sólo ella permite apreciar las múlti­ples manifestaciones psíquicas en sus particulari­dades esenciales. Fuera de esta concepción es inevitable que sea violentada, según el caso, una u otra mitad de lo psíquico. Con esa fórmula adqui­rimos la posibilidad de hacerle justicia al aspecto de lo psíquico expresado en las supersticiones, la mitología, las religiones y la filosofía. Y, cierta­mente, no es cosa de subestimar este aspecto del alma. La verdad sensorial le basta, acaso, a la razón, pero no revela jamás un sentido de la exis­tencia humana que, al conmover y expresar al corazón, implicaría su adhesión. Las fuerzas del corazón son a menudo los factores que en última instancia llevan a la decisión, tanto en el bien como en el mal. Cuando no acuden en ayuda de nuestra razón, ésta queda las más de las veces impotente. ¿Acaso la razón y nuestras buenas intenciones nos han preservado de la guerra mundial o de cual­quier otro absurdo catastrófico? ¿Han nacido acaso de la razón las mayores transformaciones espiri­tuales y sociales? ¿Es la razón quien ha presidido la transformación de la vida económica antigua para conferirle la forma que tuvo en la Edad Media, o la expansión casi explosiva de la cultura islámica? Como médico, naturalmente, no me afectan de un modo inmediato estas cuestiones universales; de quien yo debo ocuparme es del enfermo. Hasta el presente era un prejuicio corriente en medicina el afirmar que se podía—que se debía—curar y cuidar la enfermedad en sí; pero en los últimos tiempos voces autorizadas se han alzado acusando de errónea a esta opinión y recomendando el tratamiento no de la enfermedad, sino del indivi­duo. Esta necesidad se nos impone también en el tratamiento de los males psíquicos. Considerar la enfermedad visible no es nada si nuestra mirada no abarca al individuo entero; pues nos hemos visto precisados a admitir que el mal psíquico no consiste en fenómenos localizados, estrechamente circunscritos, sino que, por el contrario, estos fenómenos son otros tantos síntomas de un actitud, profundamente defectuosa en algún aspecto, de la personalidad total. Una verdadera curación no se puede, pues, esperar de un tratamiento que con­sidere sólo los síntomas; sólo se puede esperar del tratamiento de la personalidad total .

Recuerdo, a este respecto, un caso muy ins­tructivo: se trataba de un joven extremadamente inteligente que, habiéndose entregado con interés a un estudio concienzudo de la literatura médica sobre el tema, había realizado un análisis circuns­tanciado de su neurosis. Me trajo el resultado de sus reflexiones en forma de una monografía nota­blemente escrita y, por así decirlo, lista para la im­prenta. Me rogó que leyera su manuscrito y que le dijera por qué no estaba todavía curado cuando sus conocimientos científicos le decían que debía estarlo. Tras la lectura tuve que confesarle que si a un enfermo le bastara para curarse comprender la estructura causal de su neurosis, desde luego él de­bería estar incontestablemente libre de sus males. Si no le estaba, ello se debía sin duda a algún error cardinal concerniente a su actitud general respecto a la vida y situado aparentemente al margen de la etiología sintomática de su neurosis. No sin sorpresa supe por su anamnesis que solía pasar el invierno en Saint-Moritz o en Niza; le pregunté quién pagaba estas estancias y resultó ser una pobre institutriz que le amaba y que aho­rraba a costa de su comida día a día el dinero ne­cesario para las vacaciones del joven. El motivo de su neurosis se hallaba en esta amoralidad, que explicaba, además, la ineficacia de la comprensión científica. En este caso el fallo inicial residía en la actitud moral. El enfermo juzgó mi opinión muy poco científica, ya que la moral no tenía nada que ver con la ciencia. Creía que, en nombre del pen­samiento científico, se podía eliminar una inmora­lidad que, en el fondo, él mismo no soportaba, y que se podía pretender que no había conflicto, puesto que la mujer que le amaba le daba gustosa aquel dinero. Podemos entregarnos, a este res­pecto, a todos los raciocinios científicos que que­ramos, pero ello no impedirá que la mayoría de los seres civilizados no soporten semejante actitud. La actitud moral es un factor real que el psicó­logo debe tener en cuenta si no quiere arriesgarse a las mayores equivocaciones. Lo mismo sucede de hecho con ciertas convicciones religiosas que, racionalmente infundadas, no por ello dejan de re­presentar para ciertas personas una necesidad vital. Estamos, una vez más, ante realidades psí­quicas capaces tanto de causar como de curar enfermedades. Cuántas veces he oído a un en­fermo exclamar: «¡Si conociera el sentido y el objetivo de mi existencia no tendría que soportar estos trastornos nerviosos!» Poco importa ser rico o pobre, tener familia y situación o no tenerla, pues lo que es preciso es que ello baste para dar un sentido a una vida. Se trata aquí más bien de la necesidad irracional de una vida llamada espi­ritual que no se encuentra ni en las universidades, ni en las bibliotecas, ni siquiera en las iglesias. No puede aceptar lo que se le ofrece, cosas que hablan al intelecto, sin conmover al corazón. En tal caso, el reconocimiento exacto por el médico del factor espiritual es de una importancia absolutamente vital, importancia que el inconsciente del enfermo subraya al producir, por ejemplo, en los sueños, contenidos cuya naturaleza debe ser calificada, en cuanto a lo esencial, de religiosa. Desconocer el origen espiritual de tales contenidos conduciría a un tratamiento equivocado y a un fracaso .

En efecto, las representaciones espirituales ge­nerales son un elemento constitutivo indispensable de la vida psíquica; se hallan en todos los pueblos que gozan de una conciencia ya algo liberada. Por eso, su ausencia parcial o incluso su negación incidental en los pueblos civilizados deben conside­rarse como un signo dé decadencia .

La psicología, en su desarrollo actual, se pre­ocupa especialmente del condicionamiento físico del alma; en el futuro, la tarea de la psicología será estudiar el condicionamiento espiritual de las operaciones psíquicas. Pero la historia natural del espíritu se encuentra hoy todavía en un estado comparable al de las ciencias naturales del si­glo xiii. Estamos apenas comenzando a confrontar experiencias .

Si la psicología moderna puede gloriarse de haber arrancado hasta el último velo que disimu­laba la imagen del alma, éste es sin duda el que ocultaba su apariencia biológica a los ojos de los sabios. Podemos comparar la situación actual con el estado en que se encontraba la medicina en el siglo xvi, al iniciarse la anatomía y cuando la fisiología estaba todavía en el limbo. De modo parecido, nosotros no tenemos sino algunas apreciaciones sobre la vida espiritual del alma. Hoy sabemos, es cierto, que se dan en el alma operaciones de meta­morfosis condicionadas espiritualmente y que se hallan, entre otras, en la base de las iniciaciones bien conocidas en la psicología de los primitivos o de los estados engendrados por el yoga. Pero todavía no hemos logrado definir las leyes singu­lares a las que obedecen. Sólo sabemos que la ma­yoría de las neurosis están relacionadas con una perturbación de estos procesos .

La investigación psicológica no ha logrado librar al rostro del alma de sus velos múltiples, pues ésta es lejana, inabordable y oscura como todos los se­cretos profundos de la vida. Lo más que podemos hacer es decir lo que ya hemos intentado y lo que pensamos emprender en el futuro para acer­carnos a la solución de este enigma impenetrable .
2. Reconquista de la conciencia 2

En el dominio psicológico siempre he sentido una extremada dificultad en comunicar a mi audi­torio cosas asequibles al gran público. Ya trope­zaba con esta dificultad cuando, siendo un joven médico, me encontraba en el asilo de alienados. En efecto, todo psiquiatra descubre, con asombro, que su opinión sobre la salud mental y sus trastor­nos no es tenida por competente y que la gente común pretende saber mucho más que él sobre esta materia. El enfermo, le dicen, todavía no se sube por las paredes, sabe dónde se encuentra, reconoce a sus parientes, ni siquiera ha olvidado su nombre; no está, pues, seriamente afectado, sino sólo un poco triste o un poco exaltado, y la idea del psiquiatra de que su enfermo padece tal o cual enfermedad no es más que un profundo error .

Esta frecuente constatación se ha extendido ya al dominio psicológico. Aquí las cosas son todavía mucho peor, pues todo el mundo pretende con gran seguridad que la psicología es precisamente lo que él conoce mejor. «Psicología» es siempre para el que acaba de llegar su psicología (que él es el único en conocer), cualquiera que sea la psicología a secas existente. Por instinto, todo hombre supone que su constitución psíquica, por personal que sea, pertenece a la «condición humana» y que cada uno, dentro del conjunto, es semejante a los demás, es decir, a él mismo. El hombre espera esta seme­janza de su mujer; la mujer, del hombre; los pa­dres, de los hijos; los hijos, de los padres, etc. Es como si cada uno mantuviera con su mundo in­terior las relaciones más inmediatas, íntimas y pertinentes, y como si el alma personal represen­tara al alma de toda la humanidad, de suerte que no hubiera obstáculo en conferir, por generaliza­ción, un valor universal a lo que se encuentra en sí mismo. El sujeto es presa de un asombro sin límites, se siente entristecido, asustado e in­cluso exasperado cada vez que esta regla no se confirma manifiestamente, es decir, cada vez que descubre que otro ser es realmente otro. Las diver­sidades psíquicas no despiertan por lo general el interés que se concede a simples curiosidades más o menos atractivas; se las siente más bien como penosas y casi insoportables o incluso como intolerables, falsas y condenables. Un comportamiento que difiere de una manera manifiesta de la norma general y admitida produce el efecto de una per­turbación introducida en el orden del mundo; es como un error que debe ser reparado lo antes posible, como una falta que es un deber denunciar y reprimir. Hay. incluso, como es sabido, impor­tantes teorías psicológicas cuyo principio supone la similitud en todo lugar y en todo tiempo del alma; hay motivos, pues, para explicarla—cualesquiera que sean las circunstancias—desde un solo punto de vista. La monotonía aplastante, postulada por semejantes teorías, está contradicha por la diver­sidad individual, que en el dominio psíquico llega a lo infinito. No obstante, prescindiendo de estas variaciones individuales, una de las teorías a las que aludo explica principalmente la fenomenolo­gía psíquica por la biología del instinto sexual (Freud), mientras que otra (Adler) se basa en la no menos conocida voluntad de poder. Esta con­tradicción conduce a ambas teorías a encerrarse en su principio inicial y a pretender que fuera de ella no hay salvación. Cada una de ellas niega el fundamento de la otra, y uno se pregunta en vano, a primera vista, cuál de las dos es la verdadera. Por mucho que los sostenedores de los dos partidos se esfuercen recíprocamente por ignorarse, su actitud no basta para eliminar la contradicción. La clave del enigma es, sin embargo, de una sim­plicidad desconcertante: cada una de estas dos teorías tiene razón en su sentido, al describir una psicología conforme a la de sus partidarios. Es, libremente ilustrada, la célebre frase del Fausto: «Te pareces al espíritu que concibes.» Pero volvamos a ese prejuicio, por así decirlo, inexpugnable del sentido común, de que todo en los demás es igual que en uno mismo. Aunque, en general, se concede sin dificultad la diversidad de las almas humanas, no por ello se olvida perpe­tuamente en la práctica que «el otro» es, en rea­lidad, otro ser, cuyos sentimientos, pensamientos, percepciones y deseos son diferentes de los nues­tros. Hay incluso teorías científicas, como hemos visto, que llegan hasta suponer que a todos nos aprieta el zapato en el mismo sitio. Junto a estas querellas intestinas entre concepciones psicológi­cas (divertidas, en último término), hay numero­sos postulados de igualdad, plenos de consecuen­cias sociales y políticas que olvidan, con gran lige­reza, la existencia de las almas individuales .

En lugar de irritarme en vano ante semejante estrechez de puntos de vista, me he extrañado de su existencia y me he dedicado a buscar los moti­vos a los que se puede achacar. Esta manera de considerar el problema me ha conducido a estudiar la psicología de los pueblos primitivos. En efecto, desde hacía mucho tiempo me sorprendió ver que lo que inclina las más de las veces al hombre hacia el prejuicio de igualdad de estructura psicológica y de identidad es, en parte, cierta ingenuidad. En la humanidad primitiva este prejuicio se extiende, en efecto, no sólo a todos los hombres, sino tam­bién a las cosas de la naturaleza, a los animales, a las plantas, a los ríos, a las montañas, etc. Todo posee algo de psicología humana, hasta los árboles y las piedras, que están dotados de palabra. Y al igual que entre los humanos hay algunos que se apartan manifiestamente de la norma común y que pasarán por ser magos, hechiceros, jefes de clanes o medicine-men, así también entre los animales habrá coyotes-médicos, pájaros-médicos, lobos-he­chiceros, etc., títulos honoríficos que sólo se con­fieren a un animal si se comporta de forma inusi­tada, contraviniendo el prejuicio tácito de la igualdad. Este prejuicio es manifiestamente una supervivencia poderosa de un estado de espíritu primitivo que se basa, en el fondo, en una diferen­ciación insuficiente de la conciencia individual. La conciencia individual o conciencia del yo es una conquista tardía de la evolución. Su forma original es una simple conciencia de grupo, toda­vía tan rudimentaria en ciertas tribus contempo­ráneas que ni siquiera se dan un nombre propio que los distinga de las poblaciones vecinas. Así he encontrado en África oriental una pequeña tribu que se llamaba a sí misma «la gente que está aquí». Esta primitiva conciencia del grupo se per­petúa en la conciencia familiar moderna; es fre­cuente encontrar familias en las que sería difícil caracterizar individualmente a sus miembros de otra forma que mediante su apellido, lo que, por otra parte, no parece afectar mucho a los inte­resados .

La conciencia del grupo, en el seno de la cual los individuos son perfectamente intercambiables, no representa el peldaño más bajo de la conciencia; testimonia ya, al contrario, cierta diferenciación. El primitivismo más rudimentario posee, sin duda, una especie de conciencia difusa de las cosas y del universo (Allbewusstsein), unida a una incons­ciencia total del sujeto sometido a las representa­ciones. A este nivel no hay persona actuante, sino sólo acontecimientos .

Cuando doy por descontado que lo que a mí me gusta conviene también a otros, tal suposición constituye una supervivencia notable de la noche originaria de la conciencia, de esa época en la que no existía todavía ninguna diferencia perceptible entre el yo y el tú, y en la que todos los seres pensaban, sentían y querían lo mismo. ¿Sucedía que el vecino no estaba «orientado» paralelamen­te? Se originaba una turbación. Nada provoca tanto pánico en los primitivos como lo extraordina­rio, tras lo que captan inmediatamente el peligro hostil. Esta reacción originaria sobrevive asimismo en nosotros: ¡con qué facilidad nos ofendemos si no se comparte nuestra convicción! Nos senti­mos heridos cuando a alguien no le parece bello lo que nosotros alabamos por su belleza. Todavía hoy perseguimos a cualquiera que no piense de acuerdo con nuestros pensamientos; seguimos queriendo imponer a los demás las opiniones que deben tener, queriendo convertir a los pobres pa­ganos con objeto de salvarles del infierno, que es —creemos con seguridad—la suerte que les espe­ra; experimentamos incluso un miedo abomina­ble ante la idea de quedarnos solos frente a nues­tra convicción .

La igualdad psíquica de los hombres es un pos­tulado tácito, una convención no formulada pero existente que proviene de la inconsciencia origina­ria del ser. En la humanidad de los orígenes ha­bía algo así como un alma colectiva en el lugar de nuestra conciencia individual, que no emergió sino gradualmente en el trascurso del progreso de la evolución. La condición primordial de la exis­tencia de la conciencia individual es su diferencia­ción respecto a la conciencia de los otros. Así, pues, se podría comparar la génesis de la evolución psíquica con un cohete que estalla ya al final en un haz de estrellas multicolores .

La psicología, en tanto que ciencia empírica, es de fecha muy reciente, Apenas si tiene cincuenta años y está todavía en mantillas. La hipótesis de la igualdad, hasta entonces dominante, impidió su desarrollo más precoz. Por ello se puede apreciar hasta qué punto la diferenciación de la conciencia es de fecha reciente. Apenas acaba de surgir peno­samente del sueño originario; está adquiriendo, lenta y torpemente, noción de sí misma. Acunarse en la ilusión de que se ha alcanzado alguna ci­ma sería una locura. Nuestra conciencia contem­poránea no es sino un recién nacido que empieza a decir «yo» .

Reconocer hasta qué grado increíble las almas humanas son diferentes entre sí fue una de las experiencias más impresionantes de mi vida. Si la igualdad colectiva no fuera un hecho originario y la fuente primera y la madre de todas las almas individuales, sólo sería una gigantesca ilusión .

Pero, a pesar de toda nuestra conciencia indivi­dual, no deja de perpetuarse inquebrantablemen­te en el seno del inconsciente colectivo, compara­ble a un mar sobre el cual la conciencia del yo navegara cual un navío. Por eso nada o casi nada del mundo psíquico originario ha desaparecido. Al igual que los mares separan los continentes con su inmensidad y los rodean como a islas, así la incons­ciencia originaria asalta por todas partes a las con­ciencias individuales. En el cataclismo de la de­mencia, el mar originario se lanza en oleadas des­encadenadas al asalto de la isla que apenas emer­ge y la traga. En el trascurso de los trastornos ner­viosos, hay diques que se rompen y campos férti­les que son devastados por la inundación. Los neuróticos son, sin excepción, habitantes de las costas, los más expuestos a los peligros del mar. Las llamadas personas normales habitan en el in­terior de las tierras, en un suelo seco y elevado, al borde de lagos y de ríos apacibles; ninguna ma­rejada, por poderosa que sea, puede alcanzarles, y él mar está tan lejos que llegan a negar su exis­tencia. La identificación con el yo puede ser tan profunda que los lazos que unen a la humanidad se aflojan y los hombres se alzan unos contra otros. Es grande la tendencia a que esto se pro­duzca pues las voluntades individuales no son nunca completamente idénticas. Y, para el egoís­mo primitivo, está claramente establecido que no es nunca el «yo» sino siempre otro quien «debe». La conciencia individual está rodeada por los abismos del inconsciente como por un mar amenazador. No está segura ni inspira confianza más que en la apariencia; en realidad, es algo frágil, vacilante sobre su base. En ocasiones, basta simplemente un poderoso afecto para perturbar de la forma más sensible el estado de equilibrio de la conciencia. El lenguaje lo expresa perfectamen­te: «La cólera me ha puesto fuera de mí», «me ha sacado de quicio», «no se le conocía ya», «se lo lle­vaban los demonios», «se salió de sus casillas» («aus der Haut fahren»), «hay cosas que le ponen a uno loco», «no sabía ya lo que hacía», etc... To­das estas frases corrientes muestran con cuánta fa­cilidad una impresión quebranta la conciencia del yo. Estas perturbaciones causadas por las im­presiones no sobrevienen, desgraciadamente, sólo por accesos, sino que pueden revestir un carácter crónico que engendra transformaciones durade­ras de la conciencia. Debido a conmociones psíqui­cas, zonas enteras de nuestra naturaleza pueden hundirse en lo inconsciente y desaparecer de la superficie de la conciencia para años, incluso de­cenas de años. De ello pueden derivarse transfor­maciones duraderas del carácter; por eso se dice, y con razón: desde tal o cual acontecimiento «pare­ce otro hombre». Semejantes desventuras no se dan sólo en sujetos que llevan el lastre de una gra­ve herencia o en neuróticos, sino también en per­sonas consideradas normales. Las perturbaciones suscitadas por las conmociones se llaman en len­guaje técnico fenómenos de disociación. En el cur­so de los conflictos psíquicos aparecen fallas de esta naturaleza que amenazan con arruinar la es­tructura quebrantada de la conciencia .

El habitante del interior, del mundo normal, que se jacta de no acordarse del mar, no vive tam­poco sobre un terreno seguro sino sobre un suelo friable en el que en cualquier momento, por algu­na hendidura continental, el mar puede precipi­tarse poderosamente. El primitivo conoce este pe­ligro por la vida de su tribu y gracias a su psicolo­gía propia; son los perils of the soul, los peligros del alma, según el término técnico, entre los que cabe distinguir la pretendida pérdida del alma y la posesión. Ambos son signos de disociación. En el primer caso, el primitivo dice que un alma le ha abandonado, que ha emigrado; en el segundo, que un alma, con gran contrariedad por su parte, ha inmigrado a él. Esta manera de expresar las cosas es, sin duda, un poco insólita, pero designa bastan­te bien esos síntomas que hoy llamamos fenóme­nos de disociación o estados esquizoides. Tales fe­nómenos no son síntomas absolutamente morbo­sos, y se dan también en las latitudes de lo normal. Son, en este caso, transformaciones del sentimien­to general de las cosas, saltos irracionales del tem­peramento, conmociones imprevisibles, aversiones súbitas, agotamientos psíquicos, etc. Se puede observar incluso fenómenos esquizoides análogos a la posesión del primitivo en el hombre conside­rado normal. Pues éste no es tampoco invulnera­ble al demonio de la pasión, ni está al abrigo de la posesión, aunque sólo sea por una fatalidad, por un vicio, por una convicción exacerbada; en resumen, por todo un haz de posibilidades que abren un abismo profundo entre él y los otros, suscitan­do un doloroso desgarramiento de su alma .

La escisión del alma es, para el primitivo, lo mismo que para nosotros, algo incongruente y en­fermizo. Nosotros la denominamos conflicto, ner­viosismo, demencia. No fue por error por lo que el relato bíblico de la Creación estableció una armo­nía plena y entera entre las plantas, los animales, los hombres y Dios en el símbolo del Paraíso, al comienzo de todo devenir psíquico, y por lo que discernió el pecado fatal en ese primer asomo de conciencia: «Seréis como dioses, conocedores del Bien y del Mal». Para el espíritu ingenuo, pe­car era necesariamente romper la Ley, la unidad sagrada de la noche originaria hecha de una con­ciencia vaga, difusa, de las cosas y del universo (Allbewusstsein). Era la rebelión satánica del in­dividuo contra la unidad. Era un acto hostil de lo inarmónico contra lo armónico, una ruptura de la alianza universal. Y, por ello, en la maldición divina se dice: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia, y ésta te aplastará la cabeza, y tú la herirás en el talón» .

Y, sin embargo, la conquista de la conciencia fue el fruto más precioso del Árbol de la Vida, el arma mágica que confirió al hombre su victoria sobre la tierra y que le permitirá—esperémoslo así, por lo menos—una victoria todavía mayor sobre sí mismo .

Conciencia individual significa ruptura y hostilidad. La humanidad ha hecho innumerables ve­ces tanto en su conjunto como en actos aislados, la penosa y vivaz experiencia de ello. En el indi­viduo, el período de disociación es un período de enfermedad; lo mismo ocurre en la vida de los pueblos. Sería difícil negar que los tiempos actua­les no son también una de estas épocas de disocia­ción y de enfermedad. La situación política y so­cial, la dispersión religiosa y filosófica, el arte y la psicología modernas: todo confirma esta opinión. Quienquiera que posea, aunque sólo sea una par­cela de sentimiento de responsabilidad humana, ¿puede sentirse a gusto? Con toda sinceridad, es preciso incluso confesar que nadie se siente a gus­to en este mundo contemporáneo; el malestar, por otra parte, es creciente. «Crisis» es un término médico que designa siempre un momento peligro­so de la enfermedad.

El germen del mal disociador cayó sobre el alma humana el día en que nació la conciencia, a la vez bien supremo y fuente de todos los males. Es difí­cil juzgar el presente inmediato en que vivimos. Pero si nos remontamos en la historia de la en­fermedad espiritual de la humanidad, encontra­mos accesos anteriores que podemos abarcar más fácilmente con la mirada. Una de las crisis más graves fue la enfermedad del mundo romano en el curso de los primeros siglos de la era cristiana. El fenómeno de disociación se reveló por fisuras de una amplitud sin precedente que disgregaban el estado político y social, las convicciones religio­sas y filosóficas, así como por una decadencia deplorable de las artes y las ciencias. Reduzcamos a la humanidad de entonces a las proporciones de un solo individuo; tenemos ante nosotros una per­sonalidad desde todos los puntos de vista altamen­te diferenciada, que en un principio ha consegui­do, con una suprema seguridad en sí mismo, extender su poder en derredor de sí, pero que, una vez alcanzado el éxito, se ha dispersado en un gran número de ocupaciones y de intereses dife­rentes; hasta tal punto y de tal forma que acabó por olvidar su origen, sus tradiciones e incluso sus recuerdos personales y se imaginó que era idénti­ca a tal o cual cosa, lo que la precipitó en un con­flicto irremediable consigo misma. Este conflicto ocasionó finalmente tal estado de debilidad que el mundo circundante, al que anteriormente había yugulado, hizo en ella una irrupción devastadora que apresuró el proceso de descomposición .

El estudio de la naturaleza del alma, al que me he consagrado durante varios decenios, me ha im­puesto, como a otros investigadores, el principio de no considerar jamás un hecho psíquico bajo un solo aspecto, sino tener siempre en cuenta tam­bién su aspecto contrario. Pues la experiencia, por poco vasta que sea, demuestra que las cosas tienen por lo menos dos caras, y a menudo más. La má­xima de Disraeli de no tomar demasiado a la lige­ra las cosas insignificantes y muy a pecho las co­sas importantes es otra expresión de la misma ver­dad; una tercera versión de ella nos la proporcio­naría la hipótesis de que toda manifestación psí­quica está compensada interiormente por su contrario o, para recurrir a los proverbios, de que «los extremos se tocan» y de que «no hay mal que por bien no venga» .

Así, toda enfermedad que disocia un mundo constituye al mismo tiempo un proceso de cura­ción; en otros términos, es como el punto culmi­nante de una gestación que anuncia los dolores del parto. Un período de agotamiento como el del Imperium Romanum es, a la vez, un período de alum­bramiento. No es casual que contemos nuestra era a partir del siglo de César, pues fue entonces cuan­do se produjo el nacimiento del personaje simbó­lico de Cristo, venerado por los primeros cristianos como Pez, es decir, como soberano del mes mun­dial3 de los peces, y que se convirtió en el espíritu dirigente de una era de dos mil años. Por así decir­lo, salió del mar, como el legendario profeta babi­lónico Oanes, quien también apareció en el mo­mento en que la noche originaria, henchida, estalló engendrando una época del mundo. Es cierto que Cristo dijo: «No he venido para traeros la paz, sino la guerra.» Pero lo que disocia también en­gendra lazos; por eso su enseñanza fue la del amor universal .

Nuestro retroceso en el tiempo nos concede el privilegio de poder contemplar esta imagen histó­rica con toda la claridad deseable. Pero si hubié­ramos sido contemporáneos suyos, con toda proba­bilidad hubiésemos figurado en el número de los que no se dieron cuenta de nada. Pues sólo un pequeño número de desconocidos tuvo entonces conciencia del Evangelio, de la Buena Nueva, mientras la humanidad tenía su atención ganada por la política, las cuestiones económicas y el de­porte. Las esferas religiosas y filosóficas se esfor­zaban por asimilar los tesoros del espíritu, que, procedentes del Cercano Oriente recién conquis­tado afluían al mundo romano. Sólo algunos pres­taron atención a la semilla que debía engendrar el gran árbol .

La filosofía clásica china conoce dos principios universales contradictorios: Yang, lo claro, y Yin, lo oscuro. Afirma que cuando uno de los princi­pios llega a la culminación de su potencia, el principio contradictorio germina y brota de su se­no. Es ésta una expresión particularmente meta­fórica del principio psicológico de la compensación nacida de la antinomia interior. Cuando una cul­tura alcanza su apogeo, tarde o temprano llega el término de su disolución. La descomposición —aparentemente insensata y desoladora, en una multiplicidad sin orden ni orientación, capaz de inspirar el disgusto y la desesperanza—contiene en su regazo oscuro el germen de una nueva luz .

Pero volvamos un instante a nuestra tentativa anterior de personificar en un individuo único la historia de la decadencia antigua. He señalado cómo se opera su disociación psicológica y cómo sobrevienen sus fatales accesos de debilidad, que le hacen perder el dominio de las condiciones am­bientales y que le convierten finalmente en una víctima de la destrucción. Supongamos ahora que este individuo viene a consultarme. Le haría el si­guiente diagnóstico: «Padece usted agotamiento, consecuencia de sus ocupaciones - demasiado di­versas y de su extraversión desmesurada. La mul­titud y la complejidad de sus obligaciones comer­ciales, personales y humanas le han hecho perder la cabeza. Es usted una especie de Ivar Kreuger, que fue un representante característico del espíritu moderno y europeo. Tiene usted que confesar, mi querido amigo, que se encuentra usted en un triste estado» .

Esta última confesión es, en la práctica, particu­larmente importante, pues los enfermos tienen una propensión indudable: la de continuar deba­tiéndose, de la forma más perjudicial, trabados por los viejos métodos, que no han hecho sino demos­trar su incuria, y agravar así su situación. Esperar no sirve de nada; la pregunta: «¿Qué hacer?» se impone, pues, de un modo inmediato .

Nuestro enfermo es un hombre inteligente; ha probado ya todos los pequeños remedios de la me­dicina, buenos y malos, y todos los regímenes; ha escuchado todos los consejos de las personas bien intencionadas. Por eso, con él no nos queda sino actuar como Till Eulenspiegel, que se reía a car­cajadas cuando la carretera subía y gimoteaba cuando descendía, contrariamente al pretendido sentido común. Pero, como es sabido, bajo su go­rro de loco se ocultaba un sabio que durante la subida se alegraba por la bajada que iba a venir. Sabiduría y locura mantienen, por lo demás, una amistad muy peligrosa .

Es preciso que encaminemos a nuestro enfermo hacia esa región en la que nace la unidad, el lazo con lo universal, región en la que sé produce ese nacimiento creador que «entredesgarra a la ma­dre» y que es, en el sentido más profundo, la cau­sa de todas las disociaciones de la superficie. Una cultura no se disocia, pare. Un sabio habría podido exclamar en los primeros años de nuestra era, con una seguridad inquebrantable, en esa Roma politi­zante, capital del mundo, entregada a todas las es­peculaciones y a la locura de las grandezas, ebria de los juegos del circo: «El germen de una época mundial futura acaba de brotar ya a la sombra de este desorden, semilla del árbol que, gracias a una convicción, una cultura, una lengua, acogerá a los pueblos bajo su ramaje, desde la occidental Tule hasta Polonia y desde el Cabo Norte hasta Si­cilia.» Pues ello es una ley psicológica .

Mi enfermo, con toda probabilidad, no creerá una palabra de todo ello. Por lo menos, exige expe­rimentarlo él mismo. Y es aquí donde comienzan las dificultades: pues el elemento compensador, la promesa de renovación, brota siempre, como de un modo intencionado, allí donde menos se le su­pone, allí donde, con toda objetividad, es menos plausible. Supongamos que nuestro enfermo no sea ya la personificación, construida enteramente, de una cultura desaparecida, sino que tengamos ante nosotros a un hombre de nuestra época, de carne y hueso, cuyo destino insigne es ser un re­presentante particularmente típico de la cultura europea moderna; constataremos inmediatamente que nuestra teoría de la compensación no le dice nada que le sirva. El padece, sobre todo, la enfer­medad de sabér-a-priori-todo-mejor-que-nadie, de que no existe absolutamente nada que no esté ya clasificado para él de una vez para siempre; en cuanto a su alma, es, en lo esencial, su propio des­cubrimiento, su libre albedrío hecho ley, obede­ciendo exclusivamente a su razón; sin embargo, cuando se excita, cuando, por ejemplo, padece sín­tomas psíquicos, estados de ansiedad, obsesiones, etc., se trata, y no puede tratarse de otra cosa, de enfermedades clínicamente constatables, con nom­bres perfectamente científicos y verosímiles. Lo psíquico, en tanto que experiencia íntima, original e irreductible, es para él letra muerta y no com­prende ni la primera palabra de lo que le digo, aun cuando se imagina comprenderlo perfecta­mente y escriba artículos y libros en los que de­plora el «psicologismo» moderno .

Es inútil, para cualquiera que sea, pretender atacar este estado de ánimo de frente, atrinchera­do tras murallas inviolables de libros, de periódi­cos, de opiniones, de instituciones y de profesio­nes. Entonces, ¿cómo le va a afectar ese germen de renovación unificador, ínfimo, tan ínfimo en su modestia que preferiría exhalar el último suspi­ro? ¿Hacia dónde encaminaremos a nuestro enfer­mo para darle una luz, un presentimiento de algo distinto, capaz de contrapesar su mundo trivial, que le tiene ensordecido? Debemos, a menudo con largos rodeos, conducirle a un lugar de su alma, oscuro, ridículo, fútil, aparentemente desprovisto de toda trascendencia y de todo valor; llevarle por una vía olvidada mucho tiempo atrás hasta una ilusión ya de muy antiguo plenamente descubier­ta, y que todo el mundo sabe que no es sino... Ese lugar se llama el sueño, esa creación efímera, in­cierta y grotesca de nuestras noches, y la vía se llama la comprensión de los sueños. Indignado, mi enfermo exclama con Fausto: ¡Me molesta toda esta estúpida hechicería! ¿Y tú me prometes que voy a curarme en este caos de locuras? ¿Necesito consejos de una vieja? ¡Desgraciado de mí si no sabes nada mejor!4 «¿No lo ha probado ya todo? ¿No ha comproba­do usted mismo que sus tentativas le devuelven siempre al círculo vicioso de su desorden presen­te?» Tal será mi punto de partida. «¿Dónde bebe­ría, entonces, una esperanza de renovación si ésta no puede florecer en punto alguno de su mundo?» Mefistófeles, en este punto, disimulando mal su satisfacción, murmura aparte: Pues entonces hay que apelar a la bruja, desfigurando así, según la manera satánica que le es propia, el viejo y «sacrosanto secreto de poli­chinela» de que el sueño es una visión interior. El sueño es una puerta estrecha, disimulada en lo que el alma tiene de más oscuro y de más íntimo; se abre a esa noche originaria cósmica que preformaba el alma mucho antes de la existencia de la conciencia del yo y que la perpetuará mucho más allá de lo que una conciencia individual haya al­canzado. Pues toda conciencia del yo está disper­sa; distingue hechos aislados procediendo por separación, extracción y diferenciación; sólo lo que puede entrar en relación con el yo es percibi­do. La conciencia del yo, incluso cuando roza las nebulosas más lejanas, no está hecha sino de en­claves muy delimitados. Toda conciencia especi­fica. Por el sueño, en cambio, penetramos en el ser humano más profundo, más general, más verda­dero, más duradero, que se hunde todavía en el claroscuro de la noche originaria, donde era un todo y donde el Todo estaba en él, en el seno de la naturaleza indiferenciada e impersonalizada. De estas profundidades, en que lo universal se unifi­ca, es de donde brota el sueño, aunque revista las apariencias más pueriles, más grotescas, más in­morales. El es de una ingenuidad florida y de una veracidad que hacen enrojecer de vergüenza a nuestras adulaciones autobiográficas. No tiene nada de extraño, pues, el que, en todas las cultu­ras antiguas, se haya visto en el sueño impre­sionante, en el «gran sueño», un mensaje de Dios. Debía ser un privilegio de nuestro racionalismo el explicar el sueño y su constitución exclusiva­mente por los residuos de la vida diurna, es decir, por las migajas del abundante festín de la vida consciente caídas en sus bajos fondos. ¡Como si estas profundidades oscuras no fueran sino un saco vacío que no contiene jamás sino lo que le cae de arriba! ¿Por qué se suele olvidar siempre que no hay nada grande ni bello en el vasto do­minio de la cultura humana que no sea debido pri­mitivamente a una repentina y feliz inspiración? ¿Qué se haría de la humanidad si la fuente de las inspiraciones se secara? Al contrario, el saco sería más bien la conciencia, que no contiene nunca más de lo que llega al espíritu .

Cuando el pensamiento huye de nosotros y le buscamos en vano es cuando apreciamos hasta qué punto dependemos de nuestras inspiraciones. El sueño no es otra cosa que una inspiración que nos viene de esa alma oscura y unificadora. ¿Qué ha­bría de más natural, una vez que nos hemos per­dido en los detalles infinitos y en el laberinto de la superficie del mundo, que detenernos en el sue­ño para buscar en él los puntos de vista capaces de llevarnos de nuevo a la proximidad de los he­chos fundamentales de la existencia humana? Pe­ro en este punto tropezamos con los prejuicios más arraigados: «Los sueños son mentira», se di­ce, no tienen realidad, mienten o no son más que realizaciones de deseos; tales son las excusas ale­gadas para no tomar a los sueños en serio, lo que sería singularmente incómodo. La audacia pre­suntuosa de la conciencia gusta del tabicamiento, a despecho de los inconvenientes que suscita; por eso somos tan poco inclinados a conceder cual­quier realidad a la verdad del sueño. Hay santos que tienen sueños bastante libertinos. ¿Qué sería de su santidad—que los sitúa tan por encima de la plebe humana—si la obscenidad de los sueños tuviera el menor valor de realidad? Son precisa­mente los sueños más desagradables los que po­drían acercarnos más a la humanidad hecha de nuestra sangre y atemperar con mayor eficacia la arrogancia de la derogación de los instintos. Todo un mundo se saldría de sus goznes sin que jamás la universalidad unificadora del alma oscura se viera parcelada. Al contrario, cuanto más se mul­tiplican y crecen las grietas de la superficie, más se afirma en las profundidades la fuerza del Uno .

Cierto que nadie puede ser persuadido, sin ha­berla experimentado, de la existencia en el hom­bre de una actividad psíquica independiente que actúa al margen de la conciencia; esta convicción es tanto más difícil de alcanzar cuanto que se tra­ta de una actividad que tiene lugar, no sólo en mí, sino en cada uno de nosotros. Sin embargo, si se compara la psicología del arte moderno con las conclusiones de la ciencia psicológica y éstas, a su vez, con la mitología y la filosofía de los diferentes pueblos, se reúne pruebas irrefutables de la exis­tencia de ese factor inconsciente colectivo .

Mi enfermo, sin embargo, tan acostumbrado a ver en su alma lo arbitrario que se maneja a dis­creción, me dirá que no ha advertido nunca que sus manifestaciones psíquicas atestigüen la menor objetividad. Al contrario, según él, llevan la sub­jetividad al colmo. Yo le responderé: «Entonces, usted puede hacer desaparecer inmediatamente, a voluntad, sus angustias y sus obsesiones. ¡Que los malos humores que hierven en su interior des­aparezcan de pronto! Debe bastarle con pronun­ciar la palabra mágica» .

Naturalmente, en su ingenuidad de hombre mo­derno, no ha observado que está completamente poseído por sus estados morbosos tanto como po­día estarlo un poseso en plena Edad Media. La di­ferencia no es importante: entonces se hablaba del diablo, hoy se llama neurosis pero la cosa es la misma; es siempre esa experiencia tan vieja como Adán y Eva: un dato psíquico objetivo, ex­traño, insuperable, ha penetrado, como un bloque inconmovible, en el seno de nuestro dominio arbitrario. Nos ocurre la misma desventura que al Proctofantasmista en el Fausto:

¡Seguís estando ahí! ¡Vamos, es inaudito!

¡Desapareced ya! ¡Ya hemos alumbrado!

A este montón de diablos no les importan las reglas;

por sensatos que seamos, siempre hay duendes en el [castillo .

Si nuestro enfermo es asequible a esta lógica, se ha dado un gran paso adelante. La vía que lleva a la experiencia íntima del alma está libre. Pero todavía no es practicable, pues surge ahora un nuevo prejuicio: suponiendo que se haga la expe­riencia de una potencia psíquica refractaria a nuestro buen placer arbitrario, de un elemento llamado psiquismo objetivo, no hay que ver toda­vía en ello más que un dato puramente psicológi­co, de una insuficiencia por completo humana, indeterminable y desordenada .

Es inaudito ver hasta qué punto los hombres se aferran a sus propias palabras; siempre se ima­ginan que detrás de cada una de ellas se oculta una realidad. ¡Como si se hubiera asestado un duro golpe al diablo por haberle llamado ahora neurosis! Esta confianza pueril y conmovedora es todavía una supervivencia de los buenos viejos tiempos en que se operaba con gran apoyo de fór­mulas mágicas. Lo que actúa bajo el nombre de diablo o de neurosis no es en absoluto influido por el nombre que se le aplica. Pues no sabemos lo que es la psique; al inconsciente le llamamos así por­que lo que él es nos es inconsciente. Sabemos tan poco lo que es la psique como el físico lo que es la materia. Sobre este tema no hay más que teorías, es decir, representaciones, en una palabra, imá­genes. Durante un tiempo, se las supone confor­mes con lo que representan, pero luego sobreviene un nuevo descubrimiento que derriba la concep­ción anterior. La materia ¿se ve afectada por ello o disminuida su realidad? No sabemos en absoluto con qué nos enfrenta­mos al tropezar con ese factor singular de pertur­bación al que designamos científicamente con el nombre de inconsciente o de psiquismo objetivo. Se ha querido ver en él—con una apariencia de justificación—instinto sexual o voluntad de poder. Esto es dejar aparte la significación específica de la cosa. Pues ¿qué es lo que hay detrás de esos instintos, que no son, desde luego, el objeto del mundo, sino sólo delimitaciones de la razón? El campo queda abierto para todas las interpretaciones. Se puede concebir también el inconsciente co­mo una manifestación del instinto vital mismo y relacionar la fuerza creadora y conservadora de la vida con las nociones bergsonianas de «impulso vital» o de «duración creadora». Otro paralelo po­sible sería la voluntad según Schopenhauer. Co­nozco personas que han sentido el poder ajeno en el seno de su propia alma como una manifestación divina; y ello por la excelente razón de que esta vía les ha permitido acceder a la experiencia reli­giosa y a su comprensión .

Gustosamente confieso que comprendo sin re­ticencia la desilusión de mi enfermo o de mi pú­blico cuando, en medio de la confusión del espíritu moderno, llamo su atención, ¡oh paradoja!, sobre el sueño como fuente de informaciones. Nada más natural que encontrar, en principio, semejante in­dicación de un ridículo total. ¿A qué puede aspirar el sueño, el fenómeno más subjetivo que exista y abocado a la nada, sobre todo en un mundo desbor­dante de realidades que nos encadenan? A las realidades hay que oponerles otras realidades igualmente palpables, y no sueños subjetivos, que sólo sirven para turbar el descanso y estropear el humor. Sin duda, con sueños no se construyen edificios, no se pagan los impuestos, no se ganan batallas ni se supera la crisis mundial. Tal es la razón de que mi enfermo y muchas personas espe­ran todavía que yo les diga cómo se puede domi­nar la situación insostenible y cuáles son los me­dios apropiados para ello. Pero aquí está precisa­mente nuestra desgracia: todos los medios que parecen practicables han sido ya preconizados sin éxito, o bien consisten en deseos imaginarios prác­ticamente irrealizables. Estos medios fueron siem­pre elegidos en función de la situación presente. Si alguien, por ejemplo, ve que su negocio entra en una fase peligrosa, es natural que busque, en­tre todos los medios para sacar a flote un negocio, el que le parezca que tiene las mayores posibili­dades de éxito. Pero ¿qué hacer cuando se han agotado todos los medios razonables y éstos, contra todo lo que se esperaba, no han hecho sino empeo­rar la situación? En este caso, es preciso interrum­pir lo antes posible la utilización de los pretendi­dos «buenos medios» .

Mi enfermo—y quizá toda nuestra época—está en esta situación; me pregunta angustiado: «¿Qué hago?»; y yo debo responderle: «Yo no lo sé mejor que usted». «Entonces, ¿no hay esperanzas?» Y yo responderé: «La humanidad, en el trascurso de los tiempos, se ha metido innumerables veces en callejones parecidos de los que nadie veía salida, pues todo el mundo estaba ocupado, dentro de su situación personal, en encontrar sabios planes. Nadie tenía el valor de confesar que el fracaso era general. Y, sin embargo, de pronto, de una forma inesperada, la pesada máquina empezaba de nue­vo a funcionar, de suerte que es siempre la misma vieja humanidad la que continúa existiendo, a pe­sar de sus transformaciones» .

Cuando consideramos la historia de la humani­dad sólo distinguimos la capa más superficial de los acontecimientos, enturbiada, además, por el espejo deformante de la tradición. Lo que ha ocurrido en el fondo escapa incluso a la mirada más escrutadora del historiador, pues la propia marcha de la historia está profundamente oculta, al ser vivida por todos y estar enmascarada a la mirada de cada cual. Está hecha de vida psíquica y de experiencias privadas y subjetivas en grado máximo. Las guerras, las dinastías, las transfor­maciones sociales, las conquistas y las religiones, no son sino los síntomas más superficiales de una actitud espiritual fundamental y secreta del individuo, actitud de la que él mismo no tiene con­ciencia y que, luego, escapa al historiador; quizá son los creadores de religiones los más reveladores en este sentido. Los grandes acontecimientos de la historia del mundo son, en el fondo, de una profunda insignificancia. En último análisis, sólo la vida subjetiva del individuo es esencial. Es ésta sólo la que hace la historia; es en ella donde se producen primero todas las grandes transforma­ciones; la historia entera y el futuro del mundo resultan, en definitiva, de la suma colosal de estas fuentes ocultas e individuales. Somos, en lo que nuestra vida tiene de más privado y de más sub­jetivo, no sólo las víctimas, sino también los ar­tesanos de nuestro tiempo. Nuestro tiempo somos nosotros .

Cuando yo aconsejo a mi enfermo: «Preste aten­ción a sus sueños», es como si le dijera: «Vuelva a lo que hay de más subjetivo en usted, a la fuente de su existencia y de su vida, a ese punto en el que usted participa, sin saberlo, en la historia del mundo. El obstáculo, de apariencia insuperable, con el que usted choca debe ser, en efecto, una dificultad insoluble, para que usted continué consumién­dose en busca de remedios cuya ineficacia está demostrada de antemano. Sus sueños son la ex­presión de su naturaleza subjetiva; por eso pue­den revelarle el fallo de una actitud que le ha conducido a un callejón sin salida» .

En efecto, los sueños son productos del alma inconsciente, son espontáneos, sin predetermina­ción, sustraídos a la arbitrariedad de la concien­cia. Son pura naturaleza y, por tanto, de una ver­dad natural y sin disfraz; ésta es la razón de que gocen de un privilegio sin igual para restituirnos una actitud conforme con la naturaleza fundamen­tal del hombre, si nuestra conciencia se ha alejado de su base y se ha quedado atascada en algún ato­lladero o en alguna imposibilidad .

Meditar sobre los propios sueños es volver a uno mismo. En el curso de estas reflexiones, la conciencia del yo no medita sólo sobre ella; se detiene en los datos objetivos del sueño como sobre una comunicación o un mensaje proceden­te del alma inconsciente y única de la humanidad. Se medita sobre el sí mismo y no sobre el yo, sobre ese sí mismo extraño que nos es esencial, que cons­tituye nuestro pedestal y que, en el pasado, engen­dró el yo; se nos ha vuelto extraño, pues nos lo hemos alienado al seguir la rutina de nuestra conciencia .

Si se admite, generalizando, la idea de que los sueños no son invenciones de nuestra arbitrarie­dad sino un producto natural de la actividad in­consciente del alma, los sueños reales no desauto­rizarán tampoco el deseo de ver en ellos un men­saje de alcance desconocido para nosotros. La in­terpretación de los sueños es una de las discipli­nas de la hechicería, y forma parte, como tal, de las artes malditas perseguidas por la Iglesia. Aunque nosotros, hombres del siglo xx, tengamos a este respecto una mayor libertad de espíritu, la idea de interpretar los sueños sigue estando tan censurada por el prejuicio histórico que tropeza­mos con ciertas dificultades para familiarizarnos con ella. ¿Existe, por lo demás—tendremos que preguntarnos—, un método de interpretación en el que se pueda confiar? ¿Podemos abandonarnos a las primeras especulaciones que se nos ocurran? Comparto sin reservas estos escrúpulos y estoy convencido incluso de que no existe ningún mé­todo de interpretación terminantemente puesto a prueba .

Por otra parte, no hay certeza absoluta en la in­terpretación de los hechos naturales sino dentro de unos límites muy estrechos, a saber, en la me­dida en que las conclusiones no superen a las premisas, es decir, en que no se encuentre en las cosas más de lo que se ha introducido en ellas. Toda nuestra interpretación de la naturaleza es temeraria. Los métodos no se desarrollan sino mucho tiempo después del trabajo de los pioneros. Como es sabido, Freud escribió un libro sobre La interpretación de los sueños , pero su trabajo pone de relieve lo que acabamos de decir: jamás aclara sino aquello que, según sus teorías, es sus­ceptible de figurar en el sueño. Esta concepción no está, naturalmente, en ningún aspecto, a la altura de la libertad exuberante de la vida oníri­ca, y, por consiguiente, oscurece más que aclara el sentido del sueño. Cuando nos hemos hecho una idea de la variabilidad infinita de los sueños, difí­cilmente se puede pensar, por otra parte, que pue­da existir alguna vez un método en este dominio, es decir, un camino a seguir, técnicamente prescri­to, capaz de conducir a un resultado infalible. Por lo demás, no es malo que falte este método; pues, si existiera, perjudicaría al sentido del sueño; li­mitado a priori, éste perdería precisamente esa virtud, esa aptitud de revelar un punto de vista nuevo que le hace tan precioso en psicología .

Lo mejor que se puede hacer es tratar al sueño como a un objeto totalmente desconocido; se le examina en todas sus facetas, se le toma, en cierto modo, en la mano y se le sopesa, se le lleva con uno mismo, se deja volar su imaginación, se le con­fía a otras personas. Los primitivos cuentan siem­pre, si es posible ante la tribu reunida, los sueños que les han impresionado; este uso estaba todavía acreditado al final de la antigüedad, pues todos los antiguos conceden al sueño una significación venerable. Este acto provoca una multitud de in­cidentes en el espíritu del soñador y le lleva ya a la periferia del sentido del sueño. El descubri­miento de tal sentido es—si así puede decirse— algo esencialmente arbitrario; pues es aquí, en su desciframiento, donde comienza la temeridad. Se­gún su experiencia propia, su temperamento y su gusto, se asignará al sentido del sueño fronteras más o menos amplias. Algunos se contentarán con poco; para otros, nada será suficiente. También el sentido, es decir, el resultado de la interpretación del sueño, dependerá en grado elevado de la in­tención del exégeta, de su previsión o de sus exi­gencias. La significación encontrada estará siem­pre involuntariamente orientada según ciertas premisas; de la honradez y de la conciencia em­pleadas por el investigador en la interpretación del sueño dependerán la posible ganancia que pue­de obtener de ella o el encadenamiento más pro­fundo todavía a los errores que comete. Por lo que se refiere a las premisas, podemos basarnos con certeza en el hecho de que el sueño no es una in­vención ociosa de la conciencia, sino una aparición natural y espontánea; este hecho no sería alterado en nada si se confirmase después que, al pasar a la conciencia, los sueños sufren ciertas transfor­maciones. Si tales transformaciones se producen, son tan rápidas y tan automáticas que apenas si son perceptibles. Tenemos, pues toda la libertad para considerarlas como dependientes de la fun­ción natural del sueño. Con igual certeza podemos suponer que los sueños emanan esencialmente de nuestra naturaleza inconsciente; son, por lo me­nos, síntomas de ella, que permiten, por inferencia, presentir su complexión. Por ello, los sueños son los instrumentos más adecuados para el estu­dio de la esencia misma del hombre.

Es preciso guardarse, en el trascurso del traba­jo de interpretación, de un fárrago de prejuicios y de supersticiones; ante todo, de la idea de que las personas presentadas por el sueño sólo encar­nan a esas mismas personas en la vida real. Pues no hay que olvidar jamás que se sueña, ante todo y casi exclusivamente, sobre uno mismo y a tra­vés de uno mismo. (Hay, para las excepciones, ciertas normas precisas que no me interesa citar aquí.) Si aceptamos esta verdad, en seguida se nos presentan problemas de gran interés. Recuer­do dos casos especialmente instructivos: en el primero, el sujeto soñaba con un vagabundo bo­rracho, tumbado en plena calle; en el otro, con una prostituta borracha que se revolcaba en un basurero. El primer caso era el de un teólogo; el segundo, el de una dama distinguida de la alta sociedad, y ambos se rebelaban y ofendían ante la idea de que se sueña sobre uno mismo y a través de uno mismo: no estaban en absoluto dispuestos a confesárselo. Les aconsejé con benevolencia que se concedieran una hora de meditación y busca­ran con aplicación y recogimiento en qué aspecto y de qué forma ellos no valían apenas más que aquel hermano borracho en la calle y aquella her­mana prostituta en el basurero. A menudo un gol­pe de efecto semejante se desencadena el proceso sutil del conocimiento de sí mismo. El «otro» con quien soñamos no es ni nuestro amigo, ni nuestro vecino; es el otro en nosotros, del que decimos con predilección: «¡Oh Dios, te doy las gracias por no haberme hecho como a ése!» Sin duda, el sueño, ese brote de la naturaleza, ignora las intenciones moralizadoras, pero expresa aquí la vieja ley, bien conocida, según la cual los árboles no crecen hacia el cielo, sino hunden en el suelo sus poderosas raíces .

Si tenemos presente en nuestro espíritu que el inconsciente encierra con profusión todo lo que le falta al consciente, y, por tanto, que el incons­ciente tiene una tendencia compensadora, podre­mos intentar sacar deducciones de un sueño, con tal de que no brote de capas psíquicas demasiado profundas. Si, por el contrario, es así, el sueño contendrá por regla general lo que se llama temas mitológicos, es decir, asociaciones de imágenes y de representaciones comparables a las que hay en la mitología de su propio pueblo o de los pueblos extranjeros. En este caso, el sueño contiene un sentido colectivo, es decir, un sentido general, hu­mano .

Pero esto no está en contradicción con la observación hecha más arriba de que soñamos siempre sobre nosotros mismos y a través del pris­ma de nuestra individualidad una y única. Aun­que seamos seres individuales, nuestra individua­lidad no por ello deja de estar incrustada en la condición humana. Un sueño con significación colectiva será, pues, en primer lugar, válido para el que lo ha soñado, pero expresará, al mismo tiempo, que la problemática momentánea del sujeto es compartida también por muchos de sus contemporáneos. Semejantes constataciones son, a menudo, de una gran importancia práctica, pues son numerosos los seres que, en su vida íntima, se sienten aislados del resto de la humanidad, prisio­neros del espejismo de que los dilemas que les agobian sólo les afectan a ellos entre todos los hombres. O bien se trata de sujetos exagerada­mente modestos que, «en el sentimiento agudo de su nada», han mantenido su actividad social por debajo de su nivel posible. Por otra parte, todo problema particular está en relación, de alguna manera, con los problemas de la época, lo que ex­plica que, por así decirlo, toda dificultad subjetiva pueda ser considerada en función de la situación general de la humanidad. En la práctica, sin em­bargo, esto no es admisible más que si el sueño utiliza verdaderamente una simbólica mitológica, es decir, colectiva .

Los primitivos llaman a estos sueños los «gran­des» sueños. Los primitivos del África Oriental que yo he estudiado, suponían que los «grandes» sueños no eran soñados sino por «grandes» perso­najes, es decir, por los hechiceros y los jefes. Nada hace pensar que esto, al nivel primitivo, no sea cierto. Entre nosotros, estos sueños se dan tam­bién en seres sencillos, en particular en aquellos que se confinan en una estrechez mental impues­ta. Es inútil decir que el estudio de uno de estos grandes sueños exige, para llegar a un resultado satisfactorio, mucho más que las solas conjeturas de una intuición más o menos adivinatoria. Son indispensables conocimientos extensos, que no deberían faltar a ningún especialista. Los conoci­mientos solos, sin embargo, no bastan; no deben ser en absoluto recuerdos momificados, sino, por el contrario, deben conservar en quien los maneja el sabor de la experiencia viva. ¿Qué significarán, por ejemplo, los conocimientos filosóficos en el cerebro de un hombre que no es filósofo de cora­zón? Quienquiera que desee interpretar un sueño debe poseer una envergadura personal compara­ble a la del sueño, pues, y esto de modo absoluto, jamás se reconoce en nada más de lo que se es .

El arte de la interpretación de los sueños no se aprende en los libros; los métodos y las reglas no son buenas más que para quien es capaz de pasar­se sin ellos. Sólo dispone de la facultad real de interpretación quien tiene la gracia del saber y de la comprensión viva, quien, siendo comprensivo, tiene este don graciosamente. Quien no se cono­ce a sí mismo no puede pretender conocer a los demás. Y en cada uno de nosotros duerme un ex­traño de rostro desconocido, que habla con nos­otros por medio del sueño y nos hace saber cuan diferentes son la visión que tiene de nosotros y aquella en la que nos complacemos. Por eso, cuan­do nos debatimos en una situación con dificulta­des insolubles, es el otro, el extraño en nosotros, quien puede, llegada la ocasión, abrirnos los ojos y difundir las únicas claridades capaces de trans­formar de arriba abajo nuestra actitud, esa acti­tud que nos ha llevado hasta la situación inextri­cable y que ha fallado .

A medida que, a lo largo de los años, me consa­graba a estos problemas, más se iba afirmando en mí la impresión de que nuestra educación moder­na es de una unilateralidad enfermiza. Desde lue­go, es juicioso abrir los ojos y los oídos de la ju­ventud a las perspectivas del vasto mundo, pero es locura creer que de esta forma se ha preparado suficientemente a los jóvenes para la vida. Tal educación permite exactamente a los jóvenes una aceptación exterior a las realidades del mundo; pero nadie piensa en una adaptación al sí mismo, a las potencias del alma cuya omnipotencia supera con mucho a todas las grandes potencias que pue­da ocultar el mundo exterior. Existe aún, es cier­to, un sistema de educación; proviene, en parte, de la antigüedad y, en parte, de los comienzos de la Edad Media. Se llama Iglesia cristiana. Sin em­bargo, no se puede negar que el cristianismo—en el curso de los dos últimos siglos, al igual que el confucianismo y el budismo en China—ha perdi­do gran parte de su eficacia educativa. Responsa­ble de ello no es la perversidad de los hombres, sino la evolución espiritual progresiva y general, cuyo primer síntoma fue la Reforma, que que­brantó la autoridad educativa e inició el proceso de demolición del principio de autoridad. La ine­vitable consecuencia fue un aumento de la impor­tancia del individuo, que se ha expresado con la máxima fuerza en los ideales modernos de huma­nidad, de bienestar social y de igualdad democrá­tica. La tendencia expresamente individualista de la última fase de nuestro desarrollo tiene por consecuencia un reflujo compensador hacia el hombre colectivo, cuya afirmación autoritaria constituye en la actualidad el centró de gravedad de las masas. No es de extrañar, pues, que reine actualmente una atmósfera de catástrofe, como si se hubiera desencadenado una avalancha que nadie podrá ya contener. El hombre, elemento anónimo de una masa, amenaza con ahogar, con tragarse al individuo, al ser humano tomado apar­te, sobre cuya responsabilidad reposa, sin embar­go, toda la obra edificada por mano humana. La masa, como tal, es siempre anónima e irresponsa­ble. Los llamados jefes son los síntomas inevita­bles de todo movimiento de masa. Los verdaderos jefes de la humanidad, sin embargo, son siempre aquellos que, meditando sobre sí mismos, aligeran al menos de su propio peso el peso de la masa, manteniéndose conscientemente alejados de la inercia natural y ciega, inherente a toda masa en movimiento .

Pero ¿quién es capaz de resistir a esta potencia de atracción abrumadora, en cuya corriente cada cual se agarra a su vecino y se arrastran unos a otros? Sólo puede resistir aquel que no se acanto­na en el exterior, sino que se apoya en su mundo interior y posee en él un puerto seguro .

Estrecha y oculta es la puerta que se abre al interior, innumerables los prejuicios, las preven­ciones, las opiniones, los temores que impiden el acceso a ella. Lo que se espera son grandes pro­gramas políticos y económicos, precisamente lo que siempre ha hecho atascarse a los pueblos. Por eso, hablar de las puertas ocultas del sueño y del mundo interior suena tan grotesco. ¿Qué puede esperar este idealismo nebuloso frente a un pro­grama económico gigantesco, frente a los proble­mas—los pretendidos problemas—de la realidad? Yo no me dirijo a las naciones; hablo a algunos hombres, a un pequeño grupo en cuyo seno se sabe perfectamente que las realidades de nuestra cul­tura no nos han caído del cielo, sino que son, en último término, obra de unos cuantos hombres extraordinarios. Si esa gran cosa que es la cultura va de mal en peor, ello depende simplemente de que los hombres tomados uno a uno van de mal en peor, de que yo voy de mal en peor. Razonable­mente, tendré que empezar por rehacerme yo mismo. Pero como la autoridad ya no tiene ins­tancia suprema y, así enucleada, ya no es un freno para el individuo, necesito un conocimiento y un reconocimiento de las bases más específicas y más íntimas de mi ser subjetivo, con objeto de edificar sobre los datos eternos del alma humana .

Si hasta ahora he hablado principalmente del sueño, ha sido porque quería citar simplemente uno de los puntos de partida, el más próximo y co­nocido, de la experiencia interior. Además del sueño, hay muchos otros de los que no puedo ha­blar aquí. Pues la exploración de las profundida­des del alma aclara muchas cosas que en la super­ficie apenas si nos atrevemos a imaginar. No es extraño que, a veces, se descubra en ellas la más poderosa y espontánea de todas las actividades es­pirituales, a saber, la actividad religiosa del espíritu. Pues ésta se halla mucho más profunda­mente arraigada en el hombre moderno que la sexualidad o la adaptación social. Así, conozco a personas para quienes el encuentro interior con la potencia extraña representa una experiencia a la que atribuyen el nombre de «Dios». También «Dios», tomado en este sentido, es una teoría, una concepción, una imagen que el espíritu humano crea, en su insuficiencia, para expresar la expe­riencia íntima de algo impensable e indecible. La experiencia viva es la única realidad, el único ele­mento indiscutible. Pues las imágenes pueden ser manchadas y desgarradas .

Los nombres y las palabras son vestiduras muy pobres para nuestras experiencias, pero, al menos, hacen presentir su naturaleza. El que hoy se llame al diablo neurosis, indica que esta experien­cia demoníaca es sentida como enfermedad, rasgo característico de nuestra época; el que se le llame represión de la sexualidad o instinto de poder, demuestra que estos impulsos fundamentales se encuentran en ella seriamente perturbados. El que se llame a las experiencias íntimas Dios, es que se desea destacar la significación universal y la profundidad infinita de las que se ha oído el eco en uno mismo. Viendo las cosas con una mi­rada lúcida, es esta última designación la que, por la lejanía de lo desconocido, resulta más prudente y, al mismo tiempo, más modesta, pues es ella la que deja a la experiencia íntima el juego más amplio, sin encerrarle en absoluto en la forma re­ducida de cualquier esquema conceptual. A menos que, naturalmente, no se le ocurra a alguien la ex­traña idea de pretender saber con precisión lo que es Dios .

Desígnese a la parte más honda del alma con el nombre que se quiera; no por ello la existencia y la naturaleza misma de la conciencia quedan de modo inaudito bajo su dominio, y en una medida tanto mayor cuanto más suceda esto sin saberlo nosotros. El profano, es cierto, difícilmente puede discernir hasta qué punto está influido en todas sus tendencias, sus humores, sus decisiones, por los datos oscuros de su alma, potencias peligrosas o saludables que forjan su destino. Nuestra con­ciencia intelectual es como un actor que hubiera olvidado que está interpretando a un personaje. Cuando la representación acaba, debe poder vol­ver a su realidad subjetiva, pues no podría con­tinuar viviendo el personaje de Julio César o de Ótelo; debe volver a su propio temperamento, ex­pulsado mediante un artificio momentáneo de su conciencia. Debe saber de nuevo que no era más que un personaje en un escenario, que se ha representado una obra de Shakespeare, que existe un director de escena y un empresario, cuyas opi­niones, antes y después de la representación, de­terminan la lluvia y el buen tiempo .


Libro segundo: 

Los complejos


3. Funciones y estructuras del consciente y del inconsciente


La psicología no es magia negra; es una ciencia: la ciencia de la conciencia y de sus datos; es, tam­bién, la ciencia del inconsciente, pero sólo en se­gundo lugar, pues el inconsciente no es directa­mente asequible, precisamente porque es inconsciente. Es cierto que hay personas que no temen afirmar: «El inconsciente carece de secretos para mí; le conozco como a la palma de mi mano.» Yo les respondo: «Usted quizá ha recorrido todo su consciente, pero su inconsciente lo desconoce com­pletamente, pues el inconsciente es en verdad in­consciente; es, precisamente, aquello de lo que no estamos informados.» No olvidemos este preámbu­lo; pues el término de «inconsciente» se utiliza con despreocupación, hablando, por ejemplo, de datos inconscientes, de ideas, imágenes, fantasías in­conscientes, etc. Es ésta una deplorable costumbre verbal. Cada corporación, como sabemos, tiene sus abreviaturas, su jerga. No se me reproche, pues, si llego a hablarles de una representación ima­ginativa inconsciente. Con todo rigor habría que decir una representación imaginativa que ha sido inconsciente; pues el inconsciente deposita en las playas de la conciencia una multitud de aporta­ciones, y cuando se les llama «inconscientes», no se hace sino designar su origen. Todo aquello de lo que somos conscientes es, naturalmente, asociado al yo por intermedio de la conciencia. El incons­ciente, en cambio, no nos es directamente asequi­ble; es preciso recurrir a métodos especiales que transfieren a la conciencia los contenidos incons­cientes. La psique inconsciente es de una natura­leza enteramente desconocida; sus productos son expresados siempre por la conciencia en términos de conciencia, esto es todo lo que podemos hacer; no podemos pasar de aquí y debemos tener siem­pre presentes estas circunstancias en nuestra mente como último criterio de nuestro juicio, cuando tratemos de inferir, de la calidad particular de los productos del inconsciente, la naturaleza de aquello de lo que deben haber salido .

Cuando nos preguntamos por la naturaleza de la conciencia, el hecho—maravilla entre maravillas— que más profundamente nos impresiona es que apenas se produce un acontecimiento en el cosmos, se crea simultáneamente y se desarrolla paralela­mente una imagen de él en nosotros, convirtién­dose así en consciente .

La conciencia no es continua. Es cierto que se habla de la continuidad de la conciencia, pero, en realidad, esta continuidad no existe y la impresión que nos la hace sentir es consecuencia del recuer­do. La conciencia es intermitente, discontinua. Si se suman las fases conscientes de una vida hu­mana obtendremos la mitad o los dos tercios de su duración total; el resto está formado de vida in­consciente: durante la noche estamos entregados al sueño, y durante la jornada son numerosas también las horas en las que no se es consciente más que a medias o en una tercera parte. En el fondo son pocos los momentos en los que se es real­mente consciente, en los que la conciencia alcanza un cierto nivel y una cierta intensidad. Lo que se manifiesta en los sueños no es más que un despre­ciable residuo de conciencia; en los sueños tene­mos un papel esencialmente pasivo: los sufrimos .

El inconsciente, en cambio, es un estado cons­tante, duradero, que, en su esencia, se perpetúa semejante a sí mismo; su continuidad es estable, cosa que no se puede pretender del consciente. A veces la actividad consciente cae en cierto modo por debajo de cero y desaparece en el inconsciente, donde continúa bajo forma de actividad incons­ciente. Cuando nuestra conciencia presenta su nivel habitual o incluso cuando alcanza una agudeza particular, el inconsciente no por ello deja de proseguir su actividad, es decir, su sueño perpetuo. Mientras escuchamos, hablamos o lee­mos, nuestro inconsciente continúa funcionando, aunque no percibamos nada. Con la ayuda de mé­todos apropiados se puede demostrar que el incons­ciente teje perpetuamente un vasto sueño que, im­perturbable, sigue su camino por debajo de la conciencia, emergiendo a veces durante la noche en un sueño o causando durante la jornada sin­gulares y pequeñas perturbaciones. Ciertas perso­nas, dotadas de una poderosa intuición y de la facultad de percibir sus procesos interiores, o al menos de presentirlos, cuentan que pueden tam­bién observar fragmentos de tal sueño en estado de vigilia, bajo forma de ideas repentinas, de ima­ginaciones, ínfimas parcelas que no consienten que se las restablezca en su conjunto continuo; se puede mostrar que estas briznas se revelan du­rante la vida diurna por síntomas, perturbaciones del lenguaje, actos fallidos y que todas estas per­turbaciones tienen entre sí secretas relaciones, a manera de raíces subterráneas entrelazadas. No siendo los contenidos del inconsciente como los del consciente inmediatamente asequibles, ne­cesitamos dividirlos en tres clases:



1. Contenidos inconscientes asequibles 

2. Contenidos inconscientes mediatamente ase­quibles .

3. Contenidos inconscientes inasequibles .


1. Los contenidos inconscientes asequibles están hechos de elementos de los que podríamos tener también conciencia, aunque, en general, no la tengamos. Así, por ejemplo, no tenemos de un modo claro conciencia de la posición de nuestro cuerpo en el espacio, de ciertos gestos o de ciertas expresiones de nuestro rostro, etc., sin que, no obstante, nada nos lo impida (ciertas personas, sin embargo, experimentan más dificultades para ello que otras) .

Hay también una multitud de cosas que efectua­mos inconscientemente. Si yo le pregunto, por ejemplo, a cuántas personas se ha encontrado usted por la calle hoy o a cuántas ha evitado, usted no es capaz de darme una respuesta, pues no ha prestado atención y no puede acordarse de ello. De todos es conocido el caso de la persona que saca su reloj de bolsillo, lo mira y se lo vuelve a guar­dar. Si un momento después, se le pregunta la ho­ra, tiene que volver a mirar el reloj, pues todos aquellos gestos los ha hecho sin darse cuenta y no ha adquirido un conocimiento consciente del tiem­po transcurrido. La orientación en el tiempo, sin embargo, revela una continuidad inconsciente; a menudo tenemos un sentido preciso del tiempo transcurrido, incluso durmiendo y sin ayuda de ningún medio consciente. Gracias a la hipnosis se puede hacer, por ejemplo, la experiencia siguiente: se sugiere a la persona hipnotizada que cuente los segundos a partir de un momento dado; el sujeto, despierto, los cuenta sin percatarse de ello; si se le hace dormir durante ciertos intervalos y se le pregunta luego cuántos segundos han transcu­rrido, es capaz de responder el número exacto .

Además, está también la masa de objetos y de acontecimientos de nuestra vida que han caído normalmente en el olvido, de los que no tenemos conciencia en un momento dado, pero que nos son asequibles en todo momento por poco que con­centremos sobre ellos nuestra atención .

2. Los contenidos inconscientes mediatamente asequibles son ya más coriáceos. Sin duda, a todo el mundo le ha ocurrido alguna vez, por ejemplo, conocer el nombre de una persona y no poderlo recordar; como suele decirse, se le tiene «en la punta de la lengua», sin lograr, no obstante, pro­nunciarlo: de momento es inasequible. Con la ayuda de pequeños recursos se consigue cazar al fin el nombre huidizo. O bien se hace un nudo en el pañuelo para recordar al verlo que se ha olvidado tal o cual cosa, lo que constituye ya un recuerdo mediato. Hechos análogos pueden produ­cirse también espontáneamente. He aquí un ejem­plo: un psicólogo se pasea por el campo y pasa ante una granja. Continúa su paseo, pero, de pronto, se siente asaltado por recuerdos de infancia tan intensos que se imponen a su atención; sorprendido, se pregunta: «¿Por qué me he ido de pronto a pensamientos de esa época? ¿Cuándo empezó esto?» Remontando el curso de sus pensa­mientos acude a su mente que los recuerdos infan­tiles comenzaron a surgir en él aproximadamente unos cinco minutos antes, al pasar por delante de la granja. Vuelve, pues, sobre sus pasos para bus­car el posible motivo de sus reminiscencias. Al acercarse de nuevo a la granja percibe un olor muy especial, el de un criadero de ocas, olor que estaba asociado a sus primeros años y del que había conservado el recuerdo. Al pasar la primera vez lo había respirado sin darse cuenta; pero el olor no dejó por ello de actuar sobre su inconscien­te, que empezó a elaborar recuerdos de sus prime­ros años. Se trataba, pues, de un contenido media­tamente asequible .

3. Pasemos a los contenidos inconscientes in­asequibles. Pueden existir en número indetermi­nado, pues ignoramos la amplitud que puede al­canzar el inconsciente, así como la posible riqueza de sus contenidos. Sabemos que ciertos vestigios, de los que podríamos, a decir verdad, acordarnos, son inconscientes en nosotros, tales como las remi­niscencias de la vida infantil, pues recordamos, sí, una multitud de incidentes de nuestra vida de niños, pero también olvidamos mucho: hasta la edad de cinco o seis años—y para ciertas personas hasta la edad de diez e incluso de quince años— la infancia está cubierta por una densa oscuridad .
Hay sujetos, como, por ejemplo, Spitteler, capaces de acordarse de sueños que se remontan a su se­gundo año; sin embargo, incluso cuando los re­cuerdos de la infancia se remontan a edades muy tempranas, los largos tramos de existencia vivida que se intercalan entre ellos han naufragado sin dejar rastros. La conciencia infantil, considerada retrospectivamente, se parece a un archipiélago de imágenes aisladas que emergen de las aguas .

Hay, también, en el hombre síntomas neuróticos que indican la presencia de contenidos inconscien­tes y que el sujeto no puede precisar ni definir .

Hay incluso estados en los que se es presa de sensaciones, de humores, de una tonalidad muy determinada, pero difíciles de describir, pues hun­den sus raíces en las esferas que están fuera del alcance de la conciencia .
Hay en el inconsciente, además, acontecimientos totalmente inaccesibles en un momento dado, por la buena razón de que no han sido nunca todavía conscientes: las ideas creadoras, por ejemplo, que brotan en nuestro espíritu de forma inesperada y que, previamente, no estaban todavía adscritas de modo alguno a nuestro consciente; carecíamos de relaciones con ellas y por ello dormitaban ence­rradas en la ganga del inconsciente, como siguen haciéndolo sus hermanas .

Citemos también percepciones más sutiles toda­vía, los presentimientos y las intuiciones: poco antes de que estallara la guerra de 1914, numero­sas personas tuvieron presentimientos singulares, estados afectivos que las dejaban atónitas, al no existir todavía la realidad a la que había que ads­cribirlos .

La conciencia es, por naturaleza, una especie de capa superficial, de epidermis flotante sobre el in­consciente, que se extiende en las profundidades, como un vasto océano de una continuidad perfec­ta. Kant lo había presentido: para él, el incons­ciente es el dominio de las representaciones oscu­ras que constituyen la mitad de un mundo. Si jun­tamos el consciente y el inconsciente, abarcamos casi todo el dominio de la psicología. La conciencia se caracteriza por una cierta estrechez; se habla de la estrechez de la conciencia, por alusión al hecho de que no puede abarcar simultáneamente sino un pequeño número de representaciones. He encontrado un caso que ilustra perfectamente este hecho: a una paciente que sufría una neurosis ob­sesiva se le había metido en la cabeza que tenía que interpretar al piano dos melodías a la vez y se martirizaba con este ejercicio hasta que le daba un síncope. Este caso demuestra lo poco capaces que somos de mantener a la par dos representa­ciones en la conciencia .

La conciencia es una especie de órgano de per­cepción y de orientación dirigido, en primer lugar, hacia el mundo ambiente. Está localizada en los hemisferios cerebrales, de los que es una de las funciones, mientras que el resto de la psique, según toda probabilidad, no está localizado en los hemisferios cerebrales, sino en algún otro lu­gar. Lo mejor para persuadirse de ello es hablar con primitivos. Tuve una vez una conversación con un jefe de indios pueblos, cuya confianza me había ganado diciéndole que yo era también de una tribu dedicada a la cría de ganado, pero que no vivía en el continente americano. Me habló con toda franqueza de las particularidades de los ame­ricanos y me dijo cosas muy interesantes, válidas también para los europeos. He aquí el punto cul­minante de nuestra conversación: —Los americanos están locos .

—Pero, ¿por qué? —¡Dicen que piensan con la cabeza! —¿Y no es así? —¡Claro que no: se piensa con el corazón! Para este hombre la conciencia intensa está formada de la intensidad del sentimiento, o, en términos científicos, llama psique a lo que afecta al corazón. Los miembros de ciertas tribus negras primitivas pretenden que el pensamiento tiene su asiento en el vientre; son tan primitivos e incons­cientes que sólo la actividad psíquica que les afecta a las entrañas llega hasta su conciencia y es considerada como expresión de la psique. Así, cuando algo les estomaga, «les muele el hígado» o les crea ciertos trastornos funcionales del abdo­men, lo perciben y concluyen de ello que es ahí, en el abdomen, donde está localizada la psique. Esto está también en el origen de ciertos sistemas hindúes de meditación, muy curiosos, que presen­tan una serie de escalones que comienzan en la región de la vesícula (las primerísimas manifesta­ciones psíquicas han sido percibidas en relación con trastornos de la vesícula) y que culminan en la cabeza, tras haber franqueado las etapas del estómago, del corazón y del cuello. Para nosotros, la conciencia está localizada en el cerebro. Pero la conciencia no es toda la psique; la psique es todo el cuerpo y cuyo centro, filogenéticamente, no estaba en la cabeza, sino en el vientre, en su amasijo de ganglios. Estos últimos constituyen sin duda la base original de la entidad psíquica, mien­tras que los hemisferios cerebrales han contribuido esencialmente a la elaboración de la conciencia, cuya localización indica ya que constituye una función perceptiva, un órgano de percepción. En efecto, todos los nervios sensoriales principales terminan en el cerebro, donde son registradas y agrupadas las comunicaciones enviadas por la su­perficie sensorial. Por consiguiente, es histórica­mente comprensible que la psicología en tanto que ciencia, cuyos comienzos se remontan a los siglos xvii y xviii, haya comenzado por interesarse por las percepciones de los sentidos y que los psi­cólogos hayan empezado por hacer derivar la conciencia de los sentidos, como si aquélla no con­sistiera sino en datos sensoriales. Toda la psicolo­gía científica, en sus comienzos, está basada en las sensaciones, y vemos que esto perdura hasta en pleno siglo xix; la concepción central que de ello resulta, a saber, la primacía de los sentidos y de la conciencia, continúa hasta cierto punto domi­nando aún en nuestros días; por ejemplo, en la obra de Freud, cuya teoría hace derivar el incons­ciente del consciente. De hecho, las cosas se presentan de forma esencialmente diferente; siendo las funciones psíquicas originarias estrechamente solidarias del sistema nervioso simpático, yo diría más bien que el elemento primero es, evidente­mente, el inconsciente, del que poco a poco se desprende la conciencia .

¿Qué es la conciencia? Ser consciente es percibir y reconocer el mundo exterior, así como al propio ser en sus relaciones con este mundo exterior. No es éste el lugar para hablar del mundo exterior, ya que el objeto propio de la psicología es el hom­bre. Verse en las relaciones con el mundo exterior significa reconocerse a sí mismo en su ambiente. ¿Qué es este «sí mismo»? Es, ante todo, el centro de la conciencia, el yo. Cuando un objeto no es susceptible de ser asociado al yo, cuando no existe un puente que una el objeto con el yo, el objeto es inconsciente; es decir, que para aquél es como si no existiera. Por consiguiente, se puede definir la conciencia como una relación psíquica con un hecho central llamado el yo. ¿Qué es el yo? El yo es una magnitud infinitamente compleja, algo como una condensación y un amontonamiento de datos y de sensaciones; en él figura, en primer lugar, la percepción de la posición que ocupa el cuerpo en el espacio, las de frío, calor, hambre, et­cétera, y luego la percepción de estados afectivos (¿estoy excitado o tranquilo?, ¿me es agradable o desagradable tal cosa?, etc.); el yo implica, ade­más, una masa enorme de recuerdos: si ma­ñana yo me despertara sin recuerdos, no sabría quién soy. Necesito disponer de un tesoro, de un fondo de recuerdos, que son como relaciones o notas que informan sobre lo que fue. No podría haber conciencia sin todo esto. Sin embargo, el elemento esencial parece ser el estado afectivo: cuando estamos dominados por un afecto es cuan­do tomamos conciencia de nosotros mismos con mayor agudeza, cuando nos percibimos a nosotros mismos con mayor intensidad. Por ello no es im­probable pensar que la conciencia originaria sur­gió durante un afecto; un golpe en la cara, por ejemplo, podría ser el origen de las primeras reflexiones del individuo sobre sí mismo .

Hay gran número de seres que no son sino parcialmente conscientes; incluso entre los eu­ropeos, muy civilizados, se encuentra un número importante de sujetos anormalmente inconscien­tes, para los que una gran parte de la vida trans­curre de forma inconsciente. Saben lo que les pasa, pero sólo imperfectamente se representan lo que hacen y lo que dicen. Son incapaces de percatarse del alcance de sus acciones; ¿qué es, en definitiva, lo que les hace conscientes? Si sobreviene un hecho inesperado o chocan con alguna costumbre o con algún hábito firmemente establecido, y si esta colisión provoca fatales consecuencias, la luz se hará en su espíritu, iluminando los motivos de su acción, haciéndoles sobresaltarse y conver­tirse en conscientes. Muchos sujetos no llegan a ser conscientes sino de esta forma, pues el yo sólo es intensamente consciente en el curso de mo­mentos afectivos de esta naturaleza. Del mismo modo los animales sacan enseñanzas, sobre todo de los estados afectivos; cuando, por ejemplo, un animal ha comido algo bueno o cuando ha recibido un golpe, queda en él una impresión que le deja huella y que crea, amalgamándose con las otras experiencias de la misma naturaleza, una cierta continuidad. Por esta razón es preciso considerar que también los animales, en cierto sentido, tienen un yo. Como se ve, este yo previo es una condi­ción sine qua non de toda conciencia. Dentro de esta relación es importante ser egoísta o egocén­trico, al objeto de la toma de conciencia de sí mismo. El egoísmo, hasta un cierto grado, es una pura necesidad. Sin este poderoso impulso fun­damental no podríamos mantener nuestra con­ciencia y volveríamos a caer en un estado cre­puscular. Difícilmente nos hacemos una idea de ello, pero observen a un primitivo y constatarán que, si no es animado por algún acontecimiento, nada se produce en él; permanece sentado durante horas en una inercia total; si le preguntamos en qué piensa, se ofende, pues pensar es a sus ojos el privilegio de los locos. No hay, pues, motivos para suponer que en él se agite un pensamiento; sin embargo, su estado está asimismo muy lejos de ser un estado de reposo absoluto; el incons­ciente ejerce en él una actividad vivaz, de la que pueden brotar ideas repentinas e interesantes, pues el primitivo es un maestro en el «arte» de dejar hablar a su inconsciente y de prestarle una fina atención .

La conciencia, órgano de orientación, utiliza ciertas funciones para orientarse en el espacio exterior, en su ambiente. (Tiene a su cargo, ade­más, la orientación en el espacio interior; volve­remos sobre esto.) En el espacio exterior figuran objetos que son manifiestamente diferentes de nosotros mismos. Para percibir este mundo de objetos y para orientarnos en él, utilizamos sobre todo las impresiones sensoriales. No hablaré en lo que sigue de las impresiones sensoriales tomadas una a una; las reúno bajo la rúbrica de «la sensa­ción», que las engloba a todas .

La sensación nos indica, por ejemplo, si el es­pacio en el que nos encontramos está vacío o si figura en él algún objeto, si el objeto está en estado de reposo o si se mueve. La sensación, en tanto que función psíquica, es por esencia irra­cional. ¿Por qué? Lo vamos a comprender. Si de­seamos percibir una sensación en forma todo lo espontánea y pura que sea posible, debemos pres­cindir de toda previsión respecto a lo que vamos a percibir, pues, en general, esta previsión perju­dicaría ya a la sensación futura. Si desearnos expe­rimentar una sensación y nada más que una sensa­ción, debemos excluir todo lo que sea susceptible de perturbar su percepción. Debemos ser todo ojos y oídos, pero no hacer nada ni tolerar tam­poco la menor intromisión: guardémonos, por ejemplo, de reflexionar sobre el origen de la excitación sensorial. No debemos saber nada sobre él; de no ser así, nuestra percepción sería de antemano sofisticada, desfigurada, incluso reprimida. Cuando, por ejemplo, un espectáculo cau­tiva nuestra atención, nos olvidamos de escuchar y a la inversa. La sensación, para ser pura y viva, no debe incluir ningún juicio, ni ser influenciada o dirigida; debe ser irracional .

Una segunda función nos dice, una vez que la sensación ha constatado la presencia de un objeto en el espacio en el que nos encontramos, lo que este objeto es. Este acto, esta función de conoci­miento es, en un plano primitivo, lo que se llama el pensamiento. Éste es una función racional: juzga, excluye; es su tarea primordial; a él le corresponde precisar lo que una cosa es. Debe aprehender su especificidad, diferenciarla de lo que no es, cosa que es una función racional .

Una vez que hemos constatado la presencia de un objeto en nuestra proximidad y que nos hemos enterado de que es esto o aquello, nuestras infor­maciones se limitan todavía a la impresión sen­tida en el momento presente. Ahora bien, este dato actual, instantáneo, tiene un pasado y un futuro. Ha sido y devendrá. Representa, pues, en ese ins­tante, una fase de un proceso de metamorfosis, pues a la larga nada es, todo se transforma. Por consiguiente, la cosa cuya existencia actual hemos constatado posee rasgos que denotan el pasado y hacen presentir el futuro. Estos rasgos, sin em­bargo, no están incorporados a la forma actual; sólo prestan a ésta una atmósfera que flota y la rodea. Sin duda, también aquí los sentidos pueden sernos de alguna utilidad, y el pensamiento, asi­mismo, puede realizar ciertas constataciones; pero, además, tenemos el dominio de las suposiciones, de los presentimientos, de las «impresiones vagas», como las llamamos. Tenemos cierto olfato para el origen de las cosas y presentimos su evolución, su devenir futuro: esta es la esfera de la intuición. La intuición es una función que, normalmente, se emplea poco, tanto más cuanto se vive una vida regular, entre cuatro paredes, forzada a un trabajo rutinario. Pero si uno se ocupa de la bolsa o vive en el África central, emplea sus hunches 6 con toda naturalidad. No podemos, por ejemplo, prever si a la vuelta de un matorral nos vamos a encontrar con un tigre o un rinoceronte, pero sí podemos tener un hunch que quizá nos salve la vida. La gente que vive expuesta a las condiciones naturales hacen un gran uso de la intuición; también la utilizan todos aquellos que arriesgan algo en un dominio desconocido, que son pioneros de una u otra forma: los inventores, los jueces, et­cétera. En cuanto uno se encuentra en presencia de condiciones nuevas, todavía vírgenes de valores y de conceptos establecidos, se depende de esta facultad de intuición .

Tras haber constatado las cosas en su objetivi­dad, no debemos perder de vista que no son únicas en el universo; también nosotros estamos incluidos en él. Entre la cosa y yo o entre mí mismo y la cosa hay relaciones, lazos; de una u otra forma yo soy afectado por todos los objetos, agradables o desagradables, interesantes o repugnantes, desea­dos u odiados por mí: esta es la esfera del senti­miento. El sentimiento me dicta el valor que un objeto tiene para mí. Es una función racional que formula un juicio preciso, mientras que la intuición, percepción espontánea de posibilidades vagas, es una función irracional .

Provistos de estas cuatro funciones de orienta­ción que nos dicen si una cosa existe, qué es, de dónde procede y hacia dónde tiende, y, en fin, lo que ella representa para nosotros, estamos ya orientados en nuestro espacio psíquico. De este modo se encuentran también precisadas las nece­sidades de nuestra orientación. En general, pode­mos utilizar estas cuatro funciones como quera­mos: quiero mirar, observar, oír (sensación); quiero saber lo que es tal cosa (pensamiento), qué valor tiene para mí (sentimiento), etc. Pero tam­bién sabemos por experiencia que estas mismas funciones son susceptibles de ejercerse automá­ticamente; por ejemplo, cuando una sensación irrumpe en nuestra pasividad al margen de todo deseo por parte nuestra o incluso imponiéndosenos en contra de nuestra voluntad. Si resuena fuera un cañonazo, no hay nada que me haya preparado para oírlo y, sin embargo, la detonación me ensor­dece: la percibo involuntariamente .

Todas estas funciones no se ejercen sólo en la conciencia, sino también en el inconsciente. Si re­suena una detonación mientras duermo, puedo, quizá, percibirla y amalgamarla con un sueño. Soy, entonces, enteramente pasivo; de la misma manera, relaciones y juicios intelectuales o senti­mentales pueden formarse en el inconsciente y desarrollarse involuntariamente durante el sueño. Nuestras cuatro funciones primordiales no son, pues, únicamente patrimonio del consciente; son en sí mismas funciones psíquicas, susceptibles de ejercerse sin la participación de la conciencia .

Estas funciones están dotadas cada una de ener­gía específica; les es inherente una tensión ener­gética que preside su actividad; existe, evidente­mente, un gran margen de variaciones individua­les. El caso ideal sería aquel en que las cuatro funciones estuvieran dotadas de los mismos recur­sos energéticos; se ejercerían entonces las cuatro en igual proporción. Grados de actividad muy dife­rentes en ellas pueden ser el origen de perturba­ciones. Así, no debemos ni podemos contentarnos con constatar simplemente que una cosa existe; nos es preciso también enterarnos de lo que es, sentir el valor que tiene para nosotros, olfatear, inducir de dónde procede y hacia qué tiende. Si una de estas funciones no es empleada, se des­arrolla y se pierde en el inconsciente; provoca entonces una activación poco natural de éste, pues la evolución humana ha llegado a un estadio en el que estas funciones pueden y deben ejercerse en la conciencia. En la mayoría de las personas, una de las funciones es ejercida, desarrollada y dife­renciada con predilección, en detrimento de las otras, que vegetan en una inconsciencia más o menos vasta, lo que provoca en estos sujetos una unilateralidad singular. Subrayemos, por otra parte, que no es posible hacer simultáneamente a todas las funciones conscientes en alto grado ni diferenciarlas todas a la vez. En general, solemos dar la preferencia a una de las funciones; proba­blemente porque nuestras aptitudes, nuestra dife­renciación cerebral o la energía de que dispone­mos no bastan para proveer igualmente a las cuatro funciones a la vez. De ello resultan diferen­ciaciones singulares y específicas de la psique humana .

La energía propia, inherente a una de las fun­ciones en ejercicio, puede ser decuplicada, por lo que llamamos la atención y la voluntad. La aten­ción no constituye más que un aspecto de la vo­luntad. Podemos aumentar la energía específica de una función por un acto de voluntad, que nos per­mite dirigirla, hacerla exclusiva, adecuando ciertos registros suyos a expensas de algunas de las res­tantes. Así, en un concierto nos concentramos y somos todo oídos. El yo está dotado de un poder, de una fuerza creadora, conquista tardía de la hu­manidad, que llamamos voluntad. Al nivel primi­tivo, la voluntad no existe todavía; el yo no está hecho sino de instintos, de impulsos y de reaccio­nes; de la voluntad no ha aparecido todavía la menor traza. También en los animales se encuen­tra una multitud de instintos, pero una cantidad mínima de voluntad. He aquí un ejemplo, obser­vado por mí mismo, de la debilidad de la voluntad en los primitivos. Durante algún tiempo estuve en África Oriental entre una tribu muy primitiva. Era buena gente, que no querían sino ayudarme .

Cierta vez tenía que mandar unas cartas y necesité un mensajero. Fui a ver al jefe y le rogué que me mandara uno. Poco después un joven indígena se presentó a mí y me dijo que era el mensajero que había pedido. Había que recorrer aproxima­damente una distancia de ciento veinte kilómetros hasta el término del ferrocarril de Uganda, donde se encontraban los blancos más próximos. Tendí al mensajero las cartas formando un paquete y le dije: «Lleva estas cartas a la estación de los hombres blancos de tal lugar.» El mensajero, por toda respuesta, me miró con ojos extraviados y vacíos y ni siquiera tendió la mano hacia el pa­quete. «Toma estas cartas y vete», repetí. El mensajero me había comprendido, sin duda, pero no lograba reaccionar ante aquella invitación sin­gular. Pensé, primeramente, que no le interesaba. Vino entonces un negro somalí que me cogió las cartas de la mano y me dijo: «Te portas de una manera torpe y tonta; te voy a mostrar cómo hay que hacer.» Cogió un látigo y avanzó amenazador hacia el hombre, diciéndole: «Estas son las cartas, tú eres el mensajero, y éste es el bastón (el bastón tenía una ranura por la que se introducía las cartas; era el 'bastón del mensajero', con el que las llevaban): tienes que cogerlas.» Y le pegó en los costados con el bastón, le sacudió y le maldijo a él y a sus antepasados hasta la séptima genera­ción. «Tienes que correr de esta forma», gritó el negro somalí remedándole mediante una danza lo que el indígena tenía que hacer. El hombre, poco a poco, se despertó, sus ojos se iluminaron y esbozó una ancha sonrisa: había comprendido. Partió como una bala de cañón y recorrió los ciento veinte kilómetros hasta la estación en una sola etapa. ¿Qué había pasado? El primitivo no es capaz de querer: tiene que reunir sus energías; había sido necesario que a nuestro hombre le pusieran en condiciones de sentirse mensajero; de ahí la razón de ser y la necesidad de esta cere­monia: había despertado en él el estado de ánimo que le había convertido en correo; desde ese momento tenía las cartas del hombre blanco en la mano, las llevaba hacia su destino y todos los indígenas que encontraba en su camino se decían: «Sí, es el correo, es el mensajero.» Esto hacía de él el hombre importante del momento, le confería una dignidad a la que no habría llegado si antes, con la ayuda de los latigazos, no le hubieran puesto en el estado de ánimo de un mensajero. Se trataba de un caso de sugestión; los indígenas, para em­prender algo, necesitan, en cierto modo, ser debi­damente hipnotizados. Este ejemplo demuestra que falta la relación entre la palabra y la acción, que la función de la voluntad no está educada en ellos y que no actúan sino bajo el influjo de los humores y los afectos. Al comienzo de mi estancia en África me sorprendía la brutalidad con que eran tratados los indígenas, pues el látigo era mo­neda corriente; al principio me pareció superfluo, pero tuve que convencerme de que era necesario; desde entonces llevé continuamente conmigo un látigo de piel de rinoceronte. Aprendí a simular sentimientos que no tenía, a gritar a voz en cuello y a dejarme llevar por la cólera. Todo esto es preciso para suplir la voluntad deficiente de los indígenas. Esta concepción la confirman innume­rables ritos que sólo ella permite comprender. Los indígenas, antes de partir para la caza, ejecu­tan danzas, imitan la caza, cuya búsqueda em­prenden; realizan el indispensable «rito de en­trada» para crear en ellos el humor, el estado de ánimo, la emoción necesarios para la acción a efectuar, para concentrar la energía difusa, su interés en la acción a realizar, es decir, para des­pertar la voluntad; el retorno de la caza da lugar, a su vez, a ceremonias complicadas y análogas que persiguen el objeto inverso del restablecimien­to del humor pacífico y cotidiano. Cuando los dinkas del Nilo Blanco, por ejemplo, matan un hipo­pótamo, le abren el vientre y uno de ellos penetra en su cuerpo, se arrodilla ante la columna verte­bral y le dirige al alma del hipopótamo, que consi­deran está en la médula espinal, la siguiente ple­garia: «Querido y buen hipopótamo: perdónanos por haberte matado. No ha sido por maldad, sino porque apreciamos tu carne. No les digas a tus hermanos y a tus hermanas que te han matado, diles que amas a los hombres. También nosotros te amamos y te comemos gustosos. Si tú te enfa­daras, les dirías a tus hermanos y hermanas que se alejaran, y nosotros no tendríamos ya carne.» Después de pronunciar esta plegaria vienen las danzas del «rito de salida», cuyo objeto es liberar a los cazadores de los apetitos y de la atmósfera sanguinaria de la caza y restablecer en ellos la atonía de «todos los días». Se asiste a un espec­táculo no menos singular y revelador cuando los guerreros han combatido y cuando uno de ellos ha hecho una víctima (lo que es, por otra parte, muy raro, pues allí las luchas son, en general, poco sangrientas). El que ha matado regresa como vencedor, como guerrero valeroso. ¿Cómo le honran los demás? Sus congéneres se apoderan de él, le aprisionan y le someten durante dos me­ses a un régimen vegetariano, a fin de que pierda la costumbre de hacer derramar la sangre .

Entre nosotros, el yo está dotado de una energía disponible, gracias a la cual podemos influir sobre el curso natural de los acontecimientos. Podemos, como ya hemos dicho, querer mirar, pensar, pre­ver; podemos incluso querer experimentar tal o cual sentimiento. La voluntad es una gran maga que, además, añade a sus encantos la paradoja de sentirse y de aspirar a ser libre. Experimenta­mos el sentimiento de libertad, incluso cuando se puede probar la existencia de causas precisas que, con toda necesidad, debían entrañar tal o cual consecuencia, que, precisamente, hemos realizado: a pesar de ello, el sentimiento de libertad es, no obstante, muy vivo en nosotros. Sabemos, por otra parte, que no existe nada que no tenga su causa, lo que nos obliga a pensar que la voluntad también debe depender de algunas determinantes. ¿Enton­ces? Si la voluntad está marcada por esa libertad soberana que la caracteriza, ello se debe a que es una parcela de esa oscura fuerza creadora que yace en nosotros, que nos conforma, que edifica nuestro ser, que reacciona frente a nuestro cuerpo, que mantiene o destruye su estructura y que crea vías nuevas. Esta energía aflora, en cierto modo, en el seno de la voluntad y hasta en la esfera de la conciencia humana, aportando consigo ese senti­miento absoluto y soberano de imperecedera li­bertad que no se deja alterar o restringir por nin­guna filosofía. Podemos invocar todos los sistemas filosóficos que queramos: el sentimiento de liber­tad se mantiene siempre presente en el corazón del hombre, indestructible, riéndose de los sistemas, constituyendo un dato quizá singular, pero, en todo caso, original de la naturaleza .


Esquema 1




Intentemos resumir en un esquema los conoci­mientos que acabamos de adquirir sobre la con­ciencia .


En este dibujo esquemático el yo, cruzado por una línea AA', aparece fraccionado en dos partes. La parte inferior de este yo existe sin que yo me dé cuenta de ella, no me es consciente ©; en ella hay cosas que desconozco de un modo radical. Nos vemos obligados a suponer que partes integrantes de nuestra totalidad psíquica de ser viviente, de nuestro sí mismo, llevan una existencia oscura e inconsciente. Estas partes ocupan el puesto situa­do bajo la línea AA'. El círculo más central repre­senta al yo, en torno al cual se puede hacer figurar sus cuatro funciones primordiales en un orden que, naturalmente, varía de forma individual. Este esquema constituye sólo una estructura, la trama sobre la que se aplican las diferentes envolturas personales con que el yo se rodea. Si conocemos superficialmente a una persona cuyas funciones responden a la disposición que aquí hemos repre­sentado, creemos primero que estamos tratando a un ser sensorial, sensitivo; poco después descubri­mos que esa persona no se detiene en la apariencia sensorial, manifiesta, de las cosas, sino que refle­xiona sobre su naturaleza. Luego, poco a poco, comprobamos en ella la existencia de la intuición y, por fin, del sentimiento. En ese caso no podría ser de otro modo. Sin embargo, la necesidad sin­gular que hace suceder una función racional a una función irracional no está suficientemente ex­presada en el esquema anterior. La pondrá más de relieve otro esquema, que deriva, naturalmente, de que la conciencia es la instancia que preside nuestra orientación. Ahora bien, si queremos orientarnos en la superficie de la tierra, tendremos que conocer los cuatro puntos cardinales; «por tanto, no es forzar las analogías el situar en la esfera psíquica las funciones que nos revelan los cuatro aspectos fundamentales de las cosas en las cuatro esquinas de nuestro horizonte espiri­tual» .

Debemos observar que estas funciones presen­tan entre sí ciertas incompatibilidades, hecho que se tiene presente en el esquema, contrapo­niéndolas entre sí. La sensación y la intuición ofrecen el ejemplo más claro.


Esquema 2



Percibiremos su opo­sición observando con atención la forma en que un ser sensorial, por un lado, y un ser intuitivo, por otro, examinan las cosas. Sus disposiciones fundamentales se revelan en su forma de ver. El que ve las cosas como son las aprehende, las aferra, en cierto modo, entre sus ejes ópticos: es el ser sensorial. El intuitivo, por su parte, engloba, envuelve las cosas con su mirada, que irradia y resplandece, los ojos de Goethe son un ejemplo notable de esto). Podemos concluir de ello que el intuitivo, en el fondo, no ve las cosas; no percibe más que su atmósfera; mira más allá del objeto, no se preocupa de observarlo, constituyendo para él un dato sin mucha importancia. Lo que está curioso de conocer es el clima de las cosas, su origen y su destino. Por eso se fija en su conjunto, buscando aclaraciones sobre su naturaleza par­ticular y sobre su vida específica, sobre la forma en que este conjunto se desliza en la corriente de los acontecimientos, en la trama del devenir. Por consiguiente, podemos constatar desde el primer momento si una persona pertenece o no al tipo intuitivo, según que su mirada emita o no esa sin­gular aureola, esa especie de irradiación que tan­tea los objetos, que trata de penetrar el misterio de su intrincación y que falta totalmente en el tipo sensorial. Y ello es así, pues, si deseamos ver las cosas como son, no debemos mirar lo que las rodea, no debemos concentrarnos en sus circuns­tancias. Es preciso que fijemos las cosas y que las desvinculemos, en la medida en que podamos, de todo lo que resulta de su recíproca intrincación. Una incompatibilidad análoga existe entre el pensamiento y el sentimiento. Si deseamos pensar —y pensar acertadamente, según la sana lógica— no debemos dejarnos llevar al mismo tiempo por el sentimiento, pues la lógica del corazón puede arrastrar fácilmente a nuestro pensamiento fuera de sus propios caminos. Si reflexionamos sobre la biología de la rana, no debemos dejarnos llevar hasta decir: «¡Oh, qué bello animal!» En este ca­so debemos excluir de nuestras reflexiones al sen­timiento. Por eso los objetos sometidos al pensa­miento deben estar situados momentáneamente al margen de los valores, cualesquiera que sean los que pueden constituir por sí mismos. Saber si algo tiene o no para mí valor no entra en una categoría del pensamiento, sino en la del senti­miento. El sentimiento inquiere el valor que una cosa tiene para el sujeto, verificación que el pensa­miento—función, en cierto modo, neutral en este debate y que obstruiría el campo limitado de la conciencia—no podría sino estorbar. En resumen, tanto para el pensamiento como para el senti­miento la función contraria debe ser excluida. Del mismo modo, como hemos visto, la intuición y la sensación se excluyen entre sí. Estas cuatro funciones se oponen, pues, dos a dos. En este es­quema el sujeto figura en el centro; es el yo, que debemos representarnos dotado de la energía espe­cífica llamada voluntad; cada función en particular está dotada también de una parte de energía que le es propia; la distribución de la energía acarrea las variaciones individuales que hemos mencio­nado más arriba .

Estos desarrollos no constituyen, naturalmente, sino esquemas, con cuya ayuda no se podría ex­plicar todo, pero que tienen su utilidad como tablas de orientación en el laberinto de los hechos psicológicos. Pues estas diferencias juegan un gran papel en la psicología práctica. No piensen que yo me paso el tiempo clasificando a las personas en tal o cual categoría y diciendo: «Es un intuitivo» o «Es del tipo pensador e intelectual». Con fre­cuencia son otros quienes me preguntan: «¿A qué tipo pertenece tal persona?» Las más de las veces me veo precisado a contestarles que no he reflexio­nado sobre ello, lo que es cierto. Resulta bastante estéril poner etiquetas a las personas y compri­mirlas en categorías. No obstante, si nos encontra­mos en presencia de numerosos documentos hu­manos, hacen falta principios críticos que permi­tan introducir en ellos un orden. Esto es particu­larmente importante cuando los seres en cuestión son personas de psiquismo turbado o confuso, o también cuando hay que explicarle una persona a otra. Por ejemplo, si tenemos que explicar cómo es una mujer a su marido o un marido a su mujer, es de una gran ayuda el disponer de criterios obje­tivos. De no ser así, nos quedaremos siempre en frases como: «El dice que......ella dice que..... .
etcétera.» Pasemos ahora a otro campo, al de la orientación en el espacio interior. Entiendo por ello la orienta­ción en el seno de los acontecimientos psíquicos que se producen realmente en nosotros, en el co­razón de nuestro yo, como si la esfera central en nuestro esquema estuviera hueca y fuese el campo de incidentes significativos, de los que debemos .

formarnos una idea. Si la línea AA' (esquema I, página 109) representa el umbral de la conciencia, tenemos en (b) la parte consciente "del yo y en © su parte inconsciente, el mundo de la sombra. En © el yo es oscuro y apenas si distinguimos algo en él; somos un enigma para nosotros mismos. Conocemos la parte de nuestro yo representada por (B), pero no conocemos la representada por © . Así se explica que descubramos siempre algo nuevo en nosotros mismos. Casi cada año surge en nosotros algo que no habíamos sospechado hasta entonces. Aunque siempre pensamos que hemos acabado con estos descubrimientos, no obstante se­guimos descubriendo que somos también tal o cual cosa, haciendo incluso a veces constataciones asombrosas. Esto demuestra perfectamente que siempre hay una parte de nuestra personalidad que es inconsciente, que está en vías de forma­ción; estamos eternamente inacabados, crecemos y cambiamos. La personalidad futura que seremos está ya en nosotros, pero todavía oculta en la sombra. El yo, en cierto sentido, es como una rendija móvil que se desplaza sobre un film, pro­gresivamente. Las potencialidades futuras del yo dependen de su sombra presente. Sabemos lo que hemos sido, pero ignoramos lo que seremos .

Pero dejemos ahora a un lado la sombra, la par­te © del yo, y concentrémonos en el inventario de los elementos discernibles de nuestra vida infe­rior. Nos encontramos, en primer lugar, con el recuerdo y la memoria, que brotan indudablemen­te del interior. Están hechos de cosas que hemos almacenado y que, desde el interior, vuelven a desfilar ante nuestro espíritu, nos ocupan, nos tor­turan o nos encantan. La función de la memoria nos liga con las cosas que han desaparecido de nuestra conciencia, que se han convertido en subliminales, que han sido rechazadas o desechadas. Lo que llamamos memoria es una facultad de re­producción de los contenidos inconscientes. Es la primera función que podemos distinguir clara­mente en las relaciones que existen entre nuestra conciencia y los contenidos que no están presentes en ella actualmente. Los contenidos de la esfera interior del yo no se agotan señalando la presencia de la memoria y de la masa de los recuerdos, aun­que, vista desde la conciencia, nuestra esfera inte­rior tenga una apariencia bastante pobre. La estre­chez de la conciencia no nos permite tampoco sino algunas representaciones simultáneas, que parten, asimismo, de algunos recuerdos simultáneos: hay motivos, al parecer, para que nos sintamos siem­pre impresionados por el vacío, por la indigencia, de este reino interior que llevamos en nosotros. Pero si observamos y registramos durante un cier­to lapso de tiempo la cantidad de recuerdos que afloran a la conciencia, para abandonarla inmedia­tamente después, constataremos que este espacio interior contiene riquezas mucho más considera­bles que las que imaginábamos al principio. Sin embargo, son raros los que hacen esta experiencia; y cuando el hombre conserva de la vida interior sólo su primera impresión de pobreza, ésta consti­tuye una de las causas de la excesiva subestimación que afecta comúnmente a las cosas del alma. Normalmente no podemos representarnos en un instante la totalidad de nuestro ser psíquico, ni siquiera la totalidad de nuestros recuerdos. Una representación global de esta naturaleza supone un estado de suprema tensión, como el que se pro­duce a veces durante un accidente. El profesor Heim cuenta cómo, en un accidente de montaña, toda su vida pasó ante sus ojos en el espacio de unas fracciones de segundo. Es como si, en esos momentos de indescriptible tensión, la conciencia adquiriera una extensión explosiva, de suerte que su haz luminoso, adquiriendo de pronto una am­plitud inusitada, abarcara un número inmenso de recuerdos y de representaciones (hipermnesia). En circunstancias habituales, nada semejante ocu­rre: el cuadro que se ofrece a nuestra memoria, tanto espontánea como voluntaria, es pobre; como por un ojo de buey contemplamos algunos de nuestros recuerdos, pero no la totalidad, no la plenitud de las imágenes de que estuvo formada nuestra vida. Si fuéramos capaces de esta memo­ria, lo psíquico se nos aparecería bajo una luz distinta y gozaría de una estima muy diferente. San Agustín, en sus Confesiones, ha escrito un ca­pítulo revelador sobre la memoria .

La vida interior incluye, junto a los recuerdos, otros elementos; fijémonos ahora—en un orden de interioridad creciente—en lo que yo llamo las con­tribuciones subjetivas de las funciones: no es po­sible hacer, pensar, sentir o querer una cosa sin que se mezcle inmediatamente algo subjetivo .

Supongamos que estamos contemplando un ob­jeto perfectamente objetivo, digamos una locomo­tora; afirmamos que el objeto de nuestra percep­ción es una locomotora. Esta representación, en sí, es ya el fruto de una síntesis de sensaciones y tam­bién de imágenes, la cual integra, bajo la mirada del pensamiento, múltiples rasgos en una unidad. En efecto, junto a esta representación objetiva se insinúan incidencias subjetivas, que se deslizan al margen o en el seno de la representación cen­tral y que, al embrollar y volver confuso el traba­jo de síntesis, hacen que se diga, por ejemplo: «Me parece que... etc.», en lugar de: «Hay...». Una significación subsidiaria se introduce de improvi­so; se tiene la sensación de algo que se añade y supera el dato puramente objetivo. He aquí un ejemplo: un estudiante que necesita dinero envía un telegrama a su padre: «Querido papá, mánda­me dinero.» El padre, al recibir el telegrama, se encoleriza; de regreso en su casa, arroja el tele­grama sobre la mesa diciéndole a su mujer: «Mira el pillastre de tu hijo; me envía un telegrama: 'Querido papá, mándame dinero'; ¡si al menos hu­biera puesto: Queridísimo papá, etc...!». He aquí otro ejemplo: cuando conocemos a una persona a la que no habíamos visto nunca, pensamos de ella espontáneamente ciertas cosas que no siempre conviene decir, pues son a menudo erróneas o fal­sas: están formadas por reacciones manifiestamen­te subjetivas. Las contribuciones subjetivas se abren paso, pues, en forma de prejuicios, de pre­venciones, de «subjetivismos» más o menos manifiestos, más o menos sabiamente disfrazados. Cuando reflexionamos sobre un tema, pensamos marginalmente—como en sordina ó como un acom­pañamiento, en razón inversa a nuestra concen­tración—, en toda una serie de cosas diversas; sentimos incluso impresiones dispares que no tie­nen nada que ver con nuestra preocupación cen­tral. Esto es cierto también en el curso de la acti­vidad del sentimiento, de la sensación, de la intui­ción. Pase lo que pase en el espíritu, cada vez que una función consciente se aplica a su objeto, en­contramos regularmente estas contribuciones sub­jetivas, especies de subproductos desposeídos y atesorados. Esas contribuciones responden a una disposición latente para reaccionar de una cierta manera, disposición que, a menudo, no es muy afortunada. Todos sabemos que estas cosas ocu­rren en nosotros, pero nadie admite gustosamen­te ser sujeto de semejantes fenómenos. Se prefiere dejarlos en la sombra, lo que permite pretender que se es totalmente inocente, honrado y recto, y que «sólo se desea mucho que...». Conocemos es­tas frases. De hecho, no es cierto. Tenemos toda clase de reacciones subjetivas, pero no es decoroso admitirlas. Estas contribuciones subjetivas for­man una buena parte de nuestras relaciones con nuestro mundo interior, relaciones que, por ello mismo se convierten en decididamente penosas. No nos gusta mirar a la parte de sombra de nos­otros mismos; son numerosos los miembros de nuestra sociedad civilizada que, en cierto modo, se han desembarazado de su sombra y que la han perdido; a partir de este momento, son como seres de dos dimensiones, privados de la tercera: el es­pesor, la corporalidad, el cuerpo. El cuerpo es pa­ra el hombre un amigo dudoso; a menudo produce lo que no nos gusta; nos mantenemos en guardia respecto a él, pues hay demasiadas cosas en el cuerpo que no pueden ser mencionadas. El cuer­po nos sirve a menudo psicológicamente para per­sonificar nuestra sombra .

Del interior nos vienen igualmente los afectos. No constituyen una función voluntaria, sino acon­tecimientos interiores cuyo campo somos nosotros. Es singular constatar que siempre imaginamos que los afectos son de procedencia exterior y ex­traña; pero esto no es más que un espejismo. Cuan­do una persona nos dice algo desagradable—que acaso no lo es, pero que nos lo parece—, nos do­mina la cólera, acceso que emana indudablemente de nosotros mismos; pues un afecto es una reac­ción involuntaria de naturaleza espontánea. Esto es lo que expresa el lenguaje mediante frases co­mo, «Dejarse llevar por la cólera», «las lágrimas le suben a los ojos», «la tristeza le embarga», «la angustia le cierra la garganta», «la melancolía le abruma», etc., o, aún, en un grado más intenso, por: «Está poseído por el demonio». Estas expre­siones muestran cómo el sentido común concibe estos estados: se le aparecen como estados pasivos que sufrimos y a los que, una vez bajo su influjo, nos vemos entregados. Se trata de una liberación, de un desencadenamiento de energía que escapa a nuestro control. Los afectos determinan inervacio­nes corporales, tensan los músculos, excitan cier­tas glándulas, etc. Cuando nos dejamos llevar por la cólera, hasta que la sangre no se nos sube a la cabeza no hay peligro. El «demonio» no entra en danza hasta que no se produce una vasodilatación, hasta que no sentimos que nuestro rostro se enciende. Pues ello, resultado del afecto naciente, refuerza a su vez tal afecto y hace perder realmen­te la cabeza y el dominio de sí mismo Los afectos alteran la conciencia; nos convierten en objetos suyos y nos empujan a un comportamiento insen­sato; no es, momentáneamente, el yo el dueño de la plaza, sino, en cierto modo, otro ser, una en­tidad diferente del yo, lo que explica que algunas personas manifiesten durante un afecto un carác­ter radicalmente opuesto al que se les conoce de ordinario .

Lo expuesto hasta aquí sobre las funciones nos ha conducido hasta un auténtico avispero. No po­día ser de otro modo, pues las cuestiones relativas a las funciones psicológicas constituyen un domi­nio complejo, en particular a causa de las siguien­tes circunstancias: como ya he dicho más arriba, estamos todos marcados por el sello de cierta unilateralidad; determinadas funciones están en nos­otros especialmente desarrolladas y diferenciadas, son particularmente relevantes, particularmente activas y productivas, mientras que otras no su­peran el estadio embrionario de su desarrollo, al tener el hombre el temible privilegio de alejarse de sí mismo y de abandonar en barbecho una parte de su ser. Ello es cierto para todos, pero en propor­ciones diferentes y esencialmente individuales. Si dispusiéramos todos del mismo equipo funcional, si viviéramos todos simultáneamente en el mismo registro de nuestro ser, sería fácil comprenderse. Las dificultades que tienen los hombres en sus relaciones recíprocas, los malentendidos que na­cen en el curso del trato entre humanos, prueban que ello no es así. Cada cual vive de forma más o menos exclusiva gracias a su función dominante, que no es la de su vecino. Las personas que tienen el espíritu bien formado prefieren pensar sobre las cosas y adaptarse a la vida mediante el pensa­miento; otras, cuyo sentimiento es la función ma­yor, tienen un contacto social fácil y un gran sen­tido de los valores; se las arreglan de maravilla para crear y vivir situaciones en las que el senti­miento puede desplegar todos sus matices; y otras, que, teniendo un sentido agudo de la observación, recurrirán sobre todo a sus sensaciones, etc. Así, la facultad de pensar, por ejemplo, puede estar muy bien desarrollada en un sujeto, mientras que su capacidad de sentimiento se mantiene rudimen­taria. Pero aclaremos bien lo que hay que entender por ello. El sentimiento puede ser muy vivaz en nuestro sujeto; éste se aventurará quizá a pre­tender con completa buena fe que posee una gran fuerza y un gran calor de sentimiento; pues su sentimiento, en ocasiones, se desborda y le per­suade de que tiene un temperamento esencialmen­te sentimental. Lo que quiero decir cuando ade­lanto que su sentimiento periclita, es que no está diferenciado, que no está elaborado en función de adaptación, que tiene bajo su influjo a nuestro su­jeto, el cual, por momentos, es dominado por sus emociones. Es interesante, desde este punto de vista, estudiar la vida privada de los profesores. Si deseamos informarnos sobre la forma en que los intelectuales se comportan en su hogar y en su intimidad, no tenemos más que preguntárselo a sus mujeres; tendrán mucho que contarnos. El sentimentalismo germánico (Gemütlichkeit), por ejemplo, no es la expresión de un sentimiento pro­fundamente cultivado y diferenciado, sino más bien de un sentimiento mal evolucionado y que se desahoga según la tendencia de su inferioridad. En un orden de ideas análogo, ocurre lo mismo con la «claridad latina», que confiere una rea­lidad clara y concreta a las cosas, realidad que en sí no es de una claridad tan cristalina. Un pensa­miento realmente profundo tiene siempre algo de paradójico, lo que a los espíritus mediocremente dotados les parece oscuro y contradictorio. Si, desde un punto de vista psicológico, el pensamien­to francés parece menos desarrollado que el pen­samiento alemán, inversamente el sentimiento francés está mucho más diferenciado que el sen­timiento alemán. La nación alemana se caracteri­za por el hecho de que su función del sentimiento es inferior y poco diferenciada. Si se le dice esto a un alemán, se sentirá ofendido; yo también me ofendería. El alemán tiene mucho apego a su Gemütlichkeit: una habitación llena de humo en la que todos están animados por una viva sim­patía hacia todos, eso es el «gemütlich». Y sin complicaciones: una sola tonalidad del sentimien­to y basta. El sentimiento francés, por su parte —piénsese en cualquier vaudeville—, exige una sabia mezcla de lo dulce y de lo amargo, mientras que el alemán se complace toda una velada bien en lo dulce, bien en lo amargo. No le digan a un alemán: «encantado de conocerle», porque les creerá. Si un alemán les vende un par de calce­tines, no esperará sólo ser pagado, sino también ser amado. Un filósofo inglés ha dicho: «Un espí­ritu superior no es nunca totalmente claro». Esto es cierto; y, del mismo modo, un sentimiento su­perior no es nunca totalmente claro. No gozare­mos de un sentimiento desbordante más que si está ligeramente manchado de duda; y un pen­samiento que no contiene una ligera contradic­ción no es completamente convincente. Se ha lla­mado oscuro al viejo Heráclito porque pensaba me­diante paradojas, lo que era entonces una innova­ción del último modernismo. Desde cierto punto de vista, todavía ocurre así; el espíritu de China, por ejemplo, nos parece muy paradójico, pues ig­noramos todavía el manejo de la paradoja, forma- da de pensamientos contrastados. Nosotros pen­sarnos siempre esto o aquello, pero muy raramen­te sabemos tener en cuenta de un modo real lo uno y lo otro; por eso los espíritus entrechocan en cuanto se aborda la latitud de las funciones psico­lógicas. Hagamos algunas precisiones más .




El intelectual está dominado por sus sentimien­tos cuando éstos se manifiestan; cuando experi­menta un sentimiento, ningún argumento o ra­zonamiento serían eficaces contra él. Sólo la emo­ción y las conmociones que siente pueden ayudar­le a liberarse de su encantamiento. En un ser del tipo sentimiento, ocurre lo contrario: éste, en ge­neral, apenas deja intervenir a su pensamiento; pero en cuanto se declara una neurosis y sus pen­samientos empiezan a turbarle, surgen éstos de forma impulsiva y no consigue librarse de ellos; puede tratarse de una persona muy agradable, pero con convicciones e ideas extraordinarias, siendo su pensamiento de un tipo inferior; no sabe razonar, su espíritu no es maleable, y se queda en­redado en pensamientos de los que no logra des­hacerse. Los tipos intuitivos y sensoriales presen­tan también sus particularidades. El intuitivo se siente siempre importunado por lo real; faltán­dole el sentido de lo real, se encuentra la mayoría de las veces en los antípodas de las posibilidades concretas de la vida. Es el hombre que siembra un campo y que, antes de que el grano esté ma­duro, se va a otro: abandona tras sí los campos trabajados, corriendo siempre tras nuevas espe­ranzas, dejando así escapar las cosechas de la vida .

El tipo sensorial, por su parte, se mantiene en con­tacto con las cosas, dentro de la realidad dada. Para él, una cosa es cierta cuando es real. Para un intuitivo, por el contrario, lo real es precisa­mente lo que no es, lo que debería ser. Cuando un sensorial no siente una realidad dada y estable, cuando no se encuentra entre cuatro paredes, se pone enfermo; al contrario del intuitivo que, cuando se siente cogido en una situación con­creta, sólo piensa en la forma de salir de ella, de huir lo antes posible con objeto de ser de nuevo libre para acoger nuevas posibilidades .

La función inferior, en general, no posee las cualidades de una función consciente diferencia­da, que puede ser manejada por la intención y la voluntad. Así, si nuestra función principal es real­mente el pensamiento, podemos dirigirla y contro­larla; no somos sus esclavos: podemos decidir pen­sar en otra cosa e incluso pensar lo contrario. El ser que pertenece al «tipo sentimiento» ignora es­ta flexibilidad; no puede desembarazarse del pen­samiento, está poseído por él, fascinado, tiene miedo de él. Del mismo modo, para el intelectual, su sentimiento es de una calidad arcaica y le ins­pira temor; podría ser su víctima, al igual que los hombres antiguos eran víctimas de los suyos. Esta es la razón por la que el primitivo es de una cor­tesía tan extraordinaria; es muy cuidadoso de no molestar los sentimientos de su prójimo, ya que esto podría ser muy peligroso. Muchas de nuestras costumbres se explican por esta cortesía arcaica. No se debe, por ejemplo, estrechar la mano a alguien conservando la izquierda en el bolsillo o la espalda: debe ser bien visible que no se disimula un puñal. El saludo oriental, que consiste en incli­narse tras haber extendido las manos vueltas ha­cia arriba, significa lo mismo: que no se tiene na­da en las manos. Prosternarse a los pies de otra persona equivale a demostrarle que se está sin defensa, a su merced. Del mismo modo, los primi­tivos recurren entre ellos a gestos cuyo simbolis­mo revela por qué y hasta qué punto se temen unos a otros. De modo análogo, nosotros tememos nuestras funciones inferiores. Consideremos un tipo intelectual; tiene un terrible miedo a enamo­rarse; juzgaremos sus temores insensatos y, sin embargo, probablemente tiene razón, pues el ena­morarse podría llevarle a hacer locuras; por otra parte, hay las máximas probabilidades de que caiga en las redes de alguna coqueta o de que pon­ga los ojos en una mujer que no le convenga, pues su sentimiento no reacciona más que ante un tipo de mujeres fatales, en el fondo primitivas. Esta es la razón por la que muchos intelectuales tienen tendencia a casarse por debajo de su nivel; se ena­moran de una campesina o de su criada, víctimas de sentimientos arcaicos cuyas trampas ignoran. Así, pues, tienen razón en desconfiar de sus senti­mientos, que pueden llevarles a cometer tonterías. En su intelecto, son fuertes, inatacables y capaces de mantenerse firmes por sus propios medios; pero en el campo de sus sentimientos, son influenciables, inestables, y lo comprenden. No intenten ja­más forzar el sentimiento de un intelectual; lo controla con mano de hierro, pues lo siente peli­groso. Esto es válido, por lo demás, para todas las funciones inferiores, siempre asociadas en nos­otros a la faceta arcaica de nuestra personalidad. En nuestras funciones inferiores, todos somos pri­mitivos; en nuestra función diferenciada, somos civilizados, nos creemos dueños de una voluntad libre; ahora bien, una función inferior está com­pletamente desprovista de ella; constituye un pun­to débil, una herida abierta a todo lo que apremia por entrar .

Muchos de mis lectores se sienten ofuscados por el hecho de que yo llame al sentimiento una fun­ción racional; en particular, todos aquellos para quienes el sentimiento es el auxiliar de una fun­ción irracional, sensación o intuición, que desem­peña el papel de función principal. Pues tanto el pensamiento como el sentimiento pueden ser la función auxiliar de una función irracional prin­cipal. [Ahora bien, una función principal es como el ocular predilecto de toda nuestra vida mental, ocular que, presidiendo la percepción de todas nuestras visiones, tanto exteriores como interio­res, somete a los rayos que lo atraviesan a las leyes de su propia refracción. Es decir, que el pen­samiento o el sentimiento, percibidos a través del ocular de una función irracional, saldrán de él adornados de irracionalismo, para aparecer bajo esta luz en nuestra instrospección]. Estas perso­nas a las que aludimos experimentan, pues, su sentimiento como algo irracional. Inversamente, cuando es una función racional la que preside nuestra vida mental, las funciones irracionales tienen un sello de razón; su irracionalismo esen­cial palidece al penetrar hasta el centro elaborador de nuestras concepciones y se impregna de los únicos elementos racionales que allí se admiten. Así se explican esas conversaciones en las que dos personas que hablan del sentimiento, por ejemplo, hacen que este término, por el juego de sus dispo­siciones naturales, signifique cosas muy diferentes. Para ciertos psicólogos, «el sentimiento no es más que un pensamiento inacabado», mientras que, por el contrario, es preciso concederle una existen­cia propia; pues el sentimiento es algo real, una función en sí; esto es lo que confirma el sentido común al concederle una designación propia, ho­nor que no concede más que a los datos reales. Sólo los psicólogos inventan palabras para cosas que no existen .

El pensador profundo tiene a su sentimiento bajo el control de su pensamiento y no le deja fun­dir sino sentimientos racionales, que serán culti­vados, estimados, mientras que los sentimientos irracionales serán puestos en la picota, rechazados desde sus primeros vagidos, es decir, repelidos al inconsciente. No jugarán papel alguno en su reflexión y permanecerán proscritos de la contem­plación racional del mundo. Todas estas circuns­tancias, que no hemos podido sino esbozar aquí, envuelven al problema de las funciones psicoló­gicas en contradicciones y oscuridades aparentes. Por eso es necesario establecer con precisión definiciones conceptuales de estas funciones; esto es lo que he intentado hacer en mi obra Tipos psico­lógicos. Como este tema nos llevaría demasiado lejos, me remito a este libro; aquí no quería sino aludir a él. Deseo ahora responder a algunas pre­guntas que se me han hecho a raíz de mi anterior exposición .

pregunta: Un oyente encuentra dificultades pa­ra enlazar los términos sentimiento y racional, puesto que este último no se refiere aparentemen­te más que al pensamiento .

respuesta: Naturalmente, la expresión «racional» se refiere, en primer lugar, al pensamiento, pero también el sentimiento establece juicios. Juz­gamos también con nuestro sentimiento, que tiene su lógica particular. Los juicios que el sentimien­to hace no son el resultado de un movimiento interior absolutamente consecuente. Nos compor­tamos según los juicios de nuestro sentimiento y somos capaces de fundarlos .

pregunta: ¿Tienen los juicios del sentimiento un valor tan imperioso, evidentemente en su esfe­ra, como los juicios lógicos? respuesta: No debemos mezclar pensamiento y sentimiento. Debemos distinguir la lógica del sen­timiento de la del intelecto. En caso contrario, nos veremos abocados a un pensamiento que no tiene más que las apariencias de la lógica, y que, servi­dor del sentimiento, está truncado, mientras que nos complacemos en creerle soberano; o, inversamente, tenemos un sentimiento impuro, falsifi­cado por un intelectualismo que no ha dejado sus armas. Los juicios del sentimiento no deben ser aplicados sino a su objeto; no están en su puesto más que en el dominio sentimental; [es decir, en el dominio en que el sentimiento puede y debe darse libre curso. Están, por el contrario, perfectamente desplazados en una cuestión que depende de la in­teligencia y del razonamiento, y en la que el suje­to no tiene que intervenir sino en la búsqueda de lo verdadero, no en el interés del yo]. Un jui­cio emitido por el sentimiento goza en sí de la misma evidencia, de la misma validez que un jui­cio intelectual y lógico. Piénsese en todos los jui­cios sentimentales que existen y que tienen fuerza de ley. No son puramente subjetivos, sino que reposan sobre toda una escala de valores. Tene­mos, por ejemplo, criterios estéticos y morales, que valen durante algunos siglos, como la noción de lo bello, las nociones de lo bueno y del bien, que son, quizá, un poco más duraderas, pero que siempre acaban también, en el trascurso de los si­glos, por ser rehechas y adaptadas a las circuns­tancias y a las nuevas exigencias. Lo mismo su­cede por otra parte, con verdades y constataciones intelectuales que, lejos de ser eternas, se modifi­can al paso de los siglos, unas veces de un modo rápido, otras insensiblemente, según su estabili­dad y los cambios del espíritu; las hay que se remontan a dos o tres milenios, y otras que datan de fecha reciente. Nuestras leyes de la naturaleza, las constataciones de nuestras ciencias, a las que suele tenerse por fundamento más sólido, están sujetas a las modificaciones más presurosas. Bas­ta que se produzca un hecho nuevo, mantenido hasta entonces en la sombra, para que todo el edificio de la pretendida verdad fundamental se derrumbe como un castillo de naipes .

pregunta: Otro oyente plantea una cuestión particularmente espinosa: la de la definición pre­cisa de las funciones irracionales, sensación e in­tuición .

respuesta: Es un capítulo delicado. La palabra alemana que expresa la sensación, die Empfindung, es, en el uso corriente de la lengua, un tér­mino desafortunado. En Goethe y en Schiller se encuentra todavía una confusión constante, que les hace emplear indistintamente, como intercam­biables, sensación (die Empfindung) y sentimien­to (das Gefühl). No ocurre así en las lenguas in­glesa y francesa. El inglés distingue muy exacta­mente entre «sensation» y «feeling», y el francés entre «sensation» y «sentiment». Sólo un inglés muy poco letrado podría confundir e identificar estas dos nociones; la lengua culta está al abrigo de ello, mientras que esta confusión es corriente en alemán. Es interesante para la psicología de los pueblos el que la lengua alemana presente una dis­tinción insuficiente de estos dos datos; pues las funciones menos diferenciadas tienen, en efecto, a causa de su inconsciencia relativa, tendencia a identificarse, a fundirse una en la otra. En el in­consciente todo figura, por así decirlo, codo con codo, fundiéndose cada cosa, indiferenciada, en el todo. Es ésta una de las particularidades que dis­tinguen al inconsciente del consciente y que los oponen: en el inconsciente no hay discriminación absoluta, ni separación, ni siquiera respecto al consciente, lo que permite a estas dos esferas de nuestra alma compenetrarse mutuamente siendo el inconsciente la matriz donde la conciencia bebe sus posibilidades de combinaciones siempre reno­vadas. Sin duda, es por esta contaminación gene­ral por lo que se produce en la conciencia alema­na la confusión del sentimiento y de la sensación. Además, otra confusión, la del sentimiento y la intuición, es todavía en nuestros días muy fre­cuente en alemán. Durante mucho tiempo no ha existido término científico para expresar la intui­ción, y por eso se recurrió a la palabra latina. En inglés es peor todavía; no se dispone sino de la palabra «intuition», que se emplea también en el lenguaje corriente y que, por este hecho, pierde muchas de sus virtudes para designar una noción científica. La noción de sensación en alemán (die Empfindung) está ligada, por un lado, a la de presentimiento, a la de intuición, y, por otro, a la de sentimiento. Se utilizan los términos de Empfinden (sensación) y de Gefühl (sentimiento) indiferentemente para estos tres órdenes de datos psicológicos, como si se tratara de la misma cosa. Esto se debe a que estas tres funciones se confun­den en una común y relativa inconsciencia. En se­mejante caso, se puede pretender con una absolu­ta certeza que nos encontramos en presencia de un tipo intelectual. Por eso el alemán es, en el fon­do, como ya hemos dicho, el pensador por excelen­cia. En francés, por el contrario, esta confusión de términos no existe, al estar el francés en un cierto sentido más diferenciado que el alemán. Su cultura es, para empezar, mucho más antigua; la heredó directamente del patrimonio cultural an­tiguo, aunque sólo sea por la lengua. Por consi­guiente, posee una diferenciación de su función de sentimiento que falta a los alemanes incluso en la lengua. Las lenguas francesa e inglesa, como ya hemos dicho, distinguen netamente el senti­miento de la sensación. No empleo el término de sensación en la acepción de una sensación única o de una percepción sensorial única; entiendo por sensación lo que la psicología francesa, con Pierre Janet, ha llamado la función de lo real, la percep­ción de la realidad de las cosas, la suma de los da­tos exteriores que nos son comunicados por la ac­tividad de nuestros sentidos. Esta es la mejor defi­nición que puedo dar de ella. En otros términos, el ser sensorial se pone al unísono de la realidad de las cosas tal como ella es, quedando excluido todo lo que no es esta realidad percibida. Naturalmen­te, se añaden funciones auxiliares, conscientes o inconscientes; en el ser irracional serán principal­mente funciones racionales—las del sentimiento o e! pensamiento— las que aportarán su concurso. En este caso, en cambio, la intuición se ve recha­zada .

La intuición, naturalmente, en tanto que fun­ción irracional, no es para el intelecto fácil de definir. En mis Tipos psicológicos la he llamado «una percepción por vía inconsciente», siendo una de sus particularidades la de que no se podría pre­cisar dónde y cómo nace; parece que puede transi­tar múltiples vías y, gracias a su intervención, permite ver, por así decir, lo que pasa «a la vuelta de la esquina». Me detengo aquí, y confieso que no sé, en el fondo, cómo opera la intuición; no sé lo que ha sucedido cuando un hombre sabe de pronto una cosa que, por definición, no debería saber; no sé cómo ha llegado a este conocimiento, pero sé que es real y que puede servir de base para su acción. Los sueños premonitorios, la tele­patía y todos los hechos de este orden son intui­ciones. He constatado estos fenómenos abundan­temente, y estoy convencido de que existen; se encuentran entre los primitivos y en todas partes, con tal de que se preste atención a las percepcio­nes que nos llegan a través de las capas subliminales de nuestro ser. La intuición es una función muy natural, perfectamente normal y necesaria; se ocupa de lo que no podemos sentir ni pensar, porque carece de realidad, como el pasado, que ya no la tiene, y el futuro, que no existe por mucho que lo pensemos. Debemos estar reconocidos al cielo por poseer una función que proporciona cierta luz sobre lo que está «más allá de las cosas». Naturalmente, los médicos, que se encuentran a menudo ante circunstancias enigmáticas, tienen una gran necesidad de la intuición. Más de un buen diagnóstico es obra de esta misteriosa fun­ción. Con frecuencia se puede demostrar, en particular en tipos francamente intuitivos, que se produjeron ciertas impresiones sensoriales aun­que se mantuvieron subliminales; es decir, que no se hicieron conscientes, sin que dejaran por ello de suscitar, mediante él rodeo de algunas aso­ciaciones mediatas, una determinada intuición. He aquí un ejemplo: yo tenía una enferma que, desde hacía algún tiempo, venía a mi consulta; la recibí una bella mañana en la casita de mi jardín, que tiene en sus cuatro costados puertas y ventanas; como éstas estaban todas abiertas, era imposibe percibir el menor olor en aquel lugar. Me disponía a entablar la conversación y a preguntarle lo que había soñado, cuando ella me dijo de improviso: —Esta mañana ha recibido usted, antes de mí, a un hombre .

—¿Cómo lo sabe?—le pregunté sorprendido .

—¡He tenido de pronto esa impresión! Mi mirada cayó entonces sobre un cenicero que contenía todavía varias colillas de cigarrillos. Por otra parte, era aún muy temprano, y resultaba im­probable que una dama hubiera venido a mi con­sulta tan de mañana. Además, mi paciente sabía que yo no fumaba cigarrillos. Así, pues, de este conjunto de hechos tenues, ella había concluido que no se podía tratar sino de un visitante mas­culino, y esta conclusión inconsciente se había abierto paso en ella, sin que se percatara, hasta su esfera consciente. Así es como, a partir de per­cepciones subliminales, surgen a menudo lo que llamamos intuiciones. Ello no debe sorprendernos, pues el tipo intuitivo se consagra, con la más rigu- rosa consecuencia, a suplantar en él la realidad de las cosas tal como ellas son. Para él, la verdad que importa es su atmósfera, su clima. Por eso el intuitivo se siente incómodo, «desgraciado como las piedras», cuando se encuentra dentro de una situación real; una situación ya completa, despro­vista de virtualidades nuevas, es para él como una verdadera prisión; incapaz de sufrirla, siente la necesidad inmediata de forzar la red que le encie­rra. Tales son los intuitivos que mariposean per­petuamente en el mundo, sin soportar la realidad de las cosas y huyéndola. Este comportamiento puede llevar sus ramificaciones muy lejos, tan le­jos que un intuitivo puede llegar, por ejemplo, a perder la sensación de su corporeidad, la sensa­ción que tiene de su cuerpo. Yo he conocido el caso de una dama intuitiva que tuvo esta experien­cia. Al regresar un buen día a su casa, descubre inopinadamente, durante el camino, la posibilidad y la existencia de un nuevo problema; fascinada por ello, se sienta en un banco, a pesar de que la temperatura es de cinco grados bajo cero; sumi­da en sus reflexiones, que prosigue sin preocupar­se de la temperatura ambiente, contrae un serio enfriamiento, que la hace guardar cama durante varias semanas. He aquí otro ejemplo: una mujer intuitiva (que gozaba, por otra parte, de un exce­lente equilibrio psíquico) se vio asaltada durante una consulta por un montón de problemas com­plejos y de cuestiones inauditas. Yo le pregunté: «¿De dónde saca usted todo ese amasijo?» Este punto constituía para mí, ante todo, un perfecto enigma. Poco a poco tuve la intuición (¡también en mí se trataba de una intuición!) de que había debajo algo de tipo corporal. Le pregunté si había desayunado. «No»: había olvidado por completo hacerlo; simplemente, tenía hambre. Hice que le trajeran una taza de té y un poco de pan, y los pro­blemas se esfumaron como habían venido. El ham­bre contenida había sido el origen de aquella per­turbación. Los intuitivos pueden ser ciegos para la realidad de las cosas hasta un grado increíble. He conocido también el caso de una paciente que, de pronto dejó de percibir el ruido de sus pasos contra el suelo. Se sintió tan asustada por ello que inició inmediatamente un tratamiento. Todavía podríamos hablar largamente sobre las nociones de intuición y de sensación, pero creo que lo que an­tecede bastará para comprender el sentido de ambas .

Tras haber respondido a las cuestiones plantea­das, que nos han hecho volver atrás, prosigamos ya nuestra exposición. Hemos hablado hasta aho­ra de las cuatro funciones que contribuyen a la orientación de la conciencia y nos hemos enfren­tado con el tema de la orientación en el espacio psicológico interior. He citado ya tres elementos que ayudan a esta orientación:

I. La memoria, es decir, la suma de recuerdos y la facultad de reproducir materiales anterior­mente registrados .

II. Las contribuciones subjetivas de las fun­ciones. No supongo que hayan ustedes captado de un modo completo esta cuestión, que forma parte de las más difíciles de toda la psicología. Las con­tribuciones subjetivas están, por otra parte, dentro de la dependencia de cierto tabú. Cuando conver­samos con nosotros mismos o con un interlocutor, nos cuidamos siempre de pensar y decir precisa­mente lo que decimos y de callar lo que, quizá, po­demos pensar al margen y que sería capaz de con­trarrestar peligrosamente nuestra intención. Es preciso confesar que siempre hay en nosotros pen­samientos subsidiarios, satélites más o menos cla­ramente percibidos por nuestro pensamiento in­tencional, que va acompañado también por toda una serie de sentimientos, de intuiciones, de per­cepciones; en resumen, de múltiples contribuciones subjetivas, a las que, en general, nos esforza­mos por reducir al silencio .

III. Los afectos. Decía al final de la exposición anterior que los afectos, en tanto que descargas explosivas de energía, poseen un singular carác­ter de autonomía, gracias al cual determinan al­teraciones profundas de la conciencia. Los afectos son potencias autónomas con la misma razón, por ejemplo, que los espíritus malignos de los primiti­vos. Los afectos nos hacen sufrir una especie de atentado; algo que parece venir del exterior nos alcanza repentinamente, nos asalta, nos subyuga. Esta es la razón por la que los afectos, entre los primitivos, están personificados. Un cierto núme­ro de dioses antiguos no son sino los afectos en­carnados; piénsese en Marte, en Venus, en Eris, en Eros, etc. Las personificaciones de esta naturaleza son multitud. Hay también temperamentos deificados, caracteres emocionales convertidos en dioses. Basta pensar en las expresiones que toda­vía hoy se emplean a base de jovial, de dionisíaco, etc. Deriva todo ello de la autonomía, que es el atributo de los afectos y que, en cierto modo, in­vita a personificarlos. La antigüedad, para expre­sar el «flechazo», no sabía sino invocar los «dardos del dios Amor». O bien, para la cólera, era Eris quien arrojaba la manzana de la discordia entre los hombres. Esta es la forma en que los primiti­vos sienten los afectos, que sólo tienen significado para aquellos a quienes les afectan. Ellos suponen que el sujeto víctima de un afecto está poseído por un espíritu, cuando, por ejemplo, un rey negro estornuda, todos los cortesanos se prosternan du­rante cinco minutos, pues ha penetrado un alma nueva en él. Del mismo modo los espíritus a los que se hace responsables de las enfermedades son personificados y tratados como humanos; se les da alimento y se. les prescribe morada, en la que no se desespera de llegar a encerrarlos .

Llegamos ahora a un cuarto elemento. Los afec­tos, como acabo de decir, constituyen como explo­siones súbitas. La vida psíquica presenta otras particularidades que no son ya explosiones, sino la irrupción en la conciencia y su invasión por parte de contenidos inusitados. Es como si algo nos cayera en el cerebro a través de la caja craneana. Por eso yo prefiero a la denominación de «pensa­miento súbito y que no se sabe de dónde nos viene» (Einfall), la de irrupción del inconsciente. Surgen contenidos inconscientes y se revelan de pronto en la conciencia, como relámpagos en un cielo sereno; se trata, en general, de una especie de fantasías o de fragmentos de fantasías que se agregan a la conciencia con fragor afectivo o, más concretamente, sin este fragor; pueden con­cretarse en forma de una impresión repentina, de una opinión, de un prejuicio, de una ilusión o in­cluso de alucinaciones que se encuentran igual­mente bajo la latitud de lo normal. En general, solemos esforzarnos por callar estos acontecimien­tos, pues se les siente como algo incongruente, de lo que no gusta hablar. No fue pequeño mi asom­bro cuando, al llegar a conocer un poco más pro­fundamente a los hombres, comprobé cuan fre­cuentes son estas extrañas experiencias. Son nu­merosas las personas que han tenido al menos una época en el curso de su existencia, durante la cual cosas singulares de esta especie hicieron irrupción en su conciencia, inspirándoles una profunda an­gustia y una aprensión que, unidas a la sensación de incongruencia, son los residuos de un antiguo tabú. Los primitivos tienen un temor tan sagrado de los espíritus que es ya sacrilegio pronunciar su nombre. Más adelante tendremos ocasión de hablar de los complejos, que son también magnitudes autónomas y que están, asimismo, bajo el influjo de un tabú. Cuando alguien, como sabemos, siente algo muy desagradable, no le gusta hablar de ello; sería faltar al buen tono el extenderse en sociedad sobre las propias dificultades psíquicas; esta ten­dencia, entre los ingleses, es todavía más acen­tuada que en otras partes; para ellos poseer un alma sería una equivocación mundana, y mayor todavía el ponerlo de relieve; una conversación sobre temas filosóficos que hagan alusión a su existencia cae dentro del mismo tabú mundano. Estas circunstancias exigen entre los primitivos una observancia todavía más intransigente que entre los civilizados, y la pena de muerte castiga a veces la infracción del silencio que debe rodear­las. Entre nosotros, la prohibición de hablar de ciertas cosas, que en sí mismas acaso no serían pe­nosas pero que están bajo una reserva contra la que no se debe atentar, representa una supervi­vencia de este orden de hechos. Nos vemos, pues, impedidos de hablar de las cosas más interesantes, porque están incluidas en dominios prohibidos. La mayor prudencia y la cortesía más refinada son puestas en juego en cuanto se trata de estas cuestiones; como prueba de ello me basta la defe­rencia extraordinaria que testimonian los primi­tivos en relación con todo lo que se relaciona con los espíritus .

Por medio de estas cuatro categorías de hechos psicológicos hemos recorrido casi todos los datos que importaba citar aquí. Intentemos resumir lo que hemos dicho en un esquema que venga a completar el esquema 1. El campo de nuestra vi­sión psicológica lo podemos representar, si les pa­rece, por este esquema 3, que es como un vasto espacio, algunas de cuyas parcelas se encuentran iluminadas y junto a las cuales hay todavía un mundo de oscuridad, el mundo interior oscuro, del que no tenemos una imagen clara y del que no captamos jamás sino fragmentos. Es un poco como si en esta sala yo viera tan pronto a esta se­ñora como a aquella otra, pero sin ver jamás a todo el auditorio. Tendría, pues, la impresión, en un momento dado, de que no hay aquí nadie más que esta señora, o que la primera ha sido reempla­zada por la segunda, a la que vería a su tiempo. Así ocurre en nuestro espacio interior. En reali­dad, tenemos, además, cierta presciencia global del conjunto, no por ello menos recubierta por una sombra profunda. Al parecer, el haz luminoso de nuestra conciencia es limitado, y esta limitación nos incapacita para aprehender normalmente más de un estado psíquico a la vez; ello es particular­mente cierto cuando estamos bajo el influjo de un afecto que capta toda nuestra atención y todos nuestros pensamientos, y durante el cual no po­dríamos pensar en otra cosa. Si estamos violenta­mente irritados, no podemos vivir sino nuestra cólera y no lograremos, mientras dure ésta, apar­tar de nuestro espíritu fascinado los pensamientos que ella nos inspira .

Toda la parte inferior del diámetro AA' es el mundo oscuro. Tenemos que situar, ante todo, en éste, como en su periferia, las irrupciones del in­consciente, a las que se puede comparar con excla­maciones que vinieran, por ejemplo, a interrumpir ahora el hilo de mi conferencia. Luego, ya más próximos al yo, vienen los afectos; después, toda­vía más próximas, las contribuciones subjetivas de las funciones, que están al alcance del yo, que no poseen ya autonomía (lo que las diferencia de los afectos) y a las que se puede, en cierta medida, acomodar según se quiera; puedo, por ejemplo, decir: «¡Buenos días, mi querido señor: encantado de conocerle!», sin que ello me impida pensar para mí: «¡Que el diablo se lo lleve!».


Esquema 3


Este último pensamiento es puesto a un lado, se mantiene secreto gracias a un imperceptible esfuerzo de vo­luntad, al no ejercer las contribuciones subjetivas sobre el yo el influjo que caracteriza a los afectos y a las irrupciones del inconsciente. Si fuera un afecto el que me inspirara ese: «¡Que se pudra por ahí!», no podría ya, a menos de no ser un virtuoso de la represión, impedirme el proferir esta impre­cación, a no ser al precio de un gran esfuerzo .

En fin, en proximidad inmediata del yo hemos representado los recuerdos. En su zona, nuestra actividad intencional es, en cierta medida, sobera­na; pero en cierta medida sólo, pues los recuerdos también pueden comportarse de forma espontánea, emergiendo de improviso, sin- que se sepa cómo ni por qué, provocando nuestra alegría o nuestra tristeza, llegando incluso a veces a la obsesión. Esta última se produce cuando las capas inferiores de nuestra psique son la sede de una especie de impulso volcánico que impone a la conciencia determinados materiales. Las inspiraciones crea­doras emergen también a menudo así del mundo psíquico oscuro, cuyos contenidos inconscientes se abren paso y acaban por penetrar en la conciencia, donde determinan al mismo tiempo los afectos. Con frecuencia ignoramos qué es lo que intenta emerger y sólo constatamos que ese algo crea un afecto, que es lo que nuestra naturaleza sabe aco­ger, sobre todo. Nos ponemos de mal humor o nos sentimos irritados: «¿Qué te pasa?» «Nada, ¡estoy furioso!» Esto es algo de todos los días. Los afectos perturban de este modo el juego de las contribucio­nes subjetivas de las funciones; no logro concen­trarme, digo tonterías o lo contrario de lo que qui­siera decir, felicito en lugar de presentar mi condo­lencia, meto la pata continuamente en sociedad, por el solo motivo de que estoy en desacuerdo pro­fundo conmigo mismo .

He dicho más arriba que la parte del yo que está a la luz, la vertiente de la conciencia, detenta el privilegio de la voluntad; el yo consciente es capaz de querer y de disponer, hasta cierto grado—el de su diferenciación—, de las funciones de la con­ciencia; éstas son comparables a cuatro cuerpos de ejército a los que se dirige a cualquier sitio. Pero lo que figura por debajo del diámetro AA' no se deja conducir con esta docilidad. Lo emocional es reacio a las órdenes del yo, y su dominación, siempre discutida y jamás muy eficaz, exige in­mensos esfuerzos. Las facultades de mando aquí están invertidas, y el yo es un poco como el invá­lido de una comedia de Nestroy en la que se pro­duce la siguiente escena: se ve sólo a un coman­dante; fuera, detrás de los decorados, resuena una detonación y se oye al inválido gritar: «¡Mi co­mandante, he hecho un prisionero!» «¡Tráelo aquí!», y el inválido responde: «¡No me deja!» Frente a nuestras emociones somos como el invá­lido con su prisionero; nos reducen a una pasivi­dad de hombre sufrido, son ellas quienes actúan. La voluntad no tiene eficacia sobre las capas pro­fundas de la psique sino en una débil medida; en general, su alcance eficaz no va más allá del re­cuerdo. La misma memoria, como hemos visto, es sólo hasta cierto punto una función voluntaria y controlada. Con mucha frecuencia nos juega malas pasadas; se parece a un caballo viciado al que no se puede domar y a menudo se resiste de la ma­nera más embarazosa. Cuando busco un recuerdo que se me escapa obstinadamente, sería en vano empeñarse, pues el recuerdo buscado, a pesar de todos mis esfuerzos, no se presentará a mi espíritu. Dependemos de un buen funcionamiento de nues­tra memoria; no podemos querer absolutamente acordarnos de algo; cuando un recuerdo es refrac­tario, lo mejor es no pararse demasiado en ello; quizá nos vendrá a la mente durante la noche o al día siguiente, cuando no pensamos en él y le deja­mos en paz .

Ello es más cierto todavía respecto a las contri­buciones subjetivas que escapan al control per­sonal y que una tercera persona nota quizá mejor que nosotros mismos. Se producen en nosotros sin que podamos refrenarlas. «No podemos asignar fronteras a los pensamientos», no podemos impedir que pensemos una tontería, no podemos evitar que una futilidad ridícula invada nuestra mente; cuan­do sería de rigor precisamente una gran seriedad, nos domina una risa loca. Ello explica por qué los banquetes de entierro, tradicionales en ciertas re­giones, degeneran con frecuencia en francachelas bien regadas, de una alegría desbordante, por el simple motivo de que el inconsciente, compensa­dor, reacciona de forma acusada en estas ocasiones de tristeza y, con la ayuda del vino, ganados por el contagio, no logramos reprimir sus efectos .

Si pasamos, por último, a los afectos y a las irrupciones del inconsciente, se constata que, en sus zonas, la voluntad no tiene nada que decir. Podemos, todo lo más, negar la existencia de un afecto y pretender, contra toda evidencia, «que no hay nadie en la casa». Para reprimir un afecto no tenemos otro recurso que borrarnos, dándonos en cierto modo a la huida ante su proximidad .

Tenemos que distinguir dos grandes clases de seres humanos que se comportan de formas radi­calmente diferentes respecto al mundo exterior y al mundo interior. Los seres de una se mantienen en ø (esquema 3, pág. 144), tienen su centro ligera­mente desplazado hacia arriba; en cuanto surge una dificultad sufren la tentación de buscar su salvaguardia y su salvación en el mundo exterior; huyen, en cierto modo, fuera de sí mismos y cuentan, a quien quiera oírlos, como para preser­varse de ella, la desgracia que les abruma. Es el hombre extravertido, que comunica con una sin­ceridad sorprendente las dificultades con que tro­pieza. Se podría pensar que no las toma en serio, elaborándolas como afectos y llamando, por así decirlo, a todas las puertas para participar sus mi­serias, con la esperanza de desembarazarse, en uno u otro quizá, de ese fardo que le es esencialmente personal .

Los seres de la otra clase se comportan según un mecanismo contrario, también normal; estando el centro de su personalidad ligeramente despla­zado hacia abajo, en øø (esquema 3), cuando surge en su camino una asechanza, la fascinación que ejerce sobre ellos su mundo interior es tal que con ocasión de esta detención momentánea en la marcha de su vida—y en virtud del reflujo de las energías que, retiradas del mundo exterior, van a animar su mundo interior—sufren, en cierto modo sin saberlo, una atracción que les abstrae del ambiente real y que, exagerada, les expondría a ser tragados por un mundo imaginario. Es el tipo introvertido cuya tendencia, a pesar de sus esfuerzos, es huir a un mundo de recuerdos y de afectos desenfrenados. Es, evidentemente, otra for­ma de abordar las dificultades de la existencia: se sucumbe a su fascinación íntima, el sujeto se entierra con sus afectos para renacer cuando éstos han cesado. Pero este tipo corre el riesgo de que la bomba en la que se encierra estalle un día; el individuo sospecha entonces que todo el mundo está al corriente de sus desventuras, que «los gorriones le pían sobre los tejados». Una persona, por ejemplo, que sufre dificultades crecientes, se retira del círculo de sus amigos, se hunde en lo más profundo de sí mismo, alquila una casa soli­taria; evita, si llega el caso, hablar con los demás inquilinos. Un buen día esta persona tiene la sen­sación desagradable de que pasa algo que no puede precisar. Llega a pensar que funcionan radios, que se tienden hilos para transmitir comunicacio­nes sobre él; otro día, al oír a los vecinos de arriba charlar y ver que se callan al acercarse él, piensa: «Por lo menos esto es sospechoso.» Y así continúa durante algún tiempo hasta que, al fin, oye en una ocasión que hacen una observación que, a sus ojos, implica el conocimiento de sus secretos divul­gados. La bomba está a punto de estallar. El su­jeto es presa de una gran excitación acompañada de gritos desordenados, se arranca las ropas del cuerpo y confiesa a los cuatro vientos todo lo que —según él—ha pasado y qué clase de ser abomi­nable es. Entonces se dice que esta persona está loca y le encierran en un manicomio .

En otra representación (esquema 4) la zona os­cura representa la conciencia, el mundo conscien­te tal como lo percibimos y en el que nos orienta­mos gracias a la sensación, al pensamiento, a la intuición y al sentimiento. La zona blanca 5, que sirve de transición entre la zona oscura y la más clara, representa el umbral que da paso al yo des­de el mundo exterior hasta el mundo interior Mientras el mundo exterior y consciente capta toda nuestra atención, no observamos gran cosa en esta zona intermedia. Pero en cuanto la con­centración de la conciencia disminuye, los recuer­dos, las contribuciones subjetivas, los afectos y las irrupciones aparecen en su superficie, proce­dentes de un centro oscuro al que el término de inconsciente sólo tiene la pretensión de aludir .

Así, en el primitivo se puede observar clara­mente que la caída de la noche revoluciona su concepción de las cosas. Durante el día toda su capacidad de atención está vuelta hacia el mundo exterior y concreto. Pero cuando sobreviene la oscuridad todo se vuelve mágico y lleno de espí­ritus, pues la puesta del sol supone para el primi­tivo la extinción de la conciencia diurna; en cuanto falta la luz, reaparece el mundo interior, que para el primitivo es tan real y concreto como el mundo exterior. Contenidos que proceden del inconsciente psíquico caen en el sector consciente del mundo interior individual y suscitan en él ciertos efectos cuya procedencia absolutamente íntima escapa al primitivo, por lo que atribuye su causa al único mundo que él conoce: el mundo exterior. En otras palabras, los espíritus son para él realidades, seres como ustedes y como yo. Es cierto que no se les puede ver, pero no por ello son menos reales a sus ojos y dejan de nece­sitar alimentos. Y cuando un blanco le replica al primitivo que los espíritus no han probado los ali­mentos que les ofreció, éste le responde que los espíritus se mantienen de un alimento invisible aspirando los olores. Esto recuerda mucho a la representación antigua de los dioses, según la cual éstos se complacían con el olor de los alimentos y se mantenían con él. En el primitivo, pues, el interior está proyectado en el exterior y aparece siempre durante la noche .


Esquema 4



1. Sensación

2. Pensamiento

3. Intuición

4. Sentimiento

5. El Yo, la voluntad

6. Recuerdos

7. Contribuciones subjetivas

8. Afectos

9. Irrupciones

10. Inconsciente personal

11. Inconsciente colectivo

Ya no es así para nosotros, pues todo esto se nos ha vuelto oscuro y la periodicidad diurna-nocturna se ha difuminado; por la noche somos lo mismo que fuimos durante el día; como máximo, quizá nos reímos de la noche; pero el sentimiento de que el mundo oscuro es diferente del mundo so­leado se nos ha vuelto totalmente extraño; en efecto, nosotros no proyectamos ya con la misma ingenuidad nuestros datos interiores en el mundo exterior. Ello no significa que estos datos no están ya en nosotros; ellos mismos nos fuerzan a obser­varlos, a erigirlos como ciencia, como ciencia psico­lógica. Ahora hablamos de psique, de inconsciente, de irrupciones y de afectos, etc., nociones que cir­cunscriben para nosotros el dominio legítimo de una realidad psíquica inconsciente. Por otra parte, es aún bastante frecuente entre nosotros que estas realidades interiores sean proyectadas al exterior. Estas proyecciones entregan nuestra alma al sa­queo: aquello que en realidad vive en nosotros ve cómo se le confiere una existencia exterior .


4. La experiencia de las asociaciones


En lo que precede, hemos pasado revista a los elementos necesarios para una orientación en el dominio de la conciencia. No hemos hablado hasta aquí del inconsciente más que por alusiones, pues, antes de abordarlo, nos es preciso despejar las vías de acceso a los espacios íntimos y oscuros y asegurarnos de que las sendas de penetración que habremos de seguir son transitables, al menos en su comienzo, y dignas de alguna confianza cientí­fica. A este efecto debo hablar de los métodos em­pleados y de sus nociones fundamentales. Qui­siera hablarles ante todo de las experiencias de asociaciones. Con ellas nos vamos a mover entera­mente en el dominio de la psicología experimental, pero estas experiencias nos ponen en condiciones de estudiar hechos esenciales que iluminan de forma muy interesante y singular las funciones del inconsciente. Al principio, con estas experien­cias, se perseguía objetos muy diferentes; se tra­taba de estudiar de forma experimental el meca­nismo de las asociaciones; esto era bastante utó­pico, pues medios tan primitivos no podían ayudar mucho en un campo tan complicado como el de nuestras asociaciones. Pero, en la ciencia, es fre­cuente que investigaciones que no cumplen las esperanzas puestas en ellas abran, con gran sor­presa del investigador, nuevos e inesperados hori­zontes. El procedimiento de una experiencia seme­jante, adaptada al estudio de los complejos, es el siguiente: el experimentador dispone de una lista de palabras, llamadas palabras inductoras, que ha elegido al azar y que no deben tener entre sí ninguna relación de significación, condición indis­pensable para una experiencia de puras asociacio­nes. Debemos tomar palabras aisladas, carentes, repitámoslo, de toda relación significativa. He aquí un ejemplo: agua, círculo, silla, hierba, azul, cu­chillo, ayudar, peso, preparado. Cuando se pre­senta una tras otra estas palabras a un sujeto, no emana de esta lista ninguna sugerencia (lo que no ocurre nunca cuando varias palabras constituyen un tema cualquiera). El experimentador invita al sujeto a reaccionar a cada palabra inductora lo más rápidamente posible, limitándose a pronunciar la primera palabra que le acuda a la mente. A la palabra «agua», lanzada, por así decirlo, por el experimentador, el sujeto responderá lo antes posible con la primera palabra que acuda a su mente, por ejemplo, «mojado» o «verde» o «H2O» o «lavar», etc. El experimentador mide el tiempo de reacción con un cronómetro que indica hasta los quintos de segundo. (Una precisión mayor sería superflua y casi inútil, siendo los errores inheren­tes a esta experiencia de un orden de magnitud muy superior a un quinto de segundo.) Se hace funcionar el cronómetro, por ejemplo, cada vez que se pronuncia la última sílaba de la palabra inductora y se para en cuanto el sujeto deja oír la primera sílaba de la palabra inducida. Se anota el tiempo transcurrido, al que se llama tiempo de reacción. Yo suelo experimentar con cincuenta reacciones o algunas más, pues un número dema­siado grande sería perjudicial, a causa de la fati­ga que produce. En general, se suele limitar las reacciones de cincuenta a cien .

Durante estas experiencias se observa que los tiempos de reacción son muy desiguales, tan pronto cortos como largos; se observa, también, que ciertas respuestas sufren perturbaciones: el sujeto olvida la recomendación inicial invitándole a responder con una sola palabra y responde con toda una frase, o bien, sin cuidarse del sentido de la palabra inductora, reacciona por una asocia­ción tonal, lo que es también una ligera desviación respecto a las instrucciones previas. Se producen, asimismo, otros incidentes: al pronunciar el experimentador la palabra «agua», ocurre que el sujeto reaccione por «Agua: pues verde», lo que constitu­ye, entre otras cosas, una repetición inesperada de la palabra inductora o bien, por: «Verde... ¡No, quería decir azul!»: el sujeto ha tenido un lapsus. O bien, que se eche a reír, que exclame o responda algo inadecuado, «sí» o «no», antes, por ejemplo, de la reacción requerida. O, incluso, que el sujeto no comprenda o comprenda mal la palabra induc­tora claramente pronunciada, o que reaccione con una palabra estereotipada, es decir, con una mis­ma palabra inducida, indiferentemente a las diver­sas palabras inductoras. Ciertos sujetos, por ejem­plo, reaccionan frecuentemente repitiendo la pa­labra: «bello». A todas estas perturbaciones, así como a los tiempos de reacción demasiado prolon­gados o a las ausencias de reacción, se les llama in­dicios de complejo. Se ha comprobado, en efecto, que las palabras inductoras que determinan una perturbación cualquiera de la reacción son aque­llas que encuentran en el sujeto un contenido emo­cional, es decir, que despiertan un eco en la parte del alma representada por la zona amarilla del es­quema 4, pág. 151, y que afectan de alguna forma a la esfera íntima tabú. Cuando una palabra induc­tora no interesa más que a la superficie de la con­ciencia, la reacción es normal y no se produce na­da insólito pero cuando, por el contrario, ataca y atraviesa los diques protectores de la vida inte­rior y penetra en la intimidad del yo, determina una perturbación de la reacción exterior, desenca­denando en el interior del ser un automatismo para el que el individuo no está preparado, que capta su atención, le subyuga, en cierto modo, y le impi­de así cumplir las instrucciones dadas.

Asocio a la fase arriba descrita de la experien­cia una segunda fase, que consiste en lo siguien­te: tras haber registrado un cierto número de aso­ciaciones, se vuelve a empezar la lista de palabras inductoras desde el principio, rogando al sujeto que repita la respuesta dada a cada una de ellas. Se pregunta: ¿Qué respondió a la palabra «agua»? El sujeto se acuerda o no se acuerda, o incluso cree acordarse, pero da una respuesta diferente. Todo esto se anota. Las reacciones olvidadas cons­tituyen reproducciones defectuosas. Se ha consta­tado que éstas son también indicios de complejo, con la misma razón que las otras perturbaciones que distinguen a las asociaciones que han rozado la esfera afectiva. Añadamos que la actitud, los gestos, las expresiones del sujeto, su risa, su tos, sus posibles balbuceos, proporcionan también in­dicaciones preciosas al experimentador entrenado. Pero transcribamos una de estas experiencias.




Palabra inductora
Tiempo de reacción
Indicios de complejo
Repro­ducción

Agua
Círculo
Silla
Nadar
Azul
Cuchillo Ayudar
Peso Preparado


4/5 de segundo
4/5
5/5
6/5
7/5
20/5
15/5
10/5
8/5

0
0
0
0
0
3
3
1
0

+ = exacto
+
+
+
+
- = falso
-
+
-


Constatamos aquí una serie de tiempos de reac­ción decreciente desde veinte quintos hasta ocho quintos de segundo. El tiempo de reacción medio y normal de este sujeto es de siete quintos de segundo. Con la palabra «cuchillo» aparece un tiempo de reacción prolongado que va decreciendo en el curso de las tres asociaciones siguientes: se llama a esto una perseveración y se establece la hipótesis de que la palabra «cuchillo» ha rozado la esfera afectiva del sujeto, lo que ha paralizado momentáneamente su atención. Los indicios de complejos revelan que el sujeto no logra reaccio­nar correctamente y que las reproducciones están también perturbadas 10. ¿De qué puede tratarse en el caso de nuestro sujeto? ¿Qué significa el hecho de que la palabra «cuchillo» al ser oída desenca­dene semejantes reacciones? Las reacciones siguientes son de nuevo norma­les; un tiempo de reacción prolongado se produce otra vez ante la palabra «lanza».




Palabra inductora
Tiempo de reacción
Indicios de complejo
Repro­ducción

Lanza

12/5 de segundo

1





Siguen luego algunas asociaciones normales, y más adelante:



Palabra inductora
Tiempo de reacción
Indicios de complejo
Repro­ducción
Pegar
Árbol
9/5 de segundo 10/5
1
1
-
+


La palabra crítica es aquí «pegar», no apare­ciendo la perturbación más importante, sin em­bargo, sino más tarde. La conexión con la esfera afectiva no ha sido sentida claramente de forma inmediata; por así decirlo, la cuña no se ha hun­dido sino progresivamente y sólo ha determinado la perturbación principal en el curso de la reac­ción siguiente; luego, ésta ha cesado a su vez: es lo que se llama una perseveración relativa. Una tercera palabra ha determinado también una se­rie perturbada; es la palabra «puntiagudo», segui­da de tres palabras indiferentes:




Palabra inductora
Tiempo de reacción
Indicios de complejo
Repro­ducción

Puntiagudo

15/5 de segundo 18/5
10/5
6/5

2
3
1
0

-
-
+
+



Hubo también varias reproducciones falsas; también aquí, el sujeto reaccionó antes de que el término crítico ejerciera su plena eficacia, que no estalló sino en la reacción siguiente .

El sujeto era un hombre de treinta y dos años, empleado en la época de la experiencia en una clínica, y se había prestado voluntariamente a la experiencia, le pregunté:

—¿Ha notado que, a veces, ha vacilado largo rato?

—¡No, he respondido siempre directamente!

—¿Está usted seguro de que no ha cometido errores de reproducción?

—Sí; todas mis reproducciones eran fieles .

—Y, aparte de eso, ¿ha notado usted algo espe­cial?

—No; si no fuera así, se lo diría .

—¿Me permite hacer una reflexión? Usted ha debido de vivir hace tiempo una historia muy des­agradable, probablemente una reyerta a cuchillo que sin duda, tuvo consecuencias enojosas .

¡El hombre casi se cae de la silla!

—¿Cómo lo sabe? Le pregunté si era cierto. Me respondió:

—¡Sí! Pero yo estaba a cien leguas de pensar en ello .

Había cumplido una condena de prisión en el extranjero a causa de una pelea a cuchillo en el curso de la cual había herido gravemente a su adversario. Era una mancha en su vida, y, natu­ralmente, se había cuidado de que ninguna de las personas con las que actualmente trataba se en­terara de ella. En cuanto a él, se había esforzado por olvidar. Era todavía joven en la época del acci­dente, que se remontaba a unos diez años atrás. Ni por un instante había imaginado que me fuera posible encontrar el rastro de ello. Pero, comprué­benlo ustedes mismos. Las palabras «cuchillo», «lanza», «pegar», «puntiagudo» producían en él como un sobresalto. Y esto permite esbozar un diagnóstico. Lo más interesante es que el sujeto mismo no había notado nada de sus vacilaciones; pues cada vez que una palabra inductora crítica hace blanco, la conciencia se siente inmediata­mente fascinada; se vuelve hacia el interior y no percibe ya lo que pasa en el exterior. El sujeto, pues, no se da cuenta de que vacila. Es víctima de una ausencia que capta su atención por un ins­tante, durante el cual el tiempo sigue transcu­rriendo. Luego vuelve en sí y reflexiona: «¿Qué ha dicho?», sin darse cuenta de que ha estado con el pensamiento en otra parte, arrastrado sin sa­berlo como por un torbellino en la complejidad de sus recuerdos y de sus imágenes interiores .

En ciertas ocasiones, con muchas menos aso­ciaciones, se puede llegar a un resultado cierto. Un día me vi acorralado por un profesor de dere­cho que se interesaba por estas experiencias, pero sin creer apenas en ellas. Fui a verle provisto de mis útiles: lista de palabras inductoras y cronó­metro. Era un señor de edad que al llegar a la de­cimoquinta asociación se cansó y me dijo:

—¿Qué es lo que usted pretende en realidad? ¿Qué puede salir de esto?

—Salen no pocas cosas que voy a decirle .

Las reacciones críticas habían sido:



Palabras inductoras
Palabras inducidas
dinero
poco
muerte
morir
besar
bello
corazón
palpitar
pagar
la semeuse 1


1 «La sembradora», en francés, en el original .


Se trataba de un universitario que rondaba los setenta años y pensaba ya en su retiro. Me atreví a llegar a las siguientes conclusiones:

1. Mi hombre debía de tener dificultades eco­nómicas de cierto orden, pues a «dinero» asoció «poco», y ante «pagar» reaccionó violentamente .

2. Cuando se llega a esa edad, se piensa invo­luntariamente en la muerte; naturalmente, no se habla de ello, lo que no impide que el inconsciente lo confiese con indiscreción. A la palabra «muer­te», el sujeto respondió «morir»: no abandona el tema, piensa en el tema y éste le domina 

3. «Besar», «bello». He aquí otra cosa: ¡es como un grito del corazón! En un viejo jurista, esto nos sorprende; pero, como se sabe, el amor florece a todas las edades. Por otra parte, recor­demos que a una edad avanzada ciertos recuerdos sentimentales reaparecen con facilidad, recordán­dose con ternura el encanto de la vida de antaño. Alguna aventura erótica debía de haber acudido a su memoria; he relacionado con ello a «la semeu­se», que servía de efigie en las monedas france­sas. ¿Por qué no podía haber habido alguna fran­cesa en su vida? Le dije: —Es evidente que usted tiene dificultades eco­nómicas; piensa en la muerte a causa de un ata­que cardiaco; de vez en cuando tiene palpitaciones. Y, además, usted tiene dulces recuerdos que le han hecho evocar probablemente una aventura amorosa con una francesa .

Dio un puñetazo en la mesa: —¡Pero esto es magia negra!—exclamó—. ¿Có­mo sabe usted eso? —¿Es cierto? —Sí, es cierto—. Corrió luego a la habitación de al lado y le dijo a su mujer—: Ven, tienes que someterte también a la experiencia—. Y luego—: No, mejor no, sin duda es preferible .

Se pensará que mis conclusiones no carecían de audacia. Efectivamente. Pero debo confesar que durante esta experiencia no estaba ya en mis co­mienzos: había realizado un gran número de ex­periencias y el largo hábito había aguzado mi juicio .

pregunta: «Las funciones conscientes de la vida interior, ¿están situadas en todos los seres en el mismo orden: recuerdos, contribuciones sub­jetivas, afectos e irrupciones?»

respuesta: Se puede considerar arbitrario el or­den que he asignado a estas funciones; se puede también invertir el orden descrito. En un sujeto dado son, quizá, las irrupciones las que deben fi­gurar en primer lugar; en él, los recuerdos mismos pueden proceder por irrupciones; el sujeto está constantemente bajo el influjo de acontecimientos interiores; se trata, naturalmente, de un tempera­mento patológico o de una persona que se encuen­tra provisionalmente en un estadio de su existen­cia particularmente productivo, en el curso del cual el mundo interior desborda de vida. En ge­neral, habrá que atenerse al orden que he pro­puesto, pues no es habitual que las irrupciones que surgen del inconsciente se produzcan con fre­cuencia. Cada cual, sin embargo, es libre de se­guir su temperamento, su inclinación personal, y de clasificar y situar sus funciones según su propia experiencia; he propuesto esta clasificación porque la memoria es una facultad que, hasta un cierto punto, obedece a la voluntad; las contribu­ciones subjetivas también, pero en un grado me­nor, pues a veces no se puede impedir pensar o sentir cosas que nos reprochamos profundamen­te y que preferiríamos no sentir en nosotros. En cuanto a los afectos, están fuera del alcance de la voluntad; cuando se producen, en fin, irrupciones, se es víctima de un knock-out que nos hace mor­der el polvo y que nos sume en un estado momen­táneamente confuso. La característica más autén­tica de este espacio interior es que en él estamos reducidos a la pasividad; el sujeto no es ya actuan­te, sino que está condenado al papel de paciente. Así es, por lo menos, para nosotros, los occidenta­les, mientras que las culturas orientales, por su parte, han aspirado a crear un orden, una disci­plina en este mundo interior. Hay que considerar también la intención que preside los esfuerzos de la psicología analítica de no dejar que reine la pura barbarie en este espacio interior, sino de edi­ficar en él una disciplina llegando al conocimiento de los datos que contiene. No debemos confundir el espacio psíquico interior y consciente con el in­consciente. Tengo conciencia del recuerdo des­agradable que me asalta, de la cólera que siento o de la inspiración luminosa que cruza por mi mente. El inconsciente no comienza hasta una capa más inferior, círculos centrales, esquema 4, pág. 151. Los egipcios pintaban las estatuas de Osiris de azul para indicar que pertenecían al mundo subterráneo. Las cosas, allí, comienzan a ser diferentes, pero todavía no hemos hablado de ello .

pregunta: ¿Hay un parentesco entre las con­tribuciones subjetivas de las funciones y las per­turbaciones que los complejos determinan en las asociaciones?

respuesta: Hay, efectivamente, un parentesco. En cuanto las contribuciones subjetivas comien­zan a hacerse notar de forma desagradable, en cuanto por ejemplo uno se siente a disgusto—a causa tan sólo de algunos pensamientos o de algu­nos sentimientos percibidos en el fondo de uno mismo—, esta sensación de disgusto es ya una per­turbación que revela un complejo. El mecanismo que actúa es el mismo que el que interviene en la perturbación de una asociación. Un ejemplo: ha muerto el tío de un amigo nuestro y tenemos que darle el pésame; ahora bien, sabemos que el amigo en cuestión, en el fondo, en un sentido, se siente muy feliz de la muerte de su tío, que le hace en­trar en posesión de unos buenos ahorros; esta idea que subyace en nuestra mente va a ser res­ponsable de nuestro lapsus, y, en lugar de darle el pésame le felicitamos12. La contribución sub­jetiva, nuestro pensamiento subyacente, se ha abierto camino victoriosamente, lo que es debido, naturalmente, a un complejo; por ejemplo, a una identificación inconsciente con el feliz heredero. En un caso semejante, las contribuciones subjetivas salen claramente a la luz. Otro ejemplo: cuando en el curso de una entrevista la conversa­ción aborda una cuestión crítica para nuestro in­terlocutor, éste guiña los ojos, lo que quiere decir: «Echo el telón»: pasa por el escenario alguien que no quiere ser visto. Así, pues, existe naturalmente una multitud de imponderables, que son otros tantos indicios de nuestras reacciones secretas .

pregunta: ¿Acaso las perturbaciones que apa­recen en el curso de experiencias de asociación hechas con primitivos no son condicionadas, ade­más de por los complejos, por las prohibiciones que emanan de los tabúes?

respuesta: Yo no he hecho experiencias de aso­ciaciones con los primitivos. No es nada sencillo experimentar con ellos. Fotografiarlos presenta ya dificultades, pues, para el primitivo, la imagen de un ser es su alma. Cuando hacemos una imagen de él y nos la llevamos con nosotros, lo que hace­mos es raptarle una de sus almas y podría caer enfermo. Por eso, los primitivos no quieren dejar­se fotografiar; y además por miedo a que la ima­gen caiga en manos de un hechicero, quien podría servirse de ella para sus maleficios y sustraerle otras almas al ser fotografiado, hasta que le sobre­venga la muerte. De modo que las tentativas ex­perimentales no son posibles más que con mission boys, los cuales, habiendo perdido su carácter na­tural, son, en general, poco recomendables para experiencias psicológicas. En ellos se encontraría sobre todo complejos europeos y abominables sentimientos de inferioridad debidos a su color. Si se llegara a hacer experiencias de asociaciones con primitivos que se hayan mantenido auténticos, se encontraría incontestablemente reticencias que es­tarían en general menos condicionadas por com­plejos personales que por prohibiciones colectivas emanadas de los tabúes. Se puede observar, por ejemplo, que cuando se habla de espíritus en presencia de los primitivos éstos tienen una reac­ción análoga a la de un ser civilizado en el que se hubiera descubierto un complejo o en presencia del cual se hubiera hecho una reflexión molesta (lo que, en el fondo, viene a ser lo mismo). Se constata exactamente los mismos síntomas, cosa que no debe extrañar, pues las turbaciones y los embarazos del civilizado frente a sus complejos son simplemente los residuos de antiguos tabúes .

2. 13
Continuemos nuestras experiencias de asociacio­nes. Deseo citar ahora otros ejemplos que nos da­rán una impresión de conjunto de lo que son los complejos y que nos pondrán en camino hacia su teoría. Para empezar, veamos la lista de las pala­bras inductoras críticas: «rezar», «separar», «ca­sarse», «disputar», «familia», «felicidad», «falso», «besar», «elegir», «contento»; estaban repartidas subrayémoslo—entre un gran número de pala­bras inductoras indiferentes y no formaban, por tanto, una serie sugestiva. Busquemos qué es lo que puede haber aquí. Yo conocía, antes de iniciar la experiencia, los siguientes detalles: mi cliente era una mujer casada de treinta años. Su marido la había llevado a mi consulta a causa de unas crisis exacerbadas de celos que le martirizaban, aunque saltara a la vista que el marido era un hombre bueno como un cordero, incapaz de la me­nor desviación. No obstante, ella tenía esos celos violentos, tan conocidos, cuyos accesos están des­provistos de fundamento. Estaba casada desde hacía tres años y era católica practicante; el mari­do era protestante, lo que, según ellos, no inter­venía en absoluto. Es de señalar que ella era de una gazmoñería singular: por ejemplo, no se ha­bía desnudado jamás delante de su marido, sino siempre en una habitación contigua; su hermana también casada, había tenido un hijo el año ante­rior, pero de este hecho no se podía hablar en la conversación, pues aludía a una cosa inconvenien­te. Por lo demás, según decían, habían sido felices. Naturalmente, yo examiné a fondo primero a la mujer y luego le pregunté: —¿No es una fuente de dificultades el que us­ted sea católica y su marido protestante? —No, nos hemos puesto de acuerdo sobre esto. Para mi madre es muy importante que yo siga siendo católica y que mis hijos sean educados ca­tólicamente .

El marido, interrogado sobre la misma cues­tión, me respondió: —Eso no cuenta para nada: yo no voy mucho al templo .

Le pregunté de nuevo: —¿Es usted desgraciada en su matrimonio? —En absoluto—dijo—, siento un gran amor por mi marido, y por eso estoy celosa. ¿De dónde pue­de provenir esto? ¿Será quizá porque yo tengo un temperamento apasionado? Comprendí que con una simple conversación no se podía sacar nada de la paciente, y le propuse, para acortar su suplicio, someterla a una pequeña experiencia .

Veamos el resultado del estudio con ella de las reacciones críticas. La palabra «rezar» había de­terminado perturbaciones sensibles. Lo que «re­zar» podía implicar de desagradable acudió en­tonces a su mente. Tras algunas vacilaciones, con­fesó: «Naturalmente, el cura, en la confesión, siempre pincha un poco, y, de todas formas, no deja de ser desagradable que mi marido sea pro­testante; a pesar de todo, quizá sea nefasto que haya dos religiones en la familia.» La palabra «separar» le inspiró, asimismo, un comentario: ««A fin de cuentas, separar al matri­monio.» Ante «casarse», confesó, al ir emergiendo poco a poco el secreto de la historia, que los celos ha­bían trastornado profundamente la vida matri­monial .

Ante «disputar», me entero de que tiene innumerables disputas con su marido y que la pareja está lejos de ser tan feliz corno ellos pretenden .

Ante «familia», ella asocia: «Descomposición de la familia.» Ante «felicidad»: «No hay felicidad en el ma­trimonio.» Ante «falso»: «Es falso dejarse llevar por ima­ginaciones sobre otras personas...» —¿Otras personas? —Sobre otros hombres .

Ante «besar»: «Besar a otro hombre.» Ante «elegir»: «Se elige mal.» Ante «contento»: «Se está muy descontento.» Era la verdad. Resultó claro que ella tenía la cabeza llena de pensamientos eróticos en relación con otros hombres, mientras que su marido, estú­pidamente, no le proporcionaba ni el menor pre­texto que justificara el más pequeño reproche. No pudiendo confesarse semejantes pensamientos, te­nía que hacer escenas para engañar, como si el culpable fuera él y no ella. De esta suerte, ella le martirizaba escandalosamente; no le amaba, en el fondo, sino que, por el contrario, le odiaba y pensaba desembarazarse de él .

Este ejemplo nos muestra la utilidad de seme­jante experiencia; cuando se tiene una simple conversación con una persona, ésta, a pesar de sus guiños de ojos, puede lograr engañarnos de medio a medio y a veces se la cree por completo. Pero cuando se practica esta experiencia y se tiene ante sí el resultado por escrito, uno sabe a qué atenerse .

He aquí un nuevo ejemplo, mucho más trágico. Se trata de una mujer de unos treinta y dos años. Tenía fortuna y vivía en el extranjero con sus dos hijos. Tres o cuatro meses antes de que yo la co­nociera había perdido al mayor, una niña de cua­tro años que había muerto de fiebre tifoidea. In­mediatamente después de la muerte de su hija, apareció en ella un estado depresivo patológico que hizo necesario un tratamiento en una clínica. El motivo de su depresión parecía a los psiquia­tras de una claridad evidente: su hija preferida le había sido arrebatada y este golpe había acaba­do con su equilibrio. Fue trasladada a mi servicio y tuve que ocuparme de su caso. Quise asegurar­me de que no existían otros encadenamientos y la interrogué abundantemente. Me respondió con una claridad que su estado no había empañado: «La pérdida irreparable de esta niña me ha dejado inconsolable; yo era, además, muy feliz, y todo iba muy bien.» En su depresión no era discernible ningún otro motivo. No obstante, hice con ella una experiencia de asociaciones, la cual aclaró su patogenia. He aquí la lista de las palabras inductoras críticas que determinaron reacciones pro­longadas: «Angel», «terco», «malo», «azul», «ro­jo» (seguida de una perseveración), «rico», «que­rido», «caer», «libre» (seguida de una persevera­ción), «casarse» (seguida de una perseveración que se extiende a las dos palabras siguientes in­diferentes). No les voy a pedir que adivinen el significado de este jeroglífico. No podrían resol­verlo, pues son necesarios detalles complementarios; yo tuve que preguntarle a la paciente qué evocaban en ella las palabras inductoras críticas, esperando de este modo ponerme en la pista de los complejos afectivos eventualmente responsa­bles de su depresión .

«Ángel»—¿Qué acude a su mente cuando yo pronunció esta palabra?—le pregunté .

Sus ojos se llenaron de lágrimas y la enferma respondió que pensaba en su niña muerta. La en­cadené aún más diciéndole que comprendía su turbación y que la compadecía en su dolor. Era una buena introducción para las palabras inducto­ras siguientes, que parecían aún más plenas de desazón y por las que no hubiera sido acertado comenzar .

«Terco». Ella meditó largamente y al final dijo: «Quizá yo sea muy obstinada. ¿Por qué? Se es obstinado o no se es». No me paré más en ello, pero anoté para mí que quizá había allí algo por elucidar .

«Malo». Esta palabra suscitó la misma medita­ción que la precedente; fue visible que alcanzaba a su fondo, a lo más íntimo de ella, de forma in­decible y que la hundía en un estado confuso. Allí se encontraba, ciertamente, el complejo patológico específico, responsable de su mal. Se trataba de algo que ella no conseguía ni captar, ni realizar, ni dominar. Los ingleses dicen algo parecido: I cannot cope with it, no puedo con ello, es su­perior a mis fuerzas. Es tan intenso, tan peligroso, tan pesado, que no se logra aprehender. Las co­sas que adquieren y poseen en un ser tales pro- porciones le vuelven loco; lo que el yo no logra incorporarse es patógeno. El infortunado que tiene la desgracia de ser cogido en el engranaje de un conflicto semejante sin disponer de una cabeza firme, bien asentada sobre sus hombros, tiene las mayores probabilidades de ser víctima de una explosión, en sentido figurado, de su caja craneana. Lo anoté en mi ficha: debajo de esto hay algo grave .

«Azul». —«Sí, los ojos de mi niña eran azules; tenía ojos muy bonitos; desde que nació fueron la admiración de todos.» Luego, se envaró de pron­to; yo lo percibí y anoté de nuevo: también aquí hay algo, pues su rostro había adquirido la expre­sión patológica que expresa la presencia de un ele­mento intangible que subyuga .

«Rico». —«No me viene nada a la mente; es una cuestión que puede serme indiferente, pues nos­otros vivimos con desahogo. ¿Por qué me puede afectar? ¿Quién es tan rico, entonces? ¡Ah, sí, exacto, es el señor X!» —¿Qué relación tiene con usted? —Estuve enamorada de él. Pero ¿qué importa esto? Sí, ¿sabe usted?.. .

Yo anoté: aquí hay gato encerrado. Efectiva­mente, terminó por surgir un episodio: poco antes de la enfermedad de su hija, la paciente había re­cibido la visita de un señor, amigo de este rico señor X, quien, aprovechando una ausencia mo­mentánea del marido, le dijo: «He visto reciente­mente al señor X, para el que fue un duro golpe enterarse de su matrimonio.» Esta reflexión había sido la chispa en el barril de pólvora. La enferma, siendo muchacha, había estado locamente enamo­rada de este señor X; ella procedía de una familia modesta, mientras que el señor X pertenecía a una gran familia. Se había dicho: un joven como él no tendrá ni una mirada para mí; no hay espe­ranzas y debo pensar en otro. A costa de un gran esfuerzo logró dominar y modificar sus sentimien­tos, y se casó con su actual marido. Al principio, todo fue bien. Ella fue muy feliz cuando nació el primer hijo, pero se produjo entonces un inciden­te de lo más penoso: apenas abrió la niña los ojos, su madre comprobó que no tenía ni los ojos de su marido ni los suyos, sino los del joven al que ella había amado. Se consoló con la idea de que Dios le había hecho el regalo de aquella hija con aque­llos ojos, en recuerdo de su inmenso amor. Indu­dablemente, esta ambiciosa hipótesis le había sido necesaria para lograr encajar, superar, el golpe. Luego no volvió a oír hablar del señor X y la vida transcurrió tranquila y sin sobresaltos. Pero, un buen día, se produjo la visita de aquel amigo co­mún, quien le reveló que aquel hombre también había estado enamorado de ella y que había la­mentado saber que se casaba con otro. Desde ese momento, apareció en la enferma lo que siempre aparece en estos casos: una situación, una tensión afectiva, que puso a su ser consciente en estado de deficiencia, que le hizo perder pie, de suerte que, por el hecho de esta «disminución de su ni­vel mental» (Pierre Janet) ya no se dio plena- mente cuenta de lo que hacía. Sólo sabe que la niña, de pronto, cayó enferma .

La palabra siguiente era «costumbres»; ella reaccionó con «malas costumbres», queriendo de­cir, «costumbres inmorales». Luego volvió a la palabra «malo». Le pregunté: —¿Qué quiere usted decir? ¿Qué es lo que hay de inmoral y de malo? —No lo sé—respondió .

«Dinero». Esto evocó las posibilidades pasadas, ya entrevistas a propósito de la palabra «rico» .
«Querido». Pensó en su querida hija .
«Caer». Esta palabra le hizo pensar en sus ima­ginaciones eróticas respecto a su amor pasado .
«Casarse» evocó su matrimonio, un tanto arti­ficial .

Sólo quedaban sin explicar las palabras «malo», «terco» e «inmoral». Volví a la palabra «malo» y le pregunté: —¿Qué hay en el fondo de esto? ¿Ha omitido usted contarme algo? ¿Cómo contrajo su hija la fiebre tifoidea? —Pues, verá: la bañé con agua normal .

La enferma había vivido en una población en la que había agua potable y agua no potable. Mientras bañaba a su hija en agua no potable—de lo que se dio cuenta cuando ya era tarde—la vio de pronto llevarse la esponja a la boca pero esta­ba tan obnubilada que ni pensó en impedirlo. Este accidente le hizo perder todo control; el hijo me­nor, de dos años y medio, se acercó a la bañera y quiso también beber agua; ella le dejó. ¿Por qué había hecho esto? No lo sabía. Vi que estaba ano­nadada y cerrada tanto a la realización mental como a la concepción del hecho cometido. Inte­rrumpí el examen pues el tema se había hecho incluso para mí demasiado candente. Me vi de pronto enfrentado con un irremediable conflicto. Se trataba de una enferma de la que habían dado un diagnóstico de esquizofrenia pero que quizá se podía todavía salvar. Si no se hace nada, pen­saba yo, saldrá del manicomio tras un tiempo más o menos largo, con un daño más o menos grave. El drama, no corregido, caerá en el olvido; será aso­ciado simplemente al dominio del más allá y ella no sabrá jamás lo que ha hecho realmente. O bien, tengo que arriesgarme a hacer estallar todo el edificio diciéndole que ha asesinado a su hija y que quería matar también a su hijo para poder casarse con el señor X. Tal era la situación. Re­flexioné sobre ella durante un día y una noche, y me dije: antes que dejar a la enferma hundirse con un daño irreparable en un manicomio, es pre­ferible pinchar la pompa. De esta forma, tengo por lo menos una posibilidad de curarla. Sabía que podía ser curada pero que no era completa­mente seguro. Como médico, tenía que correr el riesgo. Al día siguiente visité a la enferma y le dije: «Tengo que comunicarle algo grave. Usted mató a su hija y quiso matar también al peque­ño, el cual no resultó infectado por un milagro. Quería hacerlo para desembarazarse de sus hi­jos, romper el matrimonio y poder casarse con el otro». Me dirigió una mirada fija, lanzó un gran grito y estalló en sollozos. Pensé para mí: «Ya es­tá...» Al poco, la enferma volvió en sí, se mostró razonable, y quince días después pudo ser libera­da, ya curada. No tuvo ya dolencia mental alguna; durante los quince años en que continué teniendo noticias de ella se mantuvo siempre con buena sa­lud. Este caso, sin embargo, tenía también un aspecto que interesaba a la justicia criminal; la paciente, como homicida, estaba incursa en una pena; su depresión mental había arreglado psico­lógicamente su caso; la alienación la había salvado de la cárcel, y el enorme peso con el que yo carga­ba su conciencia la había salvado de la alienación, pues, aceptando el propio pecado, se puede vivir con él, mientras que su rechazo trae consigo in­calculables consecuencias .

En el curso de una experiencia semejante, se pueden encontrar, pues, elementos de importan­cia vital que son excesivamente peligrosos. Es sorprendente la frecuencia con la que se descubre bajo una superficie inocente cosas en ignición. Mi experiencia me ha enseñado una gran pruden­cia, pues hay más seres de los que se cree que lle­van en sí una psicosis latente. Numerosas psicosis duermen ya en el inconsciente; determinan en sus portadores, en la superficie, una apariencia exa­geradamente normal. Lo constataremos, por ejem­plo, en que el sujeto en cuestión es un vegetariano convencido o un abstinente intransigente, o en que pertenece con exceso de celo a una asociación benefactora, o en que le gustan las acciones especialmente razonables, como para probar que todo lo que él hace entra en el campo de la absoluta razón. Este es también el motivo por el que tantos individuos portadores de psicosis latentes se con­vierten en alienistas, como para probar que son mucho menos locos que los enfermos a los que tratan. Sienten una gran satisfacción que les tran­quiliza y pueden exclamar: «¡Señor, gracias por no haberme hecho como a ésos!» Esta actitud, a veces, salva una vida .

Esta experiencia implica ciertos complementos. Naturalmente, mientras no se pudo aportar la prueba material de que se trataba de manifesta­ciones afectivas, se dudó durante mucho tiempo de la exactitud experimental que permite, con toda la claridad requerida, descubrir los afectos. Me refiero al fenómeno psicogalvánico. Su princi­pio es el siguiente: desde hace mucho tiempo se sabe que son las manifestaciones afectivas las que influyen principalmente sobre el sistema nervio­so simpático, siendo éste el que preside, a su vez, el funcionamiento vegetativo del organismo. Los afectos, por sí mismos, hacen dilatar los vasos, actúan sobre el corazón, producen palpitaciones, hacen enrojecer o provocan vómitos, modifican los capilares sanguíneos de la superficie de la mano, el estado de secreción o de reposo de las glándulas de la piel, la posición de sus pelos, pro­ducen carne de gallina, etc. Es, pues, legítimo descubrir los afectos por modificaciones orgánicas de esta clase, que son fáciles de registrar con ayuda de un circuito eléctrico simple. En efecto, una corriente muy débil que atraviese el cuerpo —por ejemplo, entre las dos manos apoyadas en dos electrodos anchos—, encontrará, según el es­tado funcional, una resistencia más o menos gran­de; en estado normal, la resistencia experimen­tada, y por tanto la intensidad de la corriente, serán constantes; pero basta que sobrevenga un afecto para que los capilares de la piel se dilaten, las glándulas secreten y el contacto entre las ma­nos y los electrodos mejore; por consiguiente, la resistencia disminuye y la intensidad de la co­rriente aumenta. Las variaciones de la intensidad de la corriente, convenientemente registradas du­rante una experiencia de asociaciones, atestigua­rán oscilaciones de la resistencia electrocutánea, modulaciones que, en las condiciones de la expe­riencia, no pueden ser atribuidas más que a las reacciones afectivas del sujeto bajo el influjo de las palabras inductoras .

Se procede de la siguiente forma: se toma un elemento de pila que produzca una corriente de débil tensión—seis voltios—y se introduce en el circuito un galvanómetro de espejo que marca de forma muy sensible las modificaciones de la intensidad de la corriente, gracias a un imán sus­pendido que gira más o menos en función de dicha intensidad. El imán lleva un espejo sobre el que se proyecta un rayo luminoso, el cual, re­flejado, se desplaza sobre una escala cuando el espejo gira. Se introducen también en el circuito dos electrodos de latón, una especie de medias esferas de un grosor tal que se les puede tener bien en la mano. El sujeto coloca encima sus manos, que son cubiertas con saquitos de arena de un pe­so suficiente para neutralizar los movimientos musculares involuntarios. Un dispositivo registra­dor permite referir a una misma curva el instante en que es pronunciada la palabra inductora, el instante de la reacción y las desviaciones del rayo luminoso, que marcan las variaciones de la intensidad de la corriente. Se comprueba que las palabras inductoras indiferentes no provocan va­riaciones, mientras que, por el contrario, las pala­bras inductoras críticas, que suscitan un tiempo de reacción prolongado, determinan, tras una corta latencia, una amplificación de la intensidad; luego se pronuncia la palabra inductora siguiente, etc. Se obtiene así una curva que añade a los in­dicios de complejo, de los que hablamos anterior­mente, la prueba tangible de las repercusiones or­gánicas engendradas por los afectos subjetivos .

Se puede completar todavía este dispositivo con la ayuda de un pneumógrafo, gracias al cual se registra el ritmo y la amplitud respiratorios. Se podrá, pues, establecer al mismo tiempo una cur­va de la respiración que nos revelará un fenóme­no singular: durante la actividad de un complejo excitado por una palabra inductora, se constata, en efecto, una restricción de la respiración, que vuelve luego, poco a poco, a su nivel normal. En el momento crítico, el volumen respiratorio dismi­nuye y la respiración se hace entrecortada; no se respira ya sino la mitad, y el sujeto—si se llama su atención sobre ello—se sentirá oprimido. En la vida corriente, tales síntomas apenas se per­ciben, a no ser en la voz tensa de las personas que se debaten en una situación muy afectiva. Pues bien: imaginémonos este estado prolongado durante algunos días. El complejo existe en estado latente, acompañado por la tensión que engendra; la respiración se hace, pues, superficial; ello pro­voca una aireación insuficiente de los pulmones; de aquí derivan numerosas tuberculosis y ello explica la presencia de tantos neuróticos en Davos y en los sanatorios. En el curso de esta experien­cia, se pone, pues, de relieve una observación que se puede también hacer corrientemente: si ha­blamos con un sujeto acomplejado de esta clase y nos fijamos en su respiración, veremos que ésta es imperceptible, y que, de vez en cuando, es inte­rrumpida por un suspiro. Si le preguntamos por qué suspira, responderá: «No lo sé: suspiro.» Son seres cuya respiración está crónicamente dismi­nuida por la acción de un complejo. Estos fenó­menos se producen regularmente, sea consciente o no el complejo. Así, el fenómeno psicogalvánico, completado por el pneumógrafo, prueba de forma innegable la exactitud de nuestra hipótesis, es decir, que nuestros complejos constituyen magni­tudes afectivas .

Citemos aún una aplicación de la experiencia de asociaciones que revela condicionamientos psí­quicos singulares en un dominio hasta aquí aban­donado a lo arbitrario. La interdependencia psíquica intrafamiliar de la que les voy a hablar es, como sin duda saben, una idea original que deriva de lo que se ha llamado la participación mística, expresión extraña que se debería sustituir, para ser exactos, por participación inconsciente. Es Lévy-Bruhl quien ha formulado la noción de «par­ticipación mística», noción que él sólo empleaba a propósito de los primitivos para expresar el hecho sorprendente de que éstos experimentan relaciones que escapan a la razón lógica. He aquí un ejemplo: en América del Sur, los indios de una cierta tribu pretenden que son guacamayos rojos, es decir, una especie de grandes loros. Cuando se les replica que no es posible, que no tienen ni alas ni plumas, que no pueden volar, que tienen de­masiado tamaño, ellos responden: «Eso es un pu­ro azar; naturalmente, los guacamayos son pája­ros, pero ellos son nosotros y nosotros somos ellos. Nosotros somos también guacamayos rojos, pero no tenemos plumas». Carentes de una mentalidad prelógica, no logramos comprender semejantes palabras. Nos parecerían de una lógica perfecta si, como los primitivos, tuviéramos los presupues­tos de una psique proyectada. Pero no ocurre así: nosotros no imaginamos que los animales nos imi­tan o que se divierten en el interior de nuestra psique, y que pueden, aunque sea de otro modo, hablar o adivinar nuestros pensamientos. Sin em­bargo, esto constituye para el primitivo un dato que se apoya en sus propias experiencias, tan sin­gulares para nosotros pero tan abundantes en su mundo. Los primitivos identifican entre sí a las cosas más alejadas y más dispares, pretendiendo que no son sino una; por ejemplo, que cierta plan­ta mágica es idéntica al maíz y al ciervo. Para ellos, no hay entre estas tres cosas ninguna dife­rencia esencial. ¿Cómo es posible esto? No entra en nuestro pensamiento y se opone a nuestro prin­cipio de identidad. Ahí está, precisamente, la par­ticipación mística al nivel primitivo. Nosotros no la comprendemos mejor que ciertas expresio­nes que ellos emplean tales como: «Mi hijo es yo», o que ciertas escenas semejantes a aquella en la que un negro viejo, encolerizado contra su hijo que no le obedece, exclama: «¡Está ahí quieto, con mi cuerpo, y no hace lo que yo quiero!» ¡Su hijo es él! La mujer que le ha dado un hijo le ha vuelto a traer al mundo y le ha hecho nacer de nuevo. El hombre que no tiene hijo es mortal, y el que tiene un hijo es inmortal, pues el hijo es el padre. Esta idea de la identidad absoluta no tiene entre nosotros el sabor de lo real; está reducida a una vida oculta .

Pero volvamos a la cuestión de la psicología fa­miliar. Puede ser estudiada, además de por el mé­todo analítico, de forma experimental. Nosotros lo hemos hecho efectuando innumerables expe­riencias de asociaciones en familias de humilde nivel social, en las que las reacciones verbales no están adiestradas, no están tan pulidas por el uso como en los medios cultos. Hemos sometido los materiales así reunidos a un examen profundo. La experiencia de asociaciones en este nuevo or­den de investigaciones no puede ya ser empleada tal como la he descrito más arriba. Aquí es preci­so aplicar otros puntos de vista anteriormente des­preciados, siendo ahora lo principal lo que el suje­to responde. Ante la palabra «agua», uno reaccio­nará con «verde», otro con «lluvia», un tercero con «flor» y un cuarto con «H2O», etc. En los es­tudios familiares, nos hemos atenido al contenido y a la naturaleza de estas respuestas, cuyo exa­men sistemático proporciona hechos de un alto interés. Con vistas a este estudio, hemos tenido que proceder a una clasificación de las reacciones por categorías, constituyendo cada categoría una unidad susceptible de permitir comparaciones y medidas. Hemos repartido las asociaciones en quince categorías o grupos lógicos y verbales. Esta distribución es puramente empírica; lo sub­rayo expresamente, pues lo que sigue de nuestra exposición sería incomprensible si no se tiene en cuenta. He aquí, enumerados con ejemplos de asociaciones correspondientes, los quince grupos en cuestión: 1. Asociaciones como «libertad»-«voluntad», «ir»-«subir», son coordinaciones, constituyendo la respuesta un término naturalmente próximo a la palabra inductora en la mente del sujeto .

2. Otras asociaciones, como «pueblo»-«casa», «azul»-«color», «pintar»-«arte», son subordinacio­nes o superordinaciones .

3. Asociaciones como «blanco»-«negro», «redondo»-«cuadrado», son contrastes .

4. Asociaciones como «invierno»-«maravilloso», «pasearse»-«aburrido», son atributos de valor, predicados sentimentales. Hay sujetos que reac­cionan preferentemente según esta última forma, sobre todo mujeres .

5. Reacciones como «agua»-«verde», «cabeza»-«redonda», etc., son predicados simples, predi­cados objetivos .

6. Asociaciones como «cuchillo»-«cortar», «rosa»-«florecer», son asociaciones de actividad .

7. Asociaciones como «caliente»-» verano», «sueño»-«noche», «oscuro»-«cueva», pueden ser incluidas en un grupo caracterizado por la desig­nación del lugar, del momento, del medio .

8. Asociaciones como «silla»-«utensilio», «martillo»-«instrumento», son definiciones; aparecen frecuentemente en sujetos (a los que contribuyen a caracterizar) portadores de un complejo llamado «de inteligencia», es decir, en los sujetos que en el fondo de sí mismos dudan que posean la inteligen­cia que pretenden tener. En cierto modo, y sin darse cuenta, tratan de probarle al experimenta­dor, cuya convicción les tranquilizará, sus cuali­dades intelectuales. Estas respuestas «por defini­ción» no son únicamente propias de sujetos poco inteligentes; pueden también expresar en otros un sentimiento de inferioridad, como lo tienen algu­nas personas a propósito de su instrucción .

9. Asociaciones como «mesa»-«silla», «mano»-«pie», son coexistencias .

10. Asociaciones como «ir»-«ir a pie», «estancia»-«habitación», son identidades .

11. Asociaciones como «caballo»-«caballos», «libre»-«libertad», son asociaciones verbales mo­trices .

12. Asociaciones como «compra»-«poder de compra», «mantel»-«mantel de mesa», son expre­siones compuestas .

13. Asociaciones como «vida»-«vivaz», «bello»-«belleza», «blanco»-«blanco de España», son pro­longaciones complementarias de las palabras .

14. Asociaciones como «ojo»-«ajo», «cantar»-«contar», son asociaciones tonales .

15. Este grupo, en fin, es el de las respuestas defectuosas o las ausencias de respuesta, lo que se produce algunas veces .

Hemos estudiado así un gran número de fami­lias, haciendo experiencias de asociaciones con todos sus miembros y repartiendo los materiales reunidos según las citadas categorías. Si se lleva las categorías a las abscisas y el porcentaje de res­puestas que supone cada una de ellas a las orde­nadas, se puede tener en un mismo esquema, su­perpuestas unas a otras, las curvas relativas a las respuestas de los diferentes miembros, curvas de las que se deducirá fácilmente un tipo familiar .

En un caso particularmente interesante se cons­tató no sólo el mismo aspecto exterior, sino tam­bién la identidad del 30 por 100 de las reacciones. No es, pues, exagerado decir que en este caso el 30 por 100 de los procesos mentales de los diferen­tes miembros de la familia eran idénticos. Es un buen ejemplo de «participación mística», que muestra claramente que ésta se da también entre nosotros con plena realidad. No es, por tanto, simplemente una hipótesis, confirmada por algunas excepciones, el hablar de los lazos enormes que existen entre los miembros de una misma familia, es un hecho de alcance y de valor muy generales. Estos lazos no son necesariamente de naturaleza emocional. Hemos estudiado una familia en la que uno de los miembros era un enfermo mental que padecía manía persecutoria. Establecimos el tipo familiar y también cuáles eran los miembros de la familia que representaban este tipo con mayor nitidez. Esto nos demostró que el enfermo mental es siempre—otros estudios lo han venido a confirmar—el miembro de la familia que mejor encarna el tipo familiar y que su demencia perse­cutoria está dirigida principalmente contra los miembros de su familia que representan, junto con él, ese mismo tipo más claramente. Estos en­fermos llevan siempre, por así decirlo, a su familia consigo; y es por esta razón por lo que sienten hacia ella tales resistencias. La mayoría de las veces se trata en estos casos menos de lazos afecti­vos que de adaptaciones, influencias, costumbres, resultantes de mecanismos íntimos que son como surcos marcados de una vez para siempre y de los cuales el sujeto no logra ya salirse. Se reacciona y se comprende perpetuamente de la misma forma; indefectiblemente se crea en torno a sí la misma atmósfera que la que ha reinado en la casa fami­liar. Como vemos, estas conclusiones de la psicolo­gía no son puras fantasías; son hechos impor­tantes. Atengámonos ahora a la cuestión de la intensidad del parentesco. La diferencia media entre dos hombres no parientes es de 5,9. Es una diferen­cia relativamente pequeña; pero explica esta dife­rencia tan mínima el que hablemos la misma len­gua y vivamos en el mismo lugar, en el mismo mundo. Entre mujeres no parientes la diferencia es de 6. Con sujetos cultos, las diferencias son aún menores; pues es un hecho que las personas cultas utilizan el lenguaje como virtuosos, más para disi­mular que para expresar sus pensamientos. Entre los parientes varones, la diferencia es de 4,1; entre los parientes femeninos, de 3,8. Nos encontramos aquí palpablemente con el hecho de que los seres parientes se parecen entre sí más desde el punto de vista psicológico que los seres no parientes. Los parientes femeninos son entre sí todavía más semejantes que los parientes varones entre sí. Esto deriva del hecho de que los hombres se alejan rela­tivamente pronto de la familia y se singularizan; la mujer permanece más tiempo en el hogar pa­terno, a causa ya de su temperamento y de su naturaleza, y perpetúa así el carácter familiar con una fidelidad mucho más grande. El padre y los hijos tienen una diferencia de 4,2, más o menos la misma que existe entre hombres unidos por el simple parentesco. Entre la madre y los hijos esta diferencia media sólo es de 3,5. Esto es debido a que las relaciones entre los hijos y la madre son mucho más estrechas que entre los hijos y el padre, pues los hijos viven, sobre todo, en compañía de su madre. Entre el padre y los hijos varones la dife­rencia es de 3,1; entre el padre y las hijas, de 4,9 .

El íntimo acercamiento de los hijos y el padre es un hecho primordial: al hijo se le ha considerado siempre como una reencarnación del padre, lo que expresa ese acercamiento con la mayor pertinen­cia. Entre la madre y los hijos varones la diferen­cia, de 4,7, es relativamente acusada. Entre la madre y las hijas es de 3, lo que constituye la dife­rencia más pequeña constatada; las hijas son una repetición de su madre. Los hermanos tienen entre sí una diferencia de 4,7, y las hermanas entre sí de 5,1, lo que parece derivar del individualismo natural y pronunciado que caracteriza a las hijas, «y también de la influencia del matrimonio, que parece turbar el tipo de reacción (en la medida en que el marido pertenece él mismo a un tipo dife­rente) »14 ; pues las hermanas entre sí, mientras no están casadas, sólo tienen una diferencia de 3,8; los hermanos entre sí, de 4,8. («La diferencia entre los hermanos no parece, pues, que sea sensible­mente influenciada por el matrimonio».) Los es­posos entre sí presentan una diferencia media de 4,7, que es, aproximadamente, la diferencia que existe entre el padre y las hijas o entre la madre y los hijos .

Esta experiencia puede ser empleada con fines judiciales. Se utiliza de forma inversa en las inves­tigaciones criminales, empleando una lista de pala­bras inductoras a las que se ha mezclado ciertas palabras críticas en relación con los hechos a investigar. [Alguien ajeno a los detalles del crimen no verá nada de particular en las palabras induc­toras que los evocan, mientras que el autor del crimen las sentirá en relación con el acto que ha cometido y las proveerá de indudables indicios de complejo.] Un día, en Zurich, fui invitado a inten­tar una experiencia de este orden; pusieron para ello a mi disposición a cuatro sujetos y me dejaron elegir un episodio adecuado que haría las veces de «crimen». Arranqué de un libro una página que contenía una ilustración que representaba a un pintor sentado en el campo; detrás de él había un campanario; delante, una vaca, a la que pin­taba. Escribí en esta ilustración los términos que designaban los objetos más característicos: esto es un pintor, un campanario, una vaca, etc., y luego envié la ilustración al profesor de Derecho que había organizado la prueba, rogándole que la mos­trara a uno de los cuatro estudiantes que me ser­vían de sujetos; éste debía fijarla en su memoria, mientras que los otros, naturalmente, no debían saber nada de ella. Mi tarea consistía en descu­brir entre los cuatro estudiantes, que me eran to­talmente desconocidos, al que conocía la ilustra­ción. Quiero subrayar, sin embargo, que la ilus­tración era para el sujeto en cuestión un débil estimulante; no constituía un complejo: el sujeto podía decirse a sí mismo que aquello no le impor­taba, pues la única emoción que podía sentir emanaba del deseo de no dejarse descubrir. Tuve que examinar a mis sujetos en presencia de una asamblea; procedí a una experiencia de asociaciones con el primero. Este se quiso hacer el tonto, fingiendo que estaba al corriente, cuando en rea­lidad ignoraba de qué se trataba y dejó pasar las palabras inductoras críticas sin ninguna reacción especial. El segundo estaba muy amable y tran­quilo, pero reaccionó inmediatamente a cada una de las palabras críticas: «¡Este es el culpable!», exclamé. ¡Y era él! De este modo se puede, en ciertos casos, señalar al autor de un crimen. Pro­porcionar la prueba de su culpabilidad es, natural­mente, harina de otro costal, pero a veces se puede aportar de esta manera un indicio que es casi una prueba. Yo he esclarecido por este procedimiento algunos casos reales .

Hay casos en que los complejos influyen sobre el lenguaje en alto grado; se constata que ciertas pa­labras inductoras determinan manifestaciones sin­gulares, idénticas a lo que se llama en filosofía y en lingüística aglutinaciones. Se dice que hay aglutinación cuando, conteniendo la palabra prin­cipal de una frase, por ejemplo, una «U», todas las demás palabras dé la frase son elegidas de modo que contienen igualmente una «U»; el caso es fre­cuente en las lenguas negras. Cuando expresamos, por ejemplo, la idea: «un país de luz», poniendo el acento en «luz», los negros dirían en su lenguaje algo parecido a «un paús du luz». Todas las pala­bras secundarias adoptan la vocal de la palabra principal. No ocurre así ya en las lenguas evolu­cionadas (todavía se encuentra huellas de esto, sin embargo, en turco y en húngaro); no obstante, cuando se expresa un afecto en estas lenguas, la palabra que lo formula con más fuerza tiene aún tendencia a repetirse como una rima. El caso ideal sería el de alguien que al gritar «¡Ay!» repitiera: «¡Ay, ay, ay!» Este es, sin duda, el origen de la rima. Todas las exclamaciones con potencial emo­cional poseen esta tendencia a la repetición, a la atracción de otros elementos y a la aglutinación. Cuando se está de humor patético, cuando se habla de forma emocional y afectiva, se tiene tendencia a expresarse por aliteración; tal es el origen de la oratoria y del verso. Cuando se está bajo el influjo de un afecto, se tiene marcada una tendencia a expresarse en verso. Estos datos son muy intere­santes y se relacionan con el hecho de que los afectos en el primitivo son inmediatamente oca­sión de movimientos rítmicos; el dolor, por ejem­plo, es expresado por una elevación rítmica de los brazos. Las manifestaciones afectivas rítmicas en los primitivos, en los negros en particular, adop­tan en seguida el carácter de la danza. Entre ellos nace espontáneamente una danza en cuanto ocurre algo que actúa sobre sus afectos. He tenido ocasión de comprobarlo una vez de una manera magnífica. Era la segunda noche que pasábamos en la selva; estábamos sentados en torno al fuego; cerca había un espacio libre, luego venía la hierba del elefante y un poco más allá se perfilaban los árboles som­bríos de la selva virgen. Se percibía una multitud de rumores y gritos cuya procedencia no lográba­mos averiguar. Fumábamos tranquilamente nues­tra pipa y nos complacíamos de nuestra nueva vida de exploradores. De pronto estalló un gran tumulto, una mezcla ridícula de gritos, de silbidos y de murmullos. Nos preguntábamos qué era lo que pasaba cuando el cocinero salió precipitada­mente de su choza, gritando que habían penetrado en su antro. Descubrimos entonces un rebaño de hienas; nos precipitamos sobre nuestros fusiles e hicimos fuego rápidamente; pensábamos que ha­bíamos hecho correr ríos de sangre. Al día si­guiente por la mañana, sin embargo, no encontra­mos ni una gota: con la emoción habíamos errado nuestros blancos. Este incidente, como es natural, había excitado mucho a nuestros boys. El que las hienas hubieran penetrado en la choza del coci­nero les había alterado tanto que al día siguiente tuvieron que danzar el asesinato del cocinero por las hienas: uno representó al cocinero durmiendo junto al fuego, otro fue una hiena que saltó brusca­mente sobre el durmiente y lo estranguló en medio de grandes gritos. Esto fue repetido unas veinte o treinta veces, y los otros boys expresaban una satisfacción evidente ante aquel espectáculo que verdaderamente valía la pena contemplar. Duran­te dos días no hicieron otra cosa que danzar así. Las emociones de los primitivos son «resumidas» en forma de danzas y de cantos .

He asistido a espectáculos análogos a nuestra llegada a ciertos poblados. Nuestra entrada era anunciada, en todas las ocasiones, por cantos acompañados con una cítara de tres cuerdas: «Tres grandes hombres blancos han venido a nosotros, tienen cigarrillos y cerillas y nos los darán. Es- tamos muy contentos de que hayan venido entre nosotros, etc.» Nuestra llegada también tenía que ser «resumida» en esta forma .

pregunta: Los métodos de asociación, de los que usted nos ha hablado, ¿son todavía utilizados en la práctica o no tienen ya más que un valor histórico?

respuesta: No son empleados ya sino por prin­cipiantes del análisis, que carecen de seguridad. Se les utiliza también en la enseñanza, pues consti­tuyen un método incomparable para mostrar la eficacia viva de los complejos. Personalmente no los empleo ya en la práctica; gracias a ellos he adquirido suficiente experiencia para no tener necesidad de quintos de segundo con objeto de constatar ciertas vacilaciones o ciertos trastornos que percibo directamente. Mas para un propósito didáctico el método de las asociaciones conserva todavía su primer valor. Es extremadamente fruc­tífero cuando se trata de establecer la comprensión de los mecanismos psíquicos sobre una base sólida .

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Ocupémonos ahora de la utilización teórica de las experiencias de asociaciones. Estas experiencias conducen a conclusiones que son de una im­portancia extrema para el desarrollo ulterior de las nociones fundamentales. Gracias a ellas nos podemos hacer ya una idea de los rasgos esenciales que caracterizan a las neurosis y al modo de ac­ción del inconsciente. El complejo, como hemos visto, es un contenido psíquico de tonalidad afec­tiva que puede ser bien inconsciente, bien cons­ciente en grados diversos, al ser ciertas palabras inductoras atraídas, captadas por un complejo sin que se sepa claramente de qué manera forman parte de él: sus relaciones con el complejo son rela­ciones llamadas simbólicas. Sería preferible decir: aluden al complejo, son una alegoría verbal que lo sugiere. Así recordemos el caso del sujeto que par­ticipó en una riña a navaja; es poco probable que la palabra «puntiagudo» haya sido una parte inte­grante de su complejo, el cual, sin embargo, ha sido alcanzado por esta alusión periférica. Si yo hubiera registrado con este mismo sujeto las reac­ciones determinadas por cien nuevas palabras in­ductoras, es seguro que, entre éstas, un cierto nú­mero habrían alcanzado otra vez su punto débil. Sucede en estas experiencias como en la vida co­rriente, en la que nos complacemos a veces en alu­siones que, aun siendo indirectas, no por ello dejan de alcanzar el secreto, y en las que empleamos una multitud de expresiones llamadas erróneamen­te simbólicas y que son propiamente alegóricas; así, por ejemplo, los eufemismos que traducen, sin referirse a ella en apariencia, la idea de robar: «Meterse en el bolsillo», «limpiar», «birlar», etc .

Hay numerosas figuras verbales que han pasado a la condición de proverbios, que aluden así a actividades emocionales de las que se prefiere no hablar directamente. El argot, la jerga, el len­guaje de todos los días, tienen, en este sentido, una imaginación inagotable y forjan sin cesar innumerables perífrasis que constituyen alusiones más o menos directas a complejos. Un complejo, en efecto, a causa de su potencial afectivo, es como una sopa demasiado caliente que no se puede llevar a los labios; nos contentamos con rodearle con palabras, aislándole como podemos, y con hacer alusión a él. Es igualmente esto lo que ocurre en el lenguaje religioso, en particular en cuanto se trata de objetos esotéricos; se les elige designaciones indirectas. Por ejemplo, era usual durante los siglos I y II, después de Jesucristo, no llamar a Cristo directamente por su nombre; se decía simplemente: «el Pez». Los otros secretos de la religión, que se convirtieron más tarde en los sacramentos, tampoco eran entonces designa­dos más que de forma alegórica como misterios, de suerte que el profano no podía, es decir, no debía, comprenderlos. Constituían todavía en esta época contenidos religiosos muy candentes, en particu­lar por el hecho de que eran de lo más peligrosos. Encontramos así todos los sobrenombres posibles e imaginables para las cosas que se quiere disi­mular. Las designaciones indirectas y alusivas, hechas sólo de asociaciones mediatas, no son, pues, propiamente hablando, símbolos. Para compren­derla bien hay que situar de nuevo a la experiencia de asociaciones en esta fenomenología general del espíritu humano, pues las relaciones mediatas con los complejos muestran la curiosa actividad de éstos. Un complejo, en efecto, es como una especie de imán, un centro cargado de energía atractiva que se anexiona todo lo que se encuentra a su al­cance, incluso cosas indiferentes. Cuando, por ejemplo, hemos vivido un episodio notable, conser­vamos en la memoria ciertos detalles de la locali­dad, de los olores, etc., que quizá son en sí perfec­tamente ajenos e indiferentes al sentido del com­plejo. No por ello dejan de ser englobados por el complejo en la esfera tabú; son también marcados por el signo del tabú y, convocados oportunamente, pueden actuar como estimulantes condicionales del complejo. Por esta razón se dice que el complejo ejerce un efecto atrayente y asimilador. Quien­quiera que se encuentre bajo el influjo de un com­plejo predominante asimila, comprende y concibe los datos nuevos que surgen en su vida en el sen­tido de este complejo, al que quedan sometidos: en resumen, el sujeto vive momentáneamente en función de su complejo, como si viviera un inmu­table prejuicio original .

Los complejos—nuestras experiencias lo mues­tran claramente—gozan de una autonomía acen­tuada, es decir, son entidades psíquicas que van y vienen según su capricho; su aparición y su desaparición escapan a nuestra voluntad. Son semejantes a seres independientes que llevasen en el interior de nuestra psique una especie de vida parasitaria. El complejo hace irrupción en la ordenación del yo y permanece allí por su conve­niencia; experimentamos las mayores dificultades para desembarazarnos de él. Además, como acaba­mos de decir, un complejo, en cuanto se manifies­ta de forma sensible, altera nuestra conciencia: nos obliga a asimilar, a comprender, quiero decir, a cometer malentendidos, en función de su tonalidad propia; turba nuestra memoria: las respuestas influenciadas por complejos no dejan recuerdos fieles o son olvidadas; el valor de nuestro testi­monio se ve comprometido por la acción de los complejos hasta el punto de que éstos nos em­pujan incluso a mentir sin darnos cuenta, a contra­decirnos; pues cuando un complejo reina en nos­otros, ya no somos del todo nosotros mismos. La experiencia de asociaciones prueba elocuentemen­te todo esto .


Esquema 5




No podemos con él; el complejo constituye, por así decirlo, una entidad psíquica separada, sus­traída en medida más o menos grande al control jerarquizante de la conciencia del yo. De aquí el hecho singular de que los complejos pueden ser provisionalmente conscientes, para desaparecer y hundirse luego eventualmente en el inconsciente, desde nos mantienen bajo su férula, sin que no­temos siquiera que sufrimos su influencia; pues cada vez que un complejo manifiesta su presencia desplegando actividad, provoca en la conciencia un efecto típico, representado por el esquema 5. Supongamos que la conciencia tenga determinada fuerza, determinada atención, y que la línea ho­rizontal AA' represente su nivel en el estado de vigilia. Si existe un complejo y comienza a activar­se, entra, por así decirlo, procediendo de abajo, en el nivel de la conciencia, según la curva BB . La conciencia, al mismo tiempo, ve ceder su nivel; se constata un «descenso del nivel mental», es decir, una disminución de la intensidad de la con­ciencia, según la curva AP. Si esto, como lo repre­senta nuestro esquema, se produce de forma in­tensa hasta un estado en que el complejo ejerce un dominio total sobre el sujeto, la conciencia, durante este lapso de tiempo, se encuentra sus­pensa, se hace subliminal, recubierta como está por el complejo; es entonces como si no se dispu­siera ya de ninguna conciencia normal y como si no existiera más que el afecto. Constatamos, pues, una especie de compensación dinámica entre el complejo y la conciencia. No vemos sólo al complejo erigirse hasta el nivel de la conciencia o superarla; al mismo tiempo asistimos a un abati­miento de la conciencia, que se vuelve soñadora, desatenta, cediendo en cierto modo al complejo la plena intensidad que caracteriza el estado de vela. Este descenso del nivel mental se produce con frecuencia en la vida corriente, sin que se llegue a localizar el complejo que lo ocasiona, pues éste se mantiene imperceptible tanto para el sujeto mismo como para una persona que le observa; sólo la debilitación de la conciencia es perceptible. Se asiste de pronto a una pérdida de intensidad de la conciencia, el sujeto se vuelve distraído, no presta ya correctamente atención y, si se le pre­gunta qué le pasa, no sabe responder. Los primiti­vos dicen en estos casos que los ha abandonado un alma, lo que expresa bellamente el hecho de que una parcela de energía de la conciencia ha sido transferida a un complejo subyacente. Ciertos en­fermos mentales expresan este fenómeno dicien­do: «Me han robado mis pensamientos», como si el complejo, de pronto, aspirara hacia sí lo que ordinariamente se produce en la superficie de la conciencia. La jerga psicológica llama a esto una pérdida de libido, pues ésta ha sido captada por otro centro. La energía, sin embargo, no desapa­rece sin dejar huellas; va a inervar a un complejo ya existente. De ello puede resultar perturbaciones verbales, estados de excitación, trastornos de la circulación, etc., pues los complejos son una espe­cie de parásitos psíquicos capaces de anidar en tal o cual función. Estas curiosas manifestaciones han suscitado tempranamente intentos de explica­ciones: los complejos, es decir, las entidades que presentan las singularidades que hemos destacado, han sido sentidos en el pasado como si fueran kobolds y elfos, seres sin corazón y de alma helada. Los complejos, en efecto, son el origen de la repre­sentación de los kobolds, los cuales, hablando pro­piamente, son fragmentos psicológicos hechos hombres a causa de un mecanismo que debemos precisar. Todo fragmento psicológico tiene en sí, indudablemente, la tendencia a redondear su per­sonalidad. Así, por ejemplo, entre los alienados las voces que éstos escuchan son pensamientos que se les escapan, que se han emancipado del control del yo y que se han hecho audibles. Ahora bien, es­tas voces—y aquí está lo esencial para nosotros— no se contentan con expresar los pensamientos que las inspiran, sino que pretenden, además, ser la expresión de una personalidad dada, de un yo definido. Tal es la razón de que el enfermo sea indefectiblemente víctima de la convicción de que quienes hablan con esas voces y quienes le persi­guen son seres 16 [y es a causa de esta tendencia a la personalización por lo que nuestros complejos han sido aprehendidos en el pasado bajo forma de elfos y de kobolds] .

Los primitivos, en un mismo orden de ideas, consideran que el ambiente está vivo y que, más o menos, todo lo que figura en el mundo circun­dante está dotado de palabra. Cuando un problema los inquieta, van de noche a la selva y hablan con los árboles, que les prodigan sus respuestas. O, también, hallándose en el bosque, puede ocurrir que un árbol se dirija a un primitivo y le ordene hacer tal o cual sacrificio; el hombre, entonces, debe obedecer. Igualmente, todos los animales pueden hablar, y todos están dotados de una com­prensión profundamente humana; no hay en ello motivo de asombro, pues los elementos del alma del primitivo no se mantienen coherentes en el mismo, sino que se encuentran proyectados en las cosas o los seres del mundo que le rodea, en los que producen eco. También nosotros proyectamos to­davía nuestros datos psíquicos en el mundo exte­rior; nuestro mundo es aún un mundo animista, aunque de forma menos manifiesta y menos evi­dente para nosotros. Pero si nos fuera dado ver nuestra vida actual o leer libros de la época pre­sente con una perspectiva de dos mil años, vería­mos son sorpresa todo lo que nuestra vida contiene de proyecciones. Hoy no las percibimos: tienen la evidencia y la naturalidad de las cosas que no pueden ser de otro modo. Sin embargo, ya se pueden descubrir ciertas proyecciones. Hay, por ejemplo, personas que tienen que hacer un es­fuerzo casi sobrehumano para lograr darse cuenta de que otro ser no es ni malo ni vulgar—atributos que le aplican gratuitamente, en función de la pro­yección de sus malos aspectos personales—, sino que vive según una psicología diferente de la suya propia. O también: siempre hay gente que cree que lo que ellos juzgan bueno es válido para el mundo entero. Todos éstos son rasgos primitivos, que estamos muy lejos de haber superado .

Así, los complejos que llevamos en nosotros nos hacen vivir en un mundo de proyecciones que, escapando corrientemente a nuestros sentidos, in­validan de modo considerable el valor de objeti­vidad de los testimonios que éstos nos proporcio­nan. El campo de influencia de los complejos, sin embargo, no se limita a esta revelación, ya de por sí inquietante. La autonomía singular de los com­plejos, su facultad de sustraer energía a la con­ciencia y de apropiársela, de ocupar por un ins­tante el puesto de ésta, de influenciarla y regen­tarla; todo esto se encuentra de forma sorpren­dente en un complejo normal, el complejo del yo. Se supone, en general, que los complejos no son normales, mientras son necesidades vitales; el yo, el complejo del yo, es un ejemplo de ello. El yo es un complejo que dispone de energía, que es autónomo y que se siente libre. Imagino que poseo una voluntad libre, que puedo hacer lo que quiero e ir a donde me parezca. Pienso que todo esto es un derecho mío. ¿Qué es este complejo del yo? Es un amontonamiento de contenidos imbricados unos en otros, dotados cada uno de un potencial energé­tico y centrados de forma emocional en torno al precioso yo. Pues el yo tiene un efecto poderosa­mente atrayente sobre toda clase de representacio­nes. Puede incluso por sí solo ocupar toda la con­ciencia. Se accede así a una conciencia de sí ex­clusiva, mezquina y penosa, que se agota en la preocupación y en la percepción de su comporta­miento exterior: se está poseído por el propio yo. Piénsese en un orador tímido que tiene que ganar su cátedra y que prefiere que se lo trague la tierra, etc. Los otros complejos, como hemos visto, tienen poderes análogos. Pero existe una diferen­cia primordial entre los complejos en general y el del yo en particular: el yo está dotado de con­ciencia. De este modo, puede volverse sobre sí mismo y concebirse a sí mismo, mientras que los otros complejos no parecen testimoniar ninguna conciencia. Por otra parte, es muy difícil—por no decir imposible—precisar si los complejos tienen o no conciencia de ellos mismos. Es frecuente que alguien se entregue a una acción que piensa que está realizando conscientemente, cuando en reali­dad se produce sin que lo sepa. Esto es más fre­cuente de lo que se suele creer. Es sorprendente ver lo que la gente piensa unos de otros desde el punto de vista de su conciencia recíproca. ¿Qué nos garantiza que, en un complejo ordinario, las rela­ciones de los contenidos periféricos con su centro no constituyan una especie de conciencia, no se correspondan con las relaciones que existen entre las componentes periféricas del complejo del yo y su propio centro, el yo, relaciones que son pre­cisamente la conciencia? No podemos absoluta- mente ni probar ni invalidar la probabilidad de una conciencia inherente a los complejos; acaso éstos poseen trazas de conciencia. En esta hipó­tesis, los kobolds serían seres inmorales que, des­preciando el interés general y a costa del conjunto, actuarían como individualistas por su cuenta .

Hemos constatado más arriba una compensa­ción dinámica entre la conciencia y los complejos, lo que nos obliga a abordar la cuestión de la ener­gética psíquica. Designo a la energía psíquica, en general, por el término de libido. Mi hipótesis ini­cial es que, si la psique forma un sistema relativa­mente cerrado, posee un potencial energético que se mantiene inmutable a través de todas las mani­festaciones de la vida; es decir, que si la energía suspende una de sus exteriorizaciones, reaparecerá en otra. Supongamos el caso de alguien que se in­teresa con pasión por una materia cualquiera. Un buen día todo el interés que tenía por ella se eva­pora, dejando paso a una fría y razonable indife­rencia. Ahora bien, la energía en un sistema ce­rrado no podría desaparecer de un punto sin surgir en otro, y debemos preguntarnos a dónde ha pa­sado la libido, en qué nueva esfera de la persona se ha fijado o en favor de qué necesidad superior ha cambiado de objeto. Efectivamente, en el caso de nuestro ejemplo no dejaremos de observar en nuestro sujeto algo insólito, que denota la presen­cia de la energía aparentemente desaparecida. Si nuestra mente tiene en cuenta esta regla, pode­mos constatar una especie de causalidad en el seno de los acontecimientos psíquicos, causalidad que no es una continuidad lógica, sino que pre­senta el siguiente proceso: hoy, un sujeto tiene un gran interés por tal o cual cosa; este interés, al día siguiente, parece haber desaparecido, pero pa­ralelamente se constatan trastornos abdominales, por ejemplo; éstos cesan de pronto, a su vez, y hace su aparición algo nuevo, pongamos una an­gustia inmotivada. En el pasado era imposible asignar una continuidad lógica y causal a esta serie de hechos en apariencia heterogéneos. No se sabía representar lo que una angustia podía tener que ver con tal o cual imaginación, con tal o cual interés, entre los cuales se intercalaba una dia­rrea, dolores de cabeza, vértigos, un enamora­miento, etc. Estos eslabones heteróclitos, conside­rados inconmensurables entre sí, no parecía que pudieran formar una cadena continua. Hoy sabe­mos que son la expresión de las metamorfosis de una misma energía, que sufre saltos de nivel; en general inerva a la conciencia, pero a veces ésta desaparece, desciende algunos escalones y desen­cadena entonces accidentes tales como palpitacio­nes cardíacas, dolores abdominales, erupciones cu­táneas, para volver en seguida a lo psíquico, a me­nudo bajo un aspecto inesperado, por ejemplo, el de una idea o un estado emocional obsesivos. Mientras el pensamiento energético era extraño a la psicología, todos estos fenómenos sucesivos aparecían privados de denominador común. Se ignoraba las relaciones de equivalencia que han in­troducido una unidad fundamental y un encadena­miento en el seno de estas manifestaciones, cuya observación más antigua había quedado sin expli­car. He aquí un ejemplo que ilustra lo que acaba­mos de decir sobre estas metamorfosis de la ener­gía psíquica y que es particularmente interesante por el hecho de que dos de los más brillantes clí­nicos alemanes formularon sobre él diagnósticos erróneos. Se trata de una viuda de cincuenta y seis años que cayó repentinamente enferma, pre­sentando estados singulares y desconcertantes, una especie de confusión mental y gritos hidrocefálicos. El reconocimiento no había revelado nada, salvo una extraña afección cutánea que había aparecido seguidamente en la espalda y que presentaba pequeñas nudosidades, lo que había hecho pensar en un tumor maligno. No sé por qué azar fui consultado en este caso, puesto que no habían considerado un posible origen psíquico. Sin embargo, al reconocer a la enferma, constaté que la erupción cutánea era simétrica a ambos lados de la espalda. Luego hice que me trajeran el historial de la enferma, en el que se indicaba el lugar y el día en que había aparecido el primer grito hidrocefálico. «¿Qué pasó entonces—pregun­té a la enferma—para que de pronto empezara todo esto?» No lo sabía, no tenía la menor idea; hasta entonces había estado perfectamente bien de salud, y todo aquello había comenzado de modo repen­tino. Pregunté a los médicos que la habían tratado, los cuales me respondieron que habían investigado concienzudamente, que habían preguntado incluso a los padres y al hijo de la enferma, sin haber des- cubierto nada de particular. Pero, terco como yo lo era (y como lo sigo siendo), le pregunté de nuevo a la enferma: «Reflexione una vez más: era la semana anterior a Navidad, período de fiesta en que se queda uno en familia.» Continuaba negan­do resueltamente .


—Probablemente hacía usted los preparativos de Navidad .

—No, no los hice 

—¿Por qué? —Porque mi hijo se marchaba .

—¿Por qué se marchaba? —Iba a casarse .

—¿Y  que partir? —Sí, en contra de mi deseo .

—¿En qué fecha? —Tal día .

Y fue ese día precisamente cuando sobrevino el primer grito hidrocefálico. Le dije a los médicos: «Sapienti sat; es una histeria»; lo que fue con­firmado poco después. Cuando me marchaba, la enferma me alcanzó en la puerta y me dijo: «Doc­tor, me alegro de su diagnóstico: yo siempre había pensado que era un caso de histeria.» La desaparición de una de sus razones de vivir había sido seguida en la enferma por una acumulación considerable de energía en un lugar determinado e inadecuado de su organismo psíquico, lo que había provocado sus gritos hidrocefálicos, cuya causa no lograban explicarse. La enferma, una viuda, no podía aceptar que su mal era causado por el amor de su hijo hacia otra mujer; algo en ella decía, revolviéndose: mi hijo-amante me aban­dona y me deja viuda por segunda vez; de aquí sus gritos, pues la enferma no quería confesarse a sí misma su verdadera situación afectiva .


5. Teoría de los complejos 17


Pronto hará treinta años que, siendo privat-docent en la Universidad de Zurich, comencé a profesar la psiquiatría. Daba un curso sobre las psiconeurosis y, en mi entusiasmo juvenil, creía dominar más o menos la materia. Era en aquella época ayudante en la Clínica Psiquiátrica y me ocupaba, por instigación de mi maestro, el profe­sor Bleuler, de experiencias sobre las asociaciones. La lección inaugural de mi enseñanza había ver­sado sobre un hecho singular: en el curso de la experiencia de asociaciones el tiempo empleado por el sujeto en reaccionar está sometido a oscila­ciones de apariencia irracional. Las prolongaciones del tiempo de reacción en el curso de la expe­riencia, prolongaciones repentinas, singulares e inesperadas me llevaron a descubrir, entre 1902 y 1903, lo que yo bauticé con el nombre de com­plejo afectivo. El presente estudio pretende dar una visión de conjunto de la teoría de los comple­jos, elaborada a partir de entonces .

A lo largo de los ocho años de mi actividad do­cente en la Universidad tuve que convenir que la instrumentación médico-psiquiátrica, con la que se intentaba penetrar la psicología de las neu­rosis, no procuraba sino apreciaciones muy limi­tadas sobre la naturaleza del alma enferma. La enfermedad se hacía visible, sí; pero lo que estaba afectado por la enfermedad seguía en las tinie­blas. Se presuponía entonces tácitamente una psique normal, de la qué algunos creían conocer más o menos la complexión. Pero cuanto más me esforzaba por penetrar la naturaleza del alma, más dudaba de saber realmente lo que podía ser esta psique normal. Para adquirir una idea general de la naturaleza de lo psíquico era preciso remon­tarse muy lejos en la historia del desarrollo de la conciencia y había que utilizar la experiencia humana en toda su amplitud para corregir la es­trechez del punto de vista personal. Por eso mi último curso en la Universidad trató de la Psico­logía de los primitivos, con la que, por otra parte, no había tenido todavía personalmente contactos directos. Ciertas dudas relativas a mi competencia me empujaron en 1913 a renunciar a mi enseñanza universitaria, tanto más cuanto que yo deseaba ser libre para realizar todas las iniciativas que pro­yectaba con objeto de llenar las lagunas de mi ex­periencia .

Jamás he sido víctima de la ilusión de que las universidades se interesan por la psicología mo­derna; tampoco había pensado en absoluto en una actividad de docencia pública, excepción hecha de alguna conferencia ocasional pronunciada ante un auditorio cultivado. Ha sido la amistosa suge­rencia de un miembro del cuerpo docente de la Es­cuela Politécnica Federal lo que me ha dado la idea de reanudar mi actividad profesoral anterior, si bien en un marco distinto .

La psicología y la física modernas tienen la ca­racterística común de ser más importantes y más significativas por sus métodos que por sus objetos; su método está más pleno de esperanzas cognosci­tivas que el objeto al que se aplica. El de la psico­logía, la psique, es, en efecto, de una diversidad, de una indeterminación y de una indelimitación tan profundas que los datos que nos llegan de él son necesariamente difíciles, incluso imposibles de interpretar; los hechos establecidos, en cambio, como respuestas a las concepciones, a las conside­raciones y a los métodos concomitantes represen­tan, o al menos deberían representar, magnitudes conocidas. La investigación psicológica parte de factores más o menos empíricos, más o menos arbi­trarios, y observa a la psique precisamente me­diante el registro de las modificaciones de estas magnitudes. Por este hecho lo psíquico aparece bajo el aspecto de una perturbación aportada en un comportamiento probable y previsto por el mé­todo empleado. El principio de este procederé es, cum grano salis, el método mismo de las ciencias de la naturaleza .

En estas circunstancias salta a la vista que todo, por así decirlo, depende de los postulados metodo­lógicos; éstos condicionan, fuerzan el resultado al que el objeto propio de la investigación concurre en una cierta medida, mas sin determinarlo total­mente, como lo haría si su influencia se ejerciera, autónoma y sin perturbación. Por ello, hace ya mucho tiempo que en psicología experimental, y particularmente en psicopatología, se ha recono­cido que una disposición de experiencia, por favo­rable que sea, no permite captar inmediatamente el proceso al que se apunta, sino que entre éste y la experiencia se interpone un cierto término medio, un condicionamiento psíquico al que se puede denominar la situación de la experiencia. Esta «situación» psíquica puede en ocasiones poner en cuarentena la experiencia entera, falseando, obnu­bilando en la mente del sujeto examinado las dis­posiciones de la experiencia, así como la inten­ción que la ha engendrado. Se dice entonces que hay asimilación, término que designa la actitud de un sujeto que, sometido a la experiencia, se engaña respecto al alcance de ésta: es dominado por una tendencia—al principio insuperable— a ver en ella, por ejemplo, un examen de la inteli­gencia o un intento de lanzar miradas indiscretas en su intimidad. Semejante actitud, al insinuarse, actúa oscureciendo la operación mental que la experiencia se esfuerza por examinar .

Estas constataciones han sido hechas principal­mente con ocasión de experiencias de asociaciones: en el conjunto de la experiencia el objeto primitivo del método, a saber, el establecimiento de la velo­cidad media de las reacciones y de sus cualidades, queda relegado, como un subproducto relativa­mente accesorio, por el comportamiento autóno­mo de la psique y por la asimilación, que pertur­ban de raíz el método y ofrecen resistencia a la investigación emprendida. Es esto lo que me pu­so en la vía del descubrimiento de los complejos afectivos, cuyos efectos eran registrados hasta entonces siempre como ausencias de reacción .

El descubrimiento de los complejos y de los fe­nómenos de asimilación que suscitan mostró con claridad sobre qué frágil base estaba edificada la antigua concepción, que se remontaba hasta Condillac, según la cual nos es absolutamente posible estudiar procesos psíquicos aislados. No existen procesos psíquicos aislados, del mismo modo que no existen procesos vitales aislados; en todo caso, todavía no se ha descubierto el medio para aislar­los experimentalmente. Sólo una atención y una concentración adiestradas para este fin en el inves­tigador logran aislar, en apariencia, un proceso que responde a la intención de la experiencia. Pero esta observación dirigida constituye para el inves­tigador una situación de experiencia, análoga a la situación descrita más arriba en relación con el sujeto; en este caso es la conciencia la que asume en el investigador el papel de complejo asimilante, ejercido en el caso del sujeto por complejos de infe­rioridad más o menos inconscientes .

Estas aclaraciones no ponen en cuarentena el principio y el valor mismo de la experiencia; criti­can y limitan solamente su alcance. En el dominio de los procesos psicofisiológicos—por ejemplo, per­cepciones sensoriales o reacciones motrices—pre­domina el puro mecanismo reflejo; pues siendo la intención experimental con toda evidencia inofen­siva, no se produce asimilación; o bien, si se pro­duce, es mínima y no altera seriamente la expe­riencia. En la esfera de los procesos psíquicos complicados, en cambio, ningún dispositivo de experiencia garantiza que no nos saldremos del marco de las posibilidades consideradas y bien definidas .

La asignación de fines específicos aporta al su­jeto una seguridad tranquilizadora que aquí falta; como contrapartida surgen posibilidades indefini­das que desencadenan, a veces desde el principio, una situación de experiencia particular a la que se llama constelación. Esta noción expresa que la situación exterior estimula en el sujeto un proceso psíquico marcado por la aglutinación y la actuali­zación de ciertos contenidos. La expresión «está constelado» indica que el sujeto ha adoptado una posición de expectativa, una actitud preparatoria que presidirá sus reacciones .

La constelación es una operación automática, espontánea, involuntaria, de la que nadie puede defenderse. Los contenidos constelados responden a ciertos complejos que poseen su propia ener­gía específica .

Cuando la experiencia en curso es la de aso­ciaciones, los complejos manifiestan en general su presencia por una influencia acusada: per­turban las reacciones prolongándolas o, en ca­sos muy raros, provocan, para disimularse, un cierto modo de reacción, perceptible por el hecho de que ésta no corresponde ya al sentido de la palabra inductora. Los sujetos que se prestan a la experiencia y que son cultos y están dotados de una fuerte voluntad pueden, gracias a su habili­dad motriz, a su virtuosismo verbal, responder en un breve tiempo a una palabra inductora crítica que atrapan, por así decirlo, al vuelo, esquivando su sentido al deshacerse de ella con rapidez. Pero esta semiprestidigitación sólo triunfa si hay secre­tos personales de importancia real que deben ser protegidos. El arte de un Talleyrand de disimular los pensamientos con palabras no es patrimonio sino de un pequeño número. Los sujetos no inteli­gentes—y entre ellos, en particular, las mujeres— se defienden mediante lo que se llama calificativos de valor, lo que puede llevar con frecuencia a resultados cómicos. Los calificativos de valor ex­presan, en efecto, matices del sentimiento, como bello, bueno, amable, dulce, gentil, etc. En la con­versación corriente ciertas personas—es bastante frecuente—lo encuentran todo interesante, encan­tador, bueno, bello, formidable (y en inglés, fine, marvellous, grand, splendid y, sobre todo, fascinating); estas expresiones tienen por misión cubrir y ocultar una ausencia de interés por parte de quien las pronuncia o mantener al objeto así cali­ficado a una respetuosa distancia de su persona. La gran mayoría de los sujetos sometidos a la ex­periencia no pueden impedir que sus complejos se aferren electivamente a ciertas palabras inductoras, dotándolas de una serie de síntomas de perturbación, en particular de un tiempo de reac­ción prolongado. Se puede proceder a esta expe­riencia asociándole medidas de resistencias eléc­tricas, utilizadas por primera vez para este uso por Veraguth, ya que el fenómeno reflejo, llamado psicogalvánico, proporciona nuevos indicios sobre las reacciones perturbadas por los complejos .

La experiencia de las asociaciones presenta un interés general; realiza, con una gran sencillez, más que cualquier otra experiencia psicológica, la situación psíquica particular en el diálogo, permi­tiendo, además, una determinación aproximativa de las proporciones y de las cualidades. La pregun­ta, en forma de frase, es reemplazada por una pa­labra inductora vaga, ambigua y, por ello mismo, singularmente sospechosa, y, la respuesta, por la reacción en una sola palabra. Una observación precisa de las perturbaciones de la reacción revela y permite registrar estados de conciencia que el in­dividuo cuida que pasen en silencio en la conver­sación habitual; se constatan así trasfondos se­cretos, hechos precisamente de estas disposiciones y de estas constelaciones a las que antes aludía. Lo que se produce en el curso de la experiencia puede tener lugar también en cualquier conversación, en cualquier diálogo. Aquí y allá preexiste una situación particular, una «situación de expe­riencia», susceptible, en ocasiones, de constelar complejos que «asimilan»—es decir, que falsean y obnubilan en la mente del sujeto acomplejado—el objeto de la conversación o incluso la situación en su conjunto, incluidos los interlocutores en presen­cia. Por este hecho, la conversación pierde su ca­rácter objetivo y se aparta de su objeto, pues la constelación de complejo crea la confusión en el sujeto interrogado, estorba su intención, embrolla sus pensamientos, incitándole a veces incluso a respuestas de las que luego no logra acordarse. La criminología, como ya hemos dicho, se aprovecha prácticamente de este estado de cosas en el interro­gatorio cruzado. En nuestra experiencia, lo que pone al desnudo y localiza las lagunas del recuerdo es la prueba de la repetición: se le pide al sujeto, por ejemplo, después de cien reacciones, que re­pita la asociación que ha dado a cada una de las palabras inductoras que vuelven a presentársele sucesivamente. Las lagunas y las falsificaciones del recuerdo se concentran con regularidad y por término medio en los dominios asociativos pertur­bados por los complejos .

Con toda intención no he hablado hasta ahora de la naturaleza de los complejos; he supuesto táci­tamente que era conocida, ya que la palabra «com­plejo», en su sentido psicológico, ha pasado a la lengua alemana y a la lengua inglesa corrientes. Todos sabemos hoy «que tenemos complejos». Pero el que los complejos puedan «tenernos» es una noción que no por estar menos difundida tiene menos importancia teórica .

La unidad de la conciencia—equivalente a la «psique»—y la supremacía de la voluntad, poseí­das a priori sin examen, están seriamente puestas en duda por la existencia misma de los complejos. Toda constelación de complejos suscita un estado de conciencia perturbado: la unidad de la con­ciencia viene a faltar y la intención voluntaria re­sulta, si no imposible, sí por lo menos seriamente estorbada. También la memoria, como hemos visto, se ve a menudo muy afectada por ellos. Es pre­ciso concluir que el complejo es un factor psíquico que posee, desde un punto de vista energético, una potencialidad que predomina, en algunos momen­tos, sobre la intención consciente; sin ello, seme­jantes irrupciones en el orden de la conciencia no serían posibles. De hecho, un complejo activo nos sume durante un tiempo en un estado de no liber­tad, de pensamientos obsesivos y de acciones forzadas, estado que se relaciona en ciertos aspec­tos con la noción jurídica de responsabilidad limi­tada .

¿Qué es, pues, científicamente hablando, un «complejo afectivo»? Es la imagen emocional y vivaz de una situación psíquica detenida, imagen incompatible, además, con la actitud y la atmós­fera conscientes habituales; está dotada de una fuerte cohesión interior, de una especie de totali­dad propia y, en un grado relativamente elevado, de autonomía: su sumisión a las disposiciones de la conciencia es fugaz y se comporta en consecuencia en el espacio consciente como un corpus alienum, animado de una vida propia. A costa de un esfuerzo de voluntad se puede reprimir, de ordina­rio, un complejo, tenerle en jaque; pero ningún esfuerzo de voluntad consigue aniquilarlo y reapa­rece, a la primera ocasión favorable, con su fuerza originaria. Investigaciones experimentales pare­cen indicar que su curva de actividad o de inten­sidad es ondulatoria, con una longitud de onda que puede variar desde algunas horas o algunos días hasta algunas semanas. Esta cuestión, tan compli­cada, no ha sido elucidada todavía .

A los trabajos de la psicopatología francesa, y en particular a los de Pierre Janet, debemos el que hoy conozcamos las vastas posibilidades de escindirse que tiene la conciencia. Janet y Morton Prince han logrado realizar escisiones en cuatro o cinco personalidades diferentes; se constató, en tales ocasiones, que cada una de estas parcelas de personalidad posee una componente de carác­ter y una memoria propias. Estas parcelas existen juntas, relativamente independientes unas de otras, y pueden en todo momento turnarse mutua­mente; es decir, que cada una posee un alto grado de autonomía. Mis constataciones sobre los com­plejos vienen a completar esta apreciación un tamo alarmante de las posibilidades de desinte­gración psíquica, pues, en el fondo, no hay nin­guna diferencia de principio entre una persona­lidad parcelaria y un complejo. Tienen en común caracteres esenciales, y la cuestión delicada de la Conciencia parcelaria se plantea en los dos casos .

Las personalidades parcelarias poseen indudable­mente una conciencia propia; pero ¿pueden te­nerla fragmentos psíquicos tan restringidos como los complejos? Es ésta una cuestión todavía no resuelta que—lo confieso—me ha preocupado a menudo: los complejos, en efecto, se comportan como genios malignos cartesianos; parecen com­placerse en travesuras de kobolds, con los que ya los comparamos más arriba; nos ponen en la punta de la lengua justamente la palabra que no había que decir; nos roban el nombre de la persona a la que vamos a presentar; producen una necesidad incoercible de toser en medio del pianissimo más emocionante del concierto; hacen tropezar con su silla estruendosamente al retrasado que quiere pasar desapercibido; son los autores de esas malig­nidades que F.-Th. Vischer quería imputar a los inocentes objetos; son los personajes que actúan en nuestros sueños, con los que nos enfrentamos en una total impotencia; son los seres élficos ca­racterizados a la perfección en el folklore danés por la historia del pastor que quería enseñar el «Padrenuestro» a dos elfos: éstos hicieron los ma­yores esfuerzos por repetir sus palabras con exac­titud, pero en la primera frase no lograron impedir el decir: «Padre Nuestro que no estás en los cie­los». Plenamente de acuerdo con la concepción teórica, se mostraron ineducables .

Cum maximo salis grano, espero que no me re­procharán esta metaforización de un problema científico. Una descripción de la fenomenología de los complejos, por sobria que sea, no puede prescindir de su impresionante autonomía; cuanto más penetra en la naturaleza profunda—yo casi diría en la biología—, de los complejos, aparece con más evidencia el carácter de alma parcelaria. La psicología onírica muestra con toda claridad la personificación de los complejos, cuando no están oprimidos por el ostracismo de la conciencia, del mismo modo que el folklore describe a los trasgos que arman durante la noche un gran alboroto en la casa. Observamos el mismo fenómeno en ciertas psicosis en que los complejos «hablan en voz alta» y el enfermo los oye como a voces que parecen provenir de personalidades extrañas .

La hipótesis según la cual los complejos son psiques parcelarias escindiólas se ha convertido hoy en una certeza. Su origen, su etiología, es a menudo un choque emocional, un traumatismo o algún incidente análogo, que tiene por efecto el separar un compartimiento de la psique. Una de las causas más frecuentes es el conflicto moral basado, en última instancia, en la imposibilidad aparente de asentir a la totalidad de la naturaleza humana. Esta imposibilidad entraña, por su exis­tencia misma, una escisión inmediata, a espaldas o no de la conciencia. Es incluso, por lo general; una inconsciencia preceptiva notable de los com­plejos, lo que les confiere, naturalmente, una liber­tad de acción tanto mayor: su fuerza de asimila­ción aparece entonces en toda su amplitud, al ayudar la inconsciencia del complejo a asimilarse el yo mismo, lo que crea una modificación momen­tánea e inconsciente de la personalidad, llamada identificación en el complejo. Esta noción, moder­na por completo, llevaba en la Edad Media otro nombre: se llamaba entonces la posesión, término que está lejos de evocar la representación de un estado inofensivo; no hay, sin embargo, ninguna diferencia de principio entre un lapsus linguae corriente, debido a un complejo, y las blasfemias desordenadas de un poseso; no hay más que una diferencia de grado. La historia lingüística pre­senta numerosas expresiones en apoyo de esta tesis; de una persona afectada por un complejo, y bajo los efectos de su emoción, se dice: «¿Qué es lo que le ha entrado hoy?» «Tiene el diablo en el cuerpo», etc. Ya no se piensa, naturalmente, al oír estas metáforas gastadas, en su sentido originario: no por ello resulta menos fácil reconocer y mos­trar, además, que el hombre más primitivo y más ingenuo no «psicologizaba» como nosotros los com­plejos perturbadores, sino que los sentía como entia per se, es decir, como entidades propias, demoníacas, como demonios. El desarrollo ulterior de la conciencia ha conferido tal intensidad al complejo del yo y a la conciencia personal que los complejos han sido privados, al menos en el uso lingüístico, de su autonomía primitiva. En general, se dice: tengo un complejo. El médico le dice a la enferma histérica, a la que exhorta: sus dolores no son reales; usted se imagina que sufre. El miedo a la infección es aparentemente una inven­ción arbitraria del enfermo y, en todo caso, se trata de persuadirle de que se ha forjado de la nada una idea delirante .

Sin esfuerzo se ve que la concepción moderna corriente considera el problema dando por sentado el hecho de que el complejo ha sido inventado e «imaginado» por el paciente, y que, por consi­guiente, no existiría si el enfermo no se tomara el trabajo de darle, de forma en cierto modo inten­cionada, vida. Se ha establecido, por el contrario, que los complejos—esto está fuera de duda— poseen una autonomía notable, que los dolores sin fundamento orgánico, es decir, considerados ima­ginarios, son tan dolorosos como los dolores legí­timos, y que una fobia patológica no tiene la menor tendencia a desaparecer, aunque el enfermo en persona, su médico y hasta los usos lingüísticos aseguren que no es más que imaginación .

Nos encontramos aquí ante una forma de ver interesante, llamada apotropeica, equivalente a las designaciones eufemísticas de la antigüedad, cuyo ejemplo clásico es ς euceinoς . Las Erinias, diosas de la venganza, eran llamadas por prudencia y propiciación las Euménides, las bien­intencionadas; la conciencia moderna, igualmente, concibe todos los factores íntimos de perturbación como dependientes de su actividad propia; en una palabra, se los incorpora; intenta domesticarlos, sin confesarse con franqueza que de esta forma ha recurrido a un eufemismo apotropeico; se siente empujada a ello por la inconsciente esperanza de aniquilar la autonomía de los complejos, desbauti­zándolos. La conciencia se comporta en esto como un hombre que, al oír un ruido sospechoso en el sótano, sube presuroso al granero para comprobar que allí no hay huella de ladrón y que, por consi­guiente, el ruido era pura imaginación. En reali­dad, este hombre prudente no se ha atrevido a bajar al sótano .

Para empezar es difícil de comprender por qué el miedo incita a la conciencia a hacer entrar los complejos en el marco de su propia actividad. Los complejos parecen de tal insignificancia, de una futilidad tan ridícula, que inspiran vergüenza y disgusto y todo es bueno para ocultarlos. Sin em­bargo, si fueran en realidad tan fútiles, ¿podrían ser al mismo tiempo tan penosos? Es penoso lo que causa un tormento, un disgusto; esto atestigua ipso jacto una cierta importancia, que no debería considerarse una bagatela. El hombre tiene dema­siada tendencia a proclamar irreal, siempre que se puede, todo lo que le molesta. La explosión de la neurosis indica el momento preciso en que los medios mágicos y primitivos del gesto apotropeico y del eufemismo resultan impotentes. A partir de ese momento el complejo se establece en la super­ficie de la conciencia; no es ya posible evitarlo. Y, al manifestarse, asimila paso a paso a la con­ciencia del yo, al igual que ésta se esforzaba en el pasado por asimilar al complejo. Su dominio en­gendra, en definitiva, una disociación neurótica de la personalidad .

En el curso de un desarrollo semejante, un com­plejo revela su fuerza originaria, capaz, en ocasio­nes, de suplantar la potencia del complejo del yo. En tales circunstancias se comprende que el yo tenga todos los motivos para someter al complejo a una prudente magia del verbo: es evidente que el yo teme la amenaza alarmante de lo que puede cubrirle y ahogarle. Entre los seres llamados nor­males, hay un gran número que conservan a skeleton in the cupboard (un esqueleto en el aparador); bajo ningún pretexto se debe aludir a su presencia, pues el temor que ese fantasma al acecho inspira es inmenso. Las personas que intentan mantenerse en el estadio de la irrealización de los complejos in­vocan las neurosis para intentar probar que los complejos son la marca de las naturalezas enfer­mizas, de las que (¡gracias a Dios!) ellos no for­man parte. ¡Como si fuera un privilegio de los en­fermos el contraer enfermedades! La tendencia a incorporarse, a asimilar los complejos, con objeto de vaciarlos de su realidad, bien lejos de probar su nada atestigua su importan­cia. Es una confesión negativa del temor instintivo acusado por el hombre primitivo en presencia de cosas oscuras, invisibles y que se mueven por sí mismas. Este temor surge en el primitivo con la caída de la noche; igualmente, los complejos, en el hombre civilizado, ensordecidos durante la jor­nada por el ruido de la vida, alzan su voz durante la noche con más fuerza, impidiendo el sueño o turbándolo con pesadillas. Los complejos son, en efecto, objetos de experiencia interior a los que no se podría encontrar en plena luz, en la calle ni en la plaza pública .

De los complejos dependen el bienestar o el malestar de la vida personal; son los lares y los penates que nos esperan en el hogar familiar, de cuya paz tan peligroso es jactarse demasiado; son el gentle folk que turba nuestras noches. Mientras estos genios malignos sólo molestan al vecino, no hay peligro en la casa propia, pero en cuanto co­mienzan a atenazarnos... Hay que ser médica para saber cuántos complejos son parásitos devasta­dores. Para tener una impresión plena de la reali­dad de los complejos es preciso haber visto a fami­lias destruidas por ellos, moral y físicamente, en pocos años; es preciso haber contemplado la trage­dia sin par y la miseria desesperante que dejan tras sí. La idea de que «se imagina un complejo», de que los complejos son «imaginarios», parece, pues, ociosa y muy poco científica. ¿Se quiere una comparación médica? A los complejos hay que compararlos con infecciones o tumores malignos que brotan sin la menor intervención de la con­ciencia. Esta comparación, por otra parte, no es completamente satisfactoria, pues los complejos no son, por esencia, de naturaleza malsana; son, propiamente, manifestaciones vitales de la psique, sea ésta diferenciada o primitiva. Esta es la razón de que encontremos sus huellas innegables en todos los pueblos y en todas las épocas. Los monu­mentos más antiguos de la literatura los contienen. Así, por ejemplo, la epopeya de Gilgamés describe la psicología del complejo de poder con una maes­tría sin igual; y el libro de Tobías, en el Antiguo Testamento, relata la historia de un complejo erótico y de su curación .

La creencia en los espíritus, universalmente di­fundida, es una expresión directa de la estructura del inconsciente, estructura basada en complejos. Los complejos son, en efecto, las unidades vivien­tes de la psique inconsciente, cuya existencia y cuya complexión casi sólo ellos permiten constatar. El inconsciente no sería más que una supervi­vencia de representaciones difuminadas, «oscure­cidas», como en la psicología de Wundt, o una fringe of consciousness, como la llama William James, si no existieran los complejos. Si el incons­ciente psicológico ha sido descubierto propiamente por Freud, ello es debido a que éste, en lugar de despreocuparse de él como sus predecesores, se ha aplicado al estudio de los lugares oscuros, de los actos fallidos, a los que con tanta facilidad se suele enmascarar y minimizar con eufemismos. La via regia hacia el inconsciente no es abierta, por lo demás, por los sueños, como él pretende, sino por los complejos, que engendran sueños y síntomas. Y, además, esta vía no tiene nada de regia, pues el camino indicado por los complejos se parece mucho a una senda escabrosa y sinuosa que se pierde a menudo entre la espesura; en lugar de llevar al corazón del inconsciente, la mayoría de las veces lo deja a un lado .

El temor al complejo es un poste indicador falaz; alejándose del inconsciente lleva siempre a la con­ciencia. Apenas existe individuo que, hallándose en su sano juicio, esté dispuesto a convenir—tan desagradables son los complejos—que las fuerzas instintivas que los alimentan pueden contener algo de provechoso. La conciencia se convence siempre de que los complejos son incongruentes y de que deben ser eliminados. A despecho de la abundancia aplastante de testimonios de toda clase que prue­ban la universalidad de los complejos, se siente repugnancia a acreditarlos como manifestaciones normales de la vida. El temor al complejo es un prejuicio poderoso, habiendo sobrevivido la apren­sión supersticiosa a lo nefasto, sin sufrir daños, al racionalismo del «siglo de las luces». Este temor opone al estudio de los complejos una resistencia esencial que, para ser superada, exige una resuelta decisión .

Temores y resistencias son los hitos indicadores que jalonan la via regia hacia el inconsciente. Ellos expresan, en primer lugar, los prejuicios a los que el inconsciente está sometido. Es natural que de un sentimiento de miedo se deduzca la existencia de un peligro, y de una repulsión la presencia de una cosa repugnante. Es ésta la conclusión del enfermo, la del público y, en defi­nitiva, la del médico; ella explica por qué la primera teoría médica del inconsciente ha sido, con toda lógica, la teoría de la represión de Freud, quien, de la naturaleza de los complejos, infiere un inconsciente constituido en lo esencial por ten­dencias incompatibles y víctimas de la represión a causa de su inmoralidad. Nada mejor que esta constatación puede probar el empirismo de su autor, que procedió sin dejarse influir por premi­sas filosóficas. Por otra parte, se había hablado ya durante mucho tiempo del inconsciente antes de Freud. Leibniz había introducido esta noción en filosofía; Kant y Schelling se habían detenido en ella; Carus había erigido sobre ella por primera vez un sistema, cuya influencia se encuentra en la importante obra de E. von Hartmann, La filosofía del inconsciente. La primera doctrina médico-psicológica tiene tan poco que ver con estos pri­meros jalones como con Nietzsche .

La teoría freudiana es una descripción fiel de experiencias reales, descubiertas a lo largo de la investigación de los complejos. Pero como ésta no puede hacerse sino en forma de diálogo, la ela­boración de las concepciones es función no sólo de los complejos de uno de los interlocutores, sino también de los del otro. Todo diálogo que se aven­tura en estos dominios poblados de angustias y de resistencias aspira a lo esencial; al incitar al sujeto a la integración de su totalidad, obliga también al interlocutor a afirmarse en su integridad, en su totalidad, sin la ayuda de la cual sería vano querer llevar la conversación a esos trasfondos sembrados de asechanzas. Ningún sabio, por objetivo que sea y por desprovisto de prejuicios que esté, se en­cuentra en condiciones de prescindir de sus pro­pios complejos, pues éstos gozan en él de la misma autonomía que en cualquiera. No puede prescindir de ellos, porque le son inherentes; forman parte de una vez para siempre de su constitución psí­quica; ésta, en su determinación, es a priori una limitación, un prejuicio para cada individuo. Su constitución, para un observador determinado, decide sin apelación la concepción psicológica que hará suya. La limitación ineluctable de toda obser­vación psicológica es que no es válida más que si tiene en cuenta la ecuación personal del obser­vador .

La teoría de los complejos, la doctrina freudiana y otras diversas teorías expresan esencialmente una situación psíquica creada por el diálogo entre un observador y cierto número de sujetos obser­vados. El diálogo se mueve en gran parte en la zona de resistencia de los complejos; por eso, la teoría misma está impregnada de su atmósfera: en sus grandes rasgos tiene algo de chocante que pone en resonancia los complejos del público. Las concepciones de la psicología moderna derivan con toda objetividad de la controversia; actúan al mismo tiempo de forma provocadora. Causan en el público reacciones violentas de adhesión o de rechazo; en el campo de la discusión científica pro­vocan debates afectivos, presunciones dogmáticas, susceptibilidades personales, etc .

La psicología moderna—estos hechos lo demues­tran—se ha aventurado en la investigación de los complejos en un dominio psíquico tabú, rico de una multitud de temores y de esperanzas. La es­fera de los complejos es, propiamente, el foco de las perturbaciones psíquicas; sus conmociones son de tal amplitud que la investigación psicológica fu­tura no puede esperar sino para mucho más adelante entregarse tranquilamente a un sabio y silencioso trabajo, que presupone un cierto consensus científico, un acuerdo tácito sobre las hipó­tesis básicas. Ahora bien, la psicología de los com­plejos está todavía hoy muy lejos de una compren­sión general, más aún, a mi parecer, de lo que creen los pesimistas. Pues el poner al descubierto tendencias incompatibles no desvela más que un sector del inconsciente y no precisa más que una parte de la fuente de angustia .

Todos recordamos la tempestad de indignación que se levantó por todas partes cuando los trabajos de Freud comenzaron a difundirse. Estas «reaccio­nes acomplejadas» han obligado al sabio a un aisla­miento que le ha valido, así como a su escuela, reproches de dogmatismo. Todos los teóricos de este campo psicológico corren el mismo peligro, pues abordan aquello que no está dominado en el hombre, lo numinoso, para emplear la notable expresión de Otto. La libertad del yo cesa en las proximidades de la esfera de los complejos, poten­cias psíquicas cuya naturaleza última es todavía desconocida. Cada vez que la investigación logra penetrar un poco más en el tremendum psíquico, se desencadenan siempre en el público reacciones análogas a las de los pacientes invitados, por mo­tivos terapéuticos, a atacar la intocabilidad de sus complejos .

Esta exposición de la teoría de los complejos puede evocar en el oyente no experto la descrip­ción de una demonología primitiva y de una psico­logía del tabú. Esta singularidad está relacionada con el hecho de que la existencia de complejos, es decir, de fragmentos psíquicos escindidos, es un residuo notable del estado de espíritu primitivo. Dicho estado es de una disociabilidad elevada, que se expresa, por ejemplo, en el hecho de que los primitivos admiten con frecuencia varias almas —en un caso especial, hasta seis—, junto a las cuales también existe una pluralidad de dioses y de espíritus; los primitivos no se contentan como nosotros con hablar de ellos: estas almas, estos espíritus, encarnan casi siempre para ellos expe­riencias psíquicas de lo más impresionante .

Nosotros utilizamos—subrayémoslo—la idea de «primitivo» en el sentido de «originario», sin hacer alusión al menor juicio de valor. Cuando hablamos de «residuo de un estado primitivo» no queremos decir que este estado debe terminar necesariamente, en plazo más o menos largo. No podemos aducir motivo en favor de su desapari­ción antes de la extinción de la humanidad. El estado, el residuo de la mentalidad primitiva en nosotros, no se ha modificado mucho, se ha refor­zado al menos hasta hoy incluso desde la guerra mundial. Me siento, pues, inclinado a suponer que los complejos autónomos constituyen manifesta­ciones normales de la vida y que presiden la es­tructura de la psique inconsciente .

Me he limitado a presentar aquí los hechos fun­damentales y esenciales de la teoría de los comple­jos. Habría que perfeccionar esta incompleta ima­gen exponiendo los problemas engendrados por el descubrimiento de la existencia de los complejos autónomos. Se trata de tres cuestiones capitales: un problema terapéutico, un problema filosófico y un problema moral; los tres están en discusión .



Epílogo
Las nociones fundamentales de mi psicología han quedado expuestas a lo largo de esta obra. El lector no habrá dejado de constatar que esta psicología no se apoya en postulados académicos, sino en la experiencia del hombre, del hombre sano y del hombre enfermo. Tal es el motivo por el que no ha podido encerrarse en el estudio de la conciencia, de sus datos y de sus funciones; debió consagrarse a esta parte de la psique a la que se llama inconsciente. Todo lo que hemos dicho so­bre éste, debe ser entendido cum grano salis, pues se trata siempre a este propósito de constataciones indirectas, ya que el inconsciente escapa a la ob­servación inmediata; las concepciones que de él nos forjamos no son sino las deducciones lógicas de los efectos que ejerce. Estas deducciones sólo tienen, si se va al fondo de las cosas, un valor de hipótesis; en cuanto a saber si las representacio­nes de la conciencia están en condiciones de cap­tar y de formular de modo adecuado la naturaleza del inconsciente, es ésta una cuestión que excede al espíritu humano. Mis concepciones sobre el inconsciente han sido elaboradas poco a poco, bien porque me haya esforzado por encontrar el denominador común que acerca en una relación lógica el mayor número posible de hechos obser­vados, bien porque haya intentado prever el des­arrollo futuro, probable, de un estado psíquico determinado, bien definido, lo que es también un método para experimentar la exactitud de ciertas hipótesis: como es sabido, numerosos diagnósticos médicos, en el momento en que el médico los for­mula, apenas si podrían ser motivados y sólo el curso previsto de la enfermedad los confirma.

Estoy convencido de que el estudio científico del alma es la ciencia del futuro. La psicología es la más joven de las ciencias naturales y su des­arrollo no ha pasado todavía del estadio de los pri­meros pasos. No por ello deja de ser la ciencia que nos resulta más indispensable; con una clari­dad cada vez más meridiana, parece, en efecto, que no son ni el hambre, ni los temblores de tie­rra, ni los microbios, ni el cáncer, sino sencilla­mente el mismo hombre lo que constituye el ma­yor peligro para el hombre. La causa de esto es sencilla: no existe todavía ninguna protección eficaz contra las epidemias psíquicas; ahora bien, estas epidemias son infinitamente más devastado­ras que las peores catástrofes de la naturaleza. El máximo peligro que amenaza tanto al individuo como a los pueblos en general es el peligro psíqui­co. Ante él, la razón ha dado pruebas de una im­potencia total, explicable por el hecho de que sus argumentos actúan sobre la conciencia, pero sólo sobre la conciencia, sin tener el menor influ­jo sobre el inconsciente. Por consiguiente, un pe­ligro mayor para el hombre emana de la masa, en el seno de la cual los efectos del inconsciente se acumulan, amordazando, sofocando las instan­cias razonables de la conciencia. Toda organiza­ción de masa constituye un peligro latente, al igual que una concentración de dinamita. Pues de ella se desprenden efectos que nadie ha querido y que nadie es capaz de contener. Por eso es pre­ciso desear ardientemente que la psicología, sus conocimientos y sus conquistas, se difundan a una escala tal que los hombres acaben por com­prender de dónde proceden los máximos peligros que pesan sobre sus cabezas. No es armándose hasta los dientes, cada una por su lado, como las naciones podrán a la larga preservarse de las horribles catástrofes que son las guerras moder­nas. Las armas almacenadas, reclaman la guerra. ¿No sería preferible, por el contrario, en el futuro, desconfiar y evitar las condiciones—ya descubier­tas—en las que el inconsciente rompe los diques del consciente y destituye a éste, haciendo correr al mundo el riesgo de incalculables estragos? Espero que este libro contribuya a aclarar este problema, fundamental para la humanidad .

C. G. Jung Küsnacht-Zürich, enero 1944



1 Conferencia pronunciada en Viena, en 1931, en el «Kultur-bund», y publicada después en Wirklichkeit der Seele (Rascher, Zurich, 1934) con el título Problema fundamental de la psicología contemporánea .
2 Aparecido en Wirklichkeit der Seele (Rascher, Zurich, 1934) con el título La psicología y nuestro tiempo . 
3 Según el cálculo del año platónico, que está regido por la precesión de los equinoccios .
4 Citado de la versión castellana de José María Valverde. Vergara, Barcelona, 1963.
5 Primera conferencia de una serie pronunciada en Basilea, en la Société de Psychologle, en 1934, reunidas luego con el titulo de Introduction d la psychologie analytique. El texto está tomado de las notas taquigráficas de un oyente, notas que fueron revisadas luego por el propio Jung; el doctor Roland Cahen, que cuidó su primera edición, hizo de él una adaptación, con algunas modificaciones de detalle y varias «amplificaciones», con objeto de dar a la forma «oral» de las conferencias un tono y un aire más propios para la impresión, aunque sin quitarle su viveza y su espontaneidad. Las frases interpoladas por el doctor Cañen van entre corchetes. Asimismo en el texto se Incluyen algunas inter­polaciones complementarlas de las conferencias que Jung pro­nunció en Londres, en el Institute of Medical Psychology, en 1935 .
6 «I've got a hunch» («Yo tengo una impresión, una idea»): locución empleada en el slang americano para designar la intui­ción, término que falta en su vocabulario .
7 Segunda conferencia .
8 Introducción a la psicología analítica (segunda parte). (Véase para la primera parte, pág. 85.)
9 Todos los elementos psicológicos que tienen una tensión ele­vada son difíciles de manejar. Si algo, por ejemplo, es muy Importante para mí, en el momento de ir a hacerlo comienzo por vacilar; probablemente han observado ustedes que cuando me plantean cuestiones delicadas no puedo responderles inmediata­mente porque, siendo el tema importante, «tengo un tiempo largo de reacción»; mi memoria no me proporciona inmediata­mente los materiales necesarios. Se trata de perturbaciones pro­vocadas por complejos, que no son forzosamente personales, al constituir la cuestión planteada un asunto importante por sí mismo. Ahora bien, todo lo que tiene una tonalidad de sentimiento acusada es difícil de manejar, pues está en relación con reaccio­nes psicológicas, con los latidos del corazón, el tono de los vasos, el estado intestinal, la respiración, la inervación de la piel, etc. Todo elemento que tiene una tensión elevada constituye, en cierto modo, bloque con el cuerpo, está como localizado en 61, hunde sus raíces en el, lo que le hace pesado, le confiere inercia y le sustrae a la movilidad de los hechos puramente espirituales . En cambio, un elemento que tiene poca tensión y poco valor emocional puede ser fácilmente desplazado, barrido, pues está como desprovisto de raíces y privado de adherencias con la per­sona en cuestión .
10 En este fenómeno se basan los interrogatorios judiciales cruzados, durante los cuales se esfuerzan por confundir a los In­dividuos sospechosos, olvidando éstos, como en nuestra experien­cia, los puntos en los que han mentido, la naturaleza de su fabulación. Los lectores que estén versados en este dominio no dejarán de encontrar este parecido en la práctica judicial y de las cons­tataciones psicológicas poderosamente evocador
11 «La sembradora», en francés, en el original .
12 Las palabras alemanas Kondolieren (dar el pésame) y gratulieren (felicitar) se prestan al lapsus por su semejanza fonética .
13 6 Tercera conferencia 
14 fürst, en Estudios sobre las asociaciones, de C. G. Jung, Barth, Leipzig, 1906. (N. del T.
15 Cuarta conferencia .
16 Podríamos hacer observaciones análogas a propósito de las visiones y de las alucinaciones de los alienados. Añadamos que esta personificación de los complejos no es necesariamente patológica; es corriente en nuestros sueños. Adiestrándose, nuestros complejos pueden hacerse visibles y audibles en estado de vigilia; el objeto de cierta disciplina del yoga es dividir la conciencia en sus com­ponentes y hacer de cada una una personalidad distinta. Nuestro inconsciente tiene también sus. figuras típicas y personificadas, como, por ejemplo, el anima y el animus. (Véase a este respecto: C. G. jung, Dialectique du moi et de l'inconscient, prefacio y adaptación del doctor Roland Cahen, Galllmard, París, 1963.)
17 Lección inaugural pronunciada en la Escuela Politécnica Fe­deral el 5 de mayo de 1934 con el título de Consideraciones ge­nerales sobre la teoría de los complejos .